Poemas de:
Hérib Campos Cervera
ÍNDICE
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Un puñado de
tierra
de tu profunda latitud;
de tu nivel
de soledad perenne;
de tu frente de greda
cargada de sollozos
germinales.
Un puñado de tierra,
con el cariño simple de sus
sales
y su desamparada dulzura de raíces.
Un puñado de tierra
que lleve entre sus labios
la sonrisa y la sangre de tus
muertos.
Un puñado de tierra
para arrimar a su encendido
número
todo el frío que viene del tiempo de morir.
Y algún resto
de sombra de tu lenta arboleda
para que me custodie los párpados de
sueño.
Quise de Ti tu noche de azahares;
quise tu meridiano
caliente y forestal;
quise los alimentos minerales que pueblan
los duros
litorales de tu cuerpo enterrado,
y quise la madera de tu pecho.
Eso
quise de Ti
(-Patria de mi alegría y de mi duelo;)
eso quise de
Ti.
II
Ahora estoy de nuevo desnudo.
Desnudo y
desolado
sobre un acantilado de recuerdos;
perdido entre recodos de
tinieblas.
Desnudo y desolado;
lejos del firme símbolo de tu
sangre.
Lejos.
No tengo ya el remoto jazmín de tus
estrellas,
ni el asedio nocturno de tus selvas.
Nada: ni tus días de
guitarra y cuchillos,
ni la desmemoriada claridad de tu
cielo.
Sólo como una piedra o como un grito
te nombro y, cuando
busco
volver a la estatura de tu nombre,
sé que la Piedra es piedra y que
el Agua del río
huye de tu abrumada cintura y que los pájaros
usan el alto
amparo del árbol humillado
como un derrumbadero de su canto y sus alas.
III
Pero así, caminando, bajo nubes
distintas;
sobre los fabricados perfiles de otros pueblos,
de golpe, te
recobro.
Por entre soledades invencibles,
o por ciegos caminos
de música y trigales,
descubro que te extiendes largamente a mi lado,
con
tu martirizada corona y con tu limpio
recuerdo de guaranias y
naranjos.
Estás en mí: caminas con mis pasos,
hablas por mi
garganta; te yergues en mi cal
y mueres, cuando muero, cada
noche.
Estás en mí con todas tus banderas;
con tus honestas
manos labradoras
y tu pequeña luna
irremediable.
Inevitablemente
-con la puntual constancia de las
constelaciones-,
vienen a mí, presentes y telúricas:
tu cabellera
torrencial de lluvias;
tu nostalgia marítima y tu inmensa
pesadumbre de
llanuras sedientas.
Me habitas y te habito:
sumergido en tus
llagas,
yo vigilo tu frente que muriendo, amanece.
Estoy en paz
contigo;
ni los cuervos ni el odio
me pueden cercenar de tu cintura:
yo
sé que estoy llevando tu Raíz y tu Suma
sobre la Cordillera de mis
hombros.
Un puñado de tierra:
Eso quise de Ti
y eso tengo de
Ti.
Testimonio
I
No sé: yo no podría nombrarlos de otro modo
que
enterrando en las venas sedientas de la pólvora
sus simples iniciales de
símbolos caídos.
Este que está a mi lado, redimido de
luces,
palpando espesos muros de abrumados silencios;
o aquel en cuyos
párpados
se demoró el relámpago del plomo,
no fueron al estrago, no
acudieron al riesgo
mortal, ni al alto duelo
contra el nivel pesado del
agua traicionada;
no se echaron de bruces detrás de la pequeña
frontera de
sus huesos
para vestir de mármoles y nubes
la fragorosa arcilla
combatiente
de su dulce estatura.
No serviría de nada labrarles
una máscara
a quienes desde siempre
nacieron y habitaron entre chispas de
piedra.
No. Eran otros los rumbos que imantaban los pasos
de
estos inaccesibles guerrilleros del alba.
No fueron al encuentro de una selva
de bronce;
no buscaron metales solemnes, no quisieron
anchas
investiduras, ni charangas, ni cantos.
Simplemente
bajaron a morir para
dejarnos
otro tiempo más limpio y otra tierra más clara;
algún laurel más
alto y un aire más sencillo;
otra categoría de nubes y otra forma
de dar
un aposento, de nombrar una cosa;
o acaso otra manera de abrir una
ventana
para llamar al Día del Hombre Venidero.
¿Cómo escribir
siquiera la cifra que llevaron
sin lastimar el polvo de sus
nombres?
No puedo hablar de lágrimas
frente a esta primavera de
espigas derrumbadas,
porque ellas no besaron las márgenes del llanto
en
esos días inmensos en que el rayo buscaba
nada más que la talla del Hombre
para herirla.
Si hoy nosotros estamos de pie sobre este
cieno,
es porque el firme fuego de todo aquel calvario
trabajó los
cimientos de este cieno.
Si mañana tocamos la espada del
rocío,
es porque ellos tendieron un puente hasta el acero
y nos dieron su
trigo, sus hondos minerales
y el Norte y la medida del
camino.
II
Porque yo les he visto sosteniendo sus
hierros,
en el trance total de estar doblados
sobre el pétalo oscuro de la
sangre.
Yo estaba en el costado de la furia,
cuando ellos
manejaban las aristas del trueno;
los he visto poblando de centellas
azules,
las heladas esquinas de la noche.
Yo he visto el
amarillo sendero que dejaba
la bandera asediada;
allí donde ella
estaba
el estambre infalible de mi pequeña brújula
hallaba el brillo
honrado del metal de una frente,
buscando su trinchera o su
mortaja.
III
Y ahora, decidme, vosotros,
taciturnos
sobrevivientes del crucial torrente;
piedras abandonadas
en la huella
caliente del combate;
cal todavía sonriente sobre el alto
paredón de la
muerte:
¿de qué rocas del tiempo
viene esta arena erguida que
atraviesa
los párpados del aire enfurecido?
¿De qué profundo sueño están
viviendo
estos ángeles claros que van hacia la lluvia,
con sus rugientes
números de filos justicieros?
¿Y estos pájaros roncos que
castigan
las ventanas del día?
¿De qué venas en llamas
o a
través de qué dulces dominios navegantes
emergen estas aguas levantadas y
alertas
que, minuto a minuto, configuran el torso,
las arterias pacientes
y el rostro de diamantes
de estos vertiginosos varones del
castigo?
Yo pregunto;
yo quiero que me digan el nombre
del
Capitán caído debajo del silencio
de la piedra final y del madero
en
cruz.
Yo quiero que me nombren el número preciso
de aquellas
simples manos de labor derramadas,
desde el Norte, de rayos
torrenciales,
hasta la desolada cintura de las islas.
Quiero que
me denuncien la dignidad y el orden
de esta desamparada cosecha
interrumpida.
Necesito bajar hasta el obscuro
nivel de la
tormenta encadenada
y hacer el inventario de esta lenta yacija:
juntar las
manos rotas; las frentes y los párpados;
clasificar el vasto trabajo del
osario;
ver en qué forma suben las substancias terrestres
por los
acantilados de la cal deshojada.
Tengo que custodiar desde hoy y
para siempre:
los surcos y los hoyos y los túneles,
donde la estalactita
de los ojos yacentes
y la pisoteada guitarra de estos labios
esperan la
llegada de una aurora invencible.
Yo soy el Designado:
yo estoy
en este duelo para marcar el hombro
de los Ángeles Negros que humillaron sus
alas
bajando hasta el infierno de la sangre inocente.
Y aquí
estaré por siglos -como un vigía de piedra-,
gastando las aldabas de las
puertas del día,
hasta que una Bandera de olivos y palomas
se yerga entre
las manos de los muertos vengados.
Regresarán un día...
I
Por
los
caídos por la libertad de mi
pueblo y para los que viven para
servirla,
esta constancia.
¿Veis esos marineros aún vestidos de pólvora;
y
esos duros obreros cuya sangre de fuego
circula como un río de encendidas
raíces
bajo el denso quebracho de sus torsos?
¿Y esas pequeñas
madres, de tan leve estatura,
que parecen hermanas de sus
hijos?
¿No visteis, no tocasteis el rostro fragoroso
de esos
adolescentes cubiertos de relámpagos;
seres rotos, usados, gastados y
deshechos
en una mitológica tarea?
¿Los veis? -Son los
Soldados
de una hora, de un día, de una vida:
todos los Hijos obscuros de
la misma ultrajada tierra,
que es mía y es de todos
los muertos de esta
lucha.
¿Veis esos ojos con dos rosas de lágrimas
colgadas de sus
órbitas azules?
¿Veis todas esas bocas despojadas de labios;
con
trozos de guitarras colgados de sus bordes;
todas deshilachadas, arrojadas de
bruces
sobre la inocencia triste del pasto y de la arena?
¿Los
veis allí, hacinados,
bajo la misma luna de los enamorados;
agrediendo la
clara piedad de la mañana
con su despedazada sonrisa?
¿Veis todo
ese tumulto de la sangre temprana;
que camina de día, de noche, a todas
horas
hacia los más profundos niveles de la tierra,
donde se están
labrando los moldes transparentes
de todos los Soldados de las luchas
futuras?
Abiertos en canal, de Norte a Norte,
-desde donde nacía
la Semilla del Hombre-,
hasta el caliente refugio del grito,
yacen.
Miran las altas luces del alto día del duelo,
mostrando
los horóscopos helados de sus manos
y sus frentes de piedra amanecida
y la
cal valerosa de sus huesos.
II
No moriré de muerte
amordazada.
Yo tocaré los bordes de las brújulas
que señalan los rumbos
del Canto liberado.
Yo llamaré a los Grandes Capitanes
que manejan el
Viento, la Paloma y el Fuego
y frente a la segura latitud de sus nombres,
mi pequeña garganta de niño desolado
fatigará a la noche,
gritando:
«¡Venid, hermanos nuestros!
¡Venid, inmensas voces de
América y del Mundo;
venid hasta nosotros y palpad el sudario
de este
jazmín talado de mi pueblo!
«¡Acércate a nosotros, Pablo Neruda,
hermano,
con tu presencia andina, con tu voz magallánica;
con tus metales
ciegos y tus hombros marítimos;
acércate a la sombra de tu estrella
despierta
y contempla estas llagas ateridas!
«¡Ven, Nicolás
Guillén,
desde tu continente de tabaco y de azúcar,
y con esa segura
nostalgia de tus labios
ponle un exacto nombre a esta
agonía!
«¡Y tú, Rafael Alberti -marinero en desvelo,
pastor de
los olivos taciturnos de España,
tú, que una vez cuidaste la sangre de los
héroes
que puso a tu costado mi patria guaraní-,
dibújanos el mapa
de
estos desamparados litorales de muerte!
«¡Venid, hombres absortos;
madres profundas; niños:
buscadores de Dioses; pordioseros;
máscaras
evadidas y nocturnas del vicio;
patentados jerarcas de la virtud de
feria;
venid a ver el rostro del martirio!
«Venid hasta el
remanso de este dolor antiguo;
simplemente venid: así, sin lámparas;
sin
avisos, sin lápices y sin fotografías
y dejad, si podéis, en las
riberas:
la memoria, los ojos y las lágrimas.
«Tocad con
vuestras manos estos lirios dormidos;
tocad todos los rostros y todas las
trincheras;
la numerosa muerte de todos los caídos
y el polvo que sostuvo
esta batalla.
«Apartad con la punta de vuestros pies
desnudos
todos estos metales de nombres extranjeros;
estos lentos
escombros de torres agobiadas;
esta antigua morada de la miel
y la verde
pradera
de esta selva temprana de soldados».
Sí. Todas estas
torres de acumuladas ruinas,
son nuestras.
Aquella sangre rota y estas
manos deshechas,
son nuestras:
son nuestro honor de ayer y de
mañana.
Yo lo proclamo ahora desde el hondo reverso
de esta paz
de cadáveres:
todas estas banderas
y estos huesos, abrumados de
luchas,
son el metal de nuestro riesgo;
son el emplazamiento de nuestra
artillería;
nuestro muro blindado;
nuestra razón de fe.
III
Porque no está vencida la fe que no se
rinde;
ni el amor que defiende la redonda alegría
de su pequeña lámpara,
tras el pecho del Hombre.
Con estas simples manos y estas mismas
gargantas,
un día volveremos a levantar las torres
del tiempo de la vida
sin sonrojos.
Desde el fondo de todas las tumbas
ultrajadas,
crecerán las praderas del tiempo de soñar.
Aquí,
cerca, en las márgenes de la tierra pesada;
junto a la sal antigua del mar
innumerable;
en la madera espesa y el viento de los árboles,
están
creciendo ya.
Yo sé que en la mañana del tiempo señalado,
todos
los calendarios y campanas
llamarán a los Hijos de este Día.
Y
ellos vendrán, cantando, con su misma bandera;
con su mismo fusil
recuperado;
vendrán con esa misma sonrisa transparente
que no tuvieron
tiempo de enterrar.
Vendrán la Sal y el Yodo y el Hierro que
tuvieron;
cada terrón de arcilla les tomará los ojos;
la cal de su
estatura se asomará a su cauce
y alguna eterna Madre de un eterno
Soldado
los llevará en la noche caliente de su sangre.
Y en la
hora y el día de un tiempo señalado,
regresarán, cantando, y en la misma
trinchera
dirán, frente a la misma bandera de mil
años:
«¡Presente, Capitana de la Gloria!
¡Aquí estamos de nuevo
para cuidar tu rostro,
tu ciudadela intacta; tu imperio
invulnerable,
Libertad!».
Huella
de hombre
Hachero
I
En memoria
de los Hijos de la selva
que agonizan y mueren en silencio en
el vasto
imperio del Quebracho.
Este es Benigno Rojas: hijo y nieto de
hacheros
y hachero él mismo. Viene de selvas torrenciales
y está como de
paso frente a mí, porque siempre
camina hacia otras selvas cada vez más
lejanas.
Lo veo marchar llevando sobre la cruz del hombro,
el
fulminante símbolo de su poder: el hacha;
y siento que en su pulso rotundo le
circula
-como en perpetuo flujo-, la fuerza y el coraje.
Es el
Hachero. Viene de selvas torrenciales.
Su alzada poderosa recorta una
silueta
de aborigen, tallada sobre un friso de piedra.
El
instinto certero de vientos y de lluvias
le da esa taciturna sabiduría de
anciano
y aunque apenas levanta dos décadas de vida,
sus experiencias
llevan una herencia de siglos.
Es todo brazos. Tiene sobre el
antiguo sitio
de la sonrisa, un tajo que le madura el gesto;
la frente
toda: un amplio lugar de sufrimientos,
donde vidas y muertes libraron su
batalla.
Sellado de miseria, lleva un sombrero roto
para cubrir
el rudo tumulto de su pelo,
un recuerdo de viejas altanerías le sube
por
el torrente ardido de la sangre, a los ojos.
II
Esta
es la Selva. En ella su existencia se expande
hasta llenar sus densos
dominios germinales.
Respira el sostenido perfume de las hojas
y en la
solemne cúpula del aire mañanero
va eligiendo los cantos de pájaros
amigos
que regirán la rítmica jornada de sus horas.
Y cuando en
rojos círculos, los límites del día
despuntan, el hachero, poderoso de
orgullo,
sacude la cabeza para alejar el sueño.
Cincuenta metros
dentro de su reino, detiene
sus pasos e investiga con cauteloso atisbo
las
invisibles huellas de las bestias nocturnas.
Cuando sus ojos
cumplen la selección certera
del tronco favorable,
baja el hacha; se
arranca los harapos del torso;
lubrica con saliva las palmas de las
manos
y comienza su rito con taciturna furia.
Sube el hierro y
de vuelta, su filo incandescente
con impacto tremendo se incrusta en la
corteza.
Regresa diez, cien veces sobre la misma vértebra,
hasta que la
garganta desgarrada se rinde
y entre un furor de gritos, se acuesta en la
picada.
Luego vendrán, en lenta sucesión de torturas:
el corte
de los brazos -la dulce cabellera
que en amistad de pájaros vivió quinientos
años-,
y la final injuria de ser oreado al viento
su corazón sangrante,
lampiño y desolado.
Después, lo que suceda ya no tendrá
importancia:
viajar, quedarse quieto o arder, será lo mismo.
Ni las nubes
del alba, ni pájaros, ni lluvias
recostarán su vuelo sobre la cruz
difunta.
La selva castigada, se duele de sus llagas
petrificando
el alma de sus hijos intactos.
A izquierda y a derecha de sus heridas,
yacen
la sangre milenaria y el corazón constante,
con las venas abiertas y
el canto sofocado.
El humus -que ha labrado la columna
tranquila
del árbol y le ha dado su dulzura de sombras
(y que nunca, en
mil años, descansó en su tarea
de levantar la lenta catedral de un
quebracho)-,
llora, junto a las rojas cicatrices y tiende
sobre las venas
rotas sus manos de substancias
para que en los futuros milenios no
perezcan
los encendidos brotes que duermen bajo tierra.
III
Tras la blindada puerta duerme el Oro
encerrado.
Lo guardan hombres duros, de corazón metálico,
más fríos que
las hojas del hacha y más tenaces
que el músculo tenaz de los
hacheros.
Infinitas planillas, con infinitos números,
tamizan el
trabajo del Hachero de Bronce.
Drenan los calculistas la sangre
peregrina,
hasta dejar un pálido puñado de centavos.
Abren, al fin, la
puerta blindada y con sus garras
de pájaros nocturnos -como quien da la
vida-,
su paga dan al hijo diurno de la Selva.
Después... Es el
camino; los puertos; las nostalgias
de amor y la guitarra y el cuchillo y la
caña.
Lento o precipitado rodaje hacia el agobio;
siempre es igual: un
día, de nuevo hacia la noria;
el hacha compañera sobre la cruz del
hombro
y un infinito sueño colgado de los párpados.
Y así una
vida entera. Los hijos: con anemia;
la mujer: amarilla de pestes y
fatigas
y él, en perpetuos trances de enganches y
despidos.
IV
Y su final fue duro, como es duro el
oficio;
como también es dura la materia que amasa
y es duro el hierro
ciego del hacha compañera.
Ciertamente. Un domingo, en que iba de
retorno
-con la noche ya entera tapando los caminos-,
vio cruzar un
ardiente relámpago de acero.
Desde el costado izquierdo
bajó una catarata
caliente y fragorosa
buscando el nivelado descanso de la
tierra.
Vieja ley de cuchillos lo llamó por su nombre,
sin darle
tiempo alguno para mirar el ceño
del que lo ató a la tierra del canto y del
gusano.
Un eco, casi helado, de relinchos de potros
le fatigó un instante
los tímpanos dormidos
y un silencio de tiempo sin voz le fue cayendo
sobre
el cristal velado de los ojos.
Cuando quiso la mano dolerse de sí
misma
y buscó asir el grito que se le estaba yendo,
sintió que le pesaba
más que el hacha: la vida,
y que la cruz del hombro lloraba por
marcharse.
Un sueño de guitarras, de puñales y música
le
completó la muerte que ya llevaba dentro,
y entre la luz de sombras, de su
fin reiterado,
sus turbios ojos vieron levantarse, muy lejos,
sobre un
alto horizonte de oxidados contornos
una cruz de quebracho de brazos
encendidos
-velando el firme sueño- y en ella, recostada,
-sosteniendo el
sombrero y en actitud de espera-,
el hacha compañera de hazañoso
recuerdo...
Palabras para nombrar a
los míos
El Hombre cae en la tierra, mas
su
tiempo cae en la Eternidad.
Federico:
te he visto, aquí,
sentado, sobre una piedra negra,
frente al mar que amansaba su furor en la
playa,
mientras el sol pulía tu perfil de gitano
sobre el remolino limbo
de la tarde dormida.
Te he visto así: sentado, con la camisa
abierta
calcinando tu pecho bruñido de marino;
apagando las voces de tu
guitarra ardiente
con el opaco grito de un puñado de
arena.
Verde gitano nuestro que maduró la muerte
cuando pasen
mil años, junto a esta misma piedra,
la misma arena amarga que levantó tu
mano
aún estará llorando tu nombre amanecido.
Cuando te
arrodillaste sobre la tierra tuya
el mar, que oreó tu pecho con su aliento de
yodo,
calló... Las caracolas rumorosas de música
apagaron de pronto sus
milenarios cánticos.
Granos de terciopelo de la arena
marítima;
caminos de los vientos que se llevan los sueños;
noches
enloquecidas por júbilos de mundos;
alas que traen y llevan su música
encendida;
todo: viento y arena; mundos y alas y noches
lloran albas de
sangre sobre tu nombre claro.
Federico: los años han secado tus
carnes;
en ellas han penetrado gusanos de la tierra;
pero tu voz remota,
poderosa de símbolos,
como el mar, no está muerta...
Entre un vuelo de
albatros y un tumulto de estrellas,
se volvió al infinito tu fiesta de
canciones.
Cuando pasen mil años, junto a esta misma piedra
que
destacó tu estampa sobre el telón atlántico,
aún estaré esperando que otra
música análoga
taladre el laberinto de cal de mis oídos.
Simple ruego por
el ausente esperado
Para el recuerdo de Andrés
Campos
Cervera -(Julián de la Herrería)-, que
era de mi amistad y de mi
sangre.
Yo te esperé:
eras como un hermano cuya mano se
busca,
para oprimir los labios calientes de una herida.
Y
faltaste, hermano: te quedaste sin voz
cuando todos rogaban tu
presencia.
Pero vino tu sombra:
nada más que tu sombra, hermano
ausente.
Abrió la boca antigua, todavía sellada,
y dejó florecer
sobre los labios duros
esta solicitud de perdón por la ausencia:
«...Ya he
devuelto a la tierra lo que era de la tierra,
pero os queda a vosotros lo que
seré mañana.
»No me lloréis, hermanos: estoy entre vosotros.
Ya
no me lleva el tiempo con sus manos de leguas,
ni me oprime los ojos la forma
del espacio.
»Mi vestidura flota sobre el Alba y la Noche,
más
allá del recuerdo.
Mis avatares buscan otro vaso más puro,
para infundirme
un cuerpo que regrese a vosotros».
Calló tu voz: sentimos que
temblabas de frío,
pensando en que podrías sufrir otra
caída.
Como quien se defiende de una angustia
indecible,
murmuré, como un rezo, tu súplica inefable:
«Ya no me
lleva el Tiempo con sus manos de leguas
ni me oprime los ojos la forma del
espacio...».
Así sea.
Desvelo de los ángeles
Para Lidia y Augusto
en
la hora del tránsito
del Hijo.
«Escucharé en la noche
tus palabras:
... niño, mi niño...».
Pablo
Neruda
I
Sobre albas de maitines los Ángeles
caminan.
¿Hacia qué territorios de música y laureles
llevan su paz inmensa
y transparente?
¿Junto a qué latitudes de transido desvelo
van con el
nardo intacto de su historia?
En espejos de nieve se miran y en
perpetuo
sosiego, nos recuerdan.
Pero no duermen
nunca:
arañan nuestra sangre llena de amargas heces;
suben por nuestras
duras primaveras de sueños,
y en nuestra cal sonámbula y
helada,
sollozan...
Y un día están, de nuevo,
con su ceguera
triste de raíces
oprimiendo el camino de las
llagas.
II
Los Ángeles son nuestros: son nuestras alas
rotas;
son las anclas dormidas sobre lechos de herrumbres,
en la raíz
penosa de la tierra.
Es nuestra voz de niebla y de
distancia:
-esa que no pudimos usar en el instante
de elegir el camino
marinero.
Los ojos de los Ángeles no duermen:
están en nuestras
órbitas salobres
buscando el necesario reverso de la luz.
Y sus
labios sumisamente eligen
las palabras que nombran la morada del
sueño.
Sus manos son jazmines sellados de silencio,
junto a una
cruz de nieve, eterna y pura.
III
Los Ángeles navegan
siempre...
Un necesario acontecer los llama
hacia seguras islas de
recuerdo y nostalgia.
Ardientes Rosas de los Vientos crecen
sobre el
pecho, librado de mármoles tempranos,
y una remota música de brújulas
les
traza itinerarios sobre un atlas de nube,
hacia dolientes rumbos de lunas
desoladas.
Están entre archipiélagos de sombras,
reinando sobre
imperios de glaciales contornos.
Cruzan la absorta dimensión del
aire,
y el alba numerosa que los lleva
se ilumina de pájaros
azules.
Los Ángeles, sin rostro y sin memoria,
navegan por los
cauces nocturnos de la sangre.
Un cielo azul, invicto y
despejado,
cuida su paz de sueños sin
fronteras.
Pequeña letanía en voz
baja
Para
el recuerdo de Roque Molinari
Laurin.
-Donde estuviere.
Elegiré una Piedra.
Y un
árbol.
Y una Nube.
Y gritaré tu nombre
hasta que el aire
ciego que te lleva
me escuche.
(En voz baja).
Golpearé la
pequeña ventana del rocío;
extenderé un cordaje de cáñamo y
resinas;
levantaré tu lino marinero
hasta el Viento Primero de tu
Signo,
para que el Mar te nombre
(En voz baja).
Te lloran:
cuatro pájaros;
un agobio de niños y de títeres;
los jazmines nocturnos de
un patio paraguayo.
Y una guitarra coplera.
(En voz baja).
Te
llaman:
todo lo que es humilde bajo el cielo;
la inocencia de un pedazo de
pan;
el puñado de sal que se derrama
sobre el mantel de un pobre;
la
mirada sumisa de un caballo,
y un perro abandonado.
Y una carta.
(En
voz baja).
Yo también te he llamado,
en mi noche de altura y de
azahares.
(En voz baja).
Sólo tu soledad de ahora y
siempre
te llamará, en la noche y en el día.
En voz alta.
Baladas
La noche de los toldos
Para José
Asunción
Flores
Siete hogueras arden...
Siete hogueras
cantan
músicas de luces.
En la noche blanca
de los toldos
indios,
siete hogueras arden...
Palmeras salvajes
del
desierto mudo,
destrenzan al viento
su música verde.
En los
algarrobos
madura la chicha
que emborracha al indio
y da a sus
tobillos,
cosquillas de danzas.
Mientras, en la noche
de los
toldos indios,
siete hogueras arden...
Furor de tan-tanes:
se
puebla el silencio
de mudas presencias.
Máscara de
piedra
sobre el rostro verde
tiene el indio joven;
culebras
azules
surcan sus mejillas,
ajorcas de plumas
ciñen los tobillos
de
la joven india.
Mientras, en la noche
de los toldos indios
siete
hogueras arden...
Frente al Sacerdote
siete hogueras
arden.
Callan los tan-tanes
de la voz de cuero.
En la noche
blanca
de los toldos indios
sube a las estrellas
un rumor de
ruego:
«Kilikamá oú...
Kilikamá oú...
Kifikamá
oú...
Kilikamá oú...»
En la noche blanca
de los toldos,
arden
siete hogueras rojas.
El jhú-jhú acelera
su ritmo frenético
y
arroja a los indios
hacia las doncellas,
en un entrevero
de danza
nupcial.
Los labios ofrecen
sus copas de fuego,
para que mis
indios
ardan en amor.
La Luna, que otorga
sus lágrimas rojas
a las
indias núbiles,
escucha los ruegos
del Gran Sacerdote,
que en la noche
blanca
de los toldos indios
le pide su amparo:
«Ta-aná
oú...
Ta-aná tojhó...
Ta-aná tojhó...
Ta-aná tojhó...»
La
noche del toldo
huye hacia los montes;
ponchos de cenizas
cubren los
rescoldos
de las siete hogueras...
Duermen los tan-tanes
de
la voz de cuero,
pero aún se escuchan
en la noche blanca
rumores de
ruego:
«Kilikamá ojhó...
Kilikamá ojhó...
Kilikamá
ojhó...
Kilikamá ojhó...»
Ya no hay siete hogueras:
la noche
del toldo
se durmió en el alba...
Soledad sin recuerdo
Madrigal para la voz en
fuga
¡Oh, voz de nube!
¡Oh, terciopelo!
¿Cómo nombrar tu
música de musgo
sin disipar las brumas que te velan?
Viene la
voz entre un aroma urgente
de jazmines de luna y se derrama
sobre el
camino ciego de la noche.
Baja por escaleras de tristeza,
para
perderse entre remotos pinos
y aliviarse de penas en los duros
espejos de
la nieve desolada.
Deja en el aire en llamas su caricia
y al
recorrer los círculos del viento,
un caracol incierto la recoge
y la
devuelve, al fin, yacente y pálida,
muerta sobre un paisaje de
silencio.
¡Y no saber cómo nombrarte,
para que vuelvas a llorar,
subiendo
los senderos de luna y de jazmines!
¡Oh, voz de nube!
¡Oh,
inasible perfil de ausencia y lágrimas:
verte morir
y no saber cómo
nombrarte!
¡Oh, terciopelo!
Nivel del
mar
Es como yo: lo
siento con mi angustia y mi sangre.
Hermoso de tristeza, va al encuentro del
mar,
para que el Sol y el Viento le oreen la agonía.
Paz en la frente
quieta; el corazón, en ruinas;
quiere vivir aún para morir más
tiempo.
Es como yo: lo veo con mis ojos perdidos;
también busca
el amparo de la noche marina;
también lleva la rota parábola de un
vuelo
sobre el anciano corazón.
Va, como yo, vestido de soledad
nocturna.
Tendidas las dos manos hacia el rumor oceánico,
está pidiendo al
tiempo del mar que lo liberte
de ese golpe de olas sin tregua que
sacude
su anciano corazón, lleno de sombras.
Es como yo: lo
siento como si fuera mía
su estampa, modelada por el furor eterno
de su
mar interior.
Hermoso de tristeza,
está tratando -en vano- de no quemar la
arena
con el ácido amargo de sus lágrimas.
Es como yo: lo siento
como si fuera mío,
su anciano corazón, lleno de sombras...
Tiempo de amor y soledad
Y he estado nueve noches bajo el
abierto cielo,
arañando la tierra, para calmar la sangre,
y adelgazando el
grito de mi voz encerrada;
mientras el viento amargo se llevó brizna a
brizna
este perfil de sombras de mi cuerpo en tinieblas.
Y luego
te he entregado, noche mía, la sangre.
La sangre. Sí: la sangre. La sangre
que solloza
por túneles azules su vida equivocada;
la sangre, que no
quiere desintegrar su grito,
porque es el fundamento de la Flor y del
Canto.
Y luego di mi frente. Tras su mármol tranquilo
vivió el
furor del sueño su tormenta diaria,
sin que una sola arruga marcara su
oleaje;
ni el pensamiento puro lo anegara en su sombra
al horadar mis
sienes su vertical tortura.
Y ahora, son los ojos: los taciturnos
ojos,
donde guardaba el alba sus pétalos de estrellas;
los ojos de agua
clara, donde iban las gacelas
a buscar mansedumbre para su sed de
fuga.
Y también va la piedra, ya muda, de los labios:
los labios
ya besados por muertes numerosas.
Y los pies marineros, llagados de
caminos;
el corazón ausente y el pecho amanecido.
¿Después?
-Después, la mano: la calcinada mano,
marcada en su pecado con un buril de
fuego;
la mano que no quiso pagar su duro crimen
de haber asido un sueño
con sus garfios de carne.
¿La visteis algún día flotar sobre las
cosas,
-pájaro alucinado, que aprisiona en su pico
luciérnagas azules que
mueren de su fuego?
Después de nueve noches, sus lirios fatigados
-sin
memoria y sin nombre- se volvieron recuerdo.
Todo se te reintegra:
noche profunda y alta.
La tremenda parábola ya no se apoya en Ti;
y aquel
temblor de siglos que me entregaste un día,
aquietó, al fin, por siglos
también, su inenarrable,
desesperada angustia de ser
humanidad.
Un día, desde el fondo caliente de la tierra
-seno
eterno de Madre, que pare su cosecha
con una indiferencia de sexo
apaciguado-
saldrá el rosario triste de mis huesos dolidos,
libres ya del
espanto de su cárcel de vida.
Y nunca más la dulce canción que dio
belleza
al peregrino tránsito por la prisión de piedra;
nunca más el
lamento secreto de la flauta
encenderá en la tarde su rústico
llamado.
Pero será otra vida. Sí: otra vida. Distinta.
Despojada
del largo castigo del recuerdo.
Un árbol o una piedra: algo que mire al
Tiempo,
mudo y sordo y sin ojos, por una Eternidad.
Poemas
no incluidos en Ceniza Redimida
Desde Espartaco hasta hoy,
nuestros héroes
se llamaron:
Stenka Razin, caudillo campesino, vengador de su
clase;
comuneros de París, innumerables y anónimos, fusilados
en
el
muro;
pero sobrevivientes para siempre en el gran corazón de
los
obreros;
trabajadores de Moscú, de Leningrado, de Hamburgo y
de
Viena.
Los héroes de nuestra clase se llamaron:
Rosa Luxemburgo y
Carlos Liebknecht: ambos fuego, corazón y brazo de la Revolución;
ambos padre
y madre del Partido Comunista Alemán.
Los poetas revolucionarios de
hoy
cuando queremos cantar a un héroe proletario,
cantamos a Jorge
Dimitrof.
Cada clase tiene los héroes que se merecen:
que los
poetas burgueses levanten hasta las nubes a sus
héroes
sangrientos;
que canten epopeyas a sus masacradores de obreros
y a
sus
mariscales de la matanza;
que tallen estatuas a sus
financieros de la rapiña;
dejemos que tejan charreteras de oro para los
generales
que han sobrevivido a los millones de soldados que
condujeron a
la carnicería;
que ellos canten al rufián Horst Wessel -héroe de las
bandas
de Hitler-
Nosotros, los poetas revolucionarios de
hoy,
cantaremos a un descamisado;
a un revolucionario,
al héroe
proletario Jorge Dimitrof.
Sobre los escombros de la Europa
imperialista y guerrera
todos los días amanece una aurora roja.
Hoy es
Hamburgo la que levanta su voz de metralla;
ayer fue Reval la que cantó su
himno insurgente;
luego Bulgaria inició su guerra campesina.
El fuego del
incendio alumbró la estampa del obrero
Dimitrof,
alta, la
figura;
imponente, la voz;
todo él, extraordinario y
vencedor.
Asia se despereza y contesta:
Cantón la Roja ha izado
una vez y otra vez la bandera de
la
Hoz y el Martillo.
El «Zeven
Provincien» -hermano glorioso del Potemkin-
telegrafía al
mundo:
«¡Hermanos! ¡No disparéis sobre nosotros!»
Entre el mar de las
banderas rojas;
entre el sordo rugido de las masas que se aprestan a la
lucha
final,
las ametralladoras y los gases acuestan sobre las
calzadas a
las blusas azules.
Caen, se levantan, caen y se yerguen de
nuevo;
héroes sin nombre sostienen en alto el símbolo rojo de
la
gloria revolucionaria;
voces anónimas cantan la marsellesa
proletaria:
«...Es la lucha final...
...Unámonos todos con
valor...
...Por la Internacional...».
Luego llegó «la noche de
los largos cuchillos».
Sangre, cadenas, ley de fuga, «suicidios», horas y
hachas;
noche de San Bartolomé de los asesinos al servicio de la
Alta
Finanza.
El fuego, las torturas: un aquelarre de la Edad
Media
fue lo que la burguesía ofreció a los obreros de
Alemania.
Pero las blusas azules prepararon su
desquite.
...Y amaneció la mañana de Leipzig.
El Mundo, de nuevo pudo ver
la estampa del héroe;
alta, la figura,
imponente, la voz;
encadenadas
las manos laboriosas,
pero todo él, extraordinario y
vencedor.
Los jueces callaron; los falsos testigos agacharon la
cabeza,
y el preso clavó a sus verdugos en el banco de los
acusados.
Habló. Habló para los suyos. Dijo su verdad de clase.
El
supremo verdugo chilló aterrorizado:
«¡Sus palabras son excesivamente
duras!».
El obrero Dimitrof piensa en la vida, en el dolor y en
las luchas
de todos los suyos,
y exclama:
«Mis palabras son
ardientes y duras
porque ardiente y dura ha sido toda mi vida;
¡mis
palabras son como la vida y la lucha de todos
los
míos!».
Y
venció.
Venció porque era un proletario comunista,
venció porque sabía que
todos los obreros del mundo
estarían a su lado en la agonía y en el
triunfo.
Los verdugos desarmaron la guillotina;
Goering se hundió en su
noche de crímenes y de morfina.
Manchester, Chicago, Skoda y
Creuset han parado sus
máquinas;
los negros de la Carolina del Sur, de
Liberia y del
África
Central,
los comunistas chinos que siembran de
Soviet su país
milenario,
los «mensúes» del Alto Paraná y los mineros
taciturnos
de las
montañas de Bolivia,
todos han escuchado la palabra
de Jorge Dimitrof,
el corazón del mundo no tiene más que un único
latido.
Una voz rompe el hilo de todos los telégrafos
y se derrama por las
calles y por los caminos del campo
y de
las ciudades;
la consigna del
Socorro Rojo Internacional pone de pie
a
todos los oprimidos de la
tierra.
«Libertad para Jorge Dimitrof! ¡Abajo los jueces de
Leipzig!
Las radios de Moscú interrogan a Berlín:
«Capitán Goering:
¿Quién incendió el Reichstag?»
La respuesta fue un avión que cruzó
el cielo de
Varsovia:
La Patria del Proletariado -que reclamó la vida de
sus
hijos-
la Unión Soviética, desde el Ártico hasta Crimea
abrió sus
170 millones de brazos para recibir al héroe
vencedor.
Nosotros,
los poetas revolucionarios de hoy,
cuando queremos cantar a un héroe
proletario
cantamos a Jorge
Dimitrof.
Hombre
secreto
Hay un grito de muros hostiles y sin término;
hay un lamento ciego de músicas perdidas;
hay un cansado abismo
de ventanas abiertas
hacia un cielo de pájaros;
hay un reloj
sonámbulo
que desteje sin pausa sus horas amarillas,
llamando a penitencia
y confesión.
Todo cae a lo largo de la sangre y el duelo:
mueren
las mariposas y los gritos se van.
¡Y yo, de pie y mirando la
mañana de abril!
¡Mirando cómo crece la construcción del tiempo:
sintiendo
que a empujones
me voy hacía el cariño de la sal marinera,
donde en los
doce tímpanos del caracol celeste
gotean eternamente los caldos de la
sed!
¡Dios mío! -Si no quiero otra cosa
que aquello que ya tuve
y he dejado,
esas cuatro paredes desnudas y absolutas;
esa manera inmensa
de estar solo, royendo
la madera de mi propio silencio
o labrando los
clavos de mi cruz.
¡Ay, Dios mío!
Estoy caído en
álgidos agujeros de brumas.
Estoy como un ladrón que se roba a sí mismo;
sin lágrimas; sin nada que signifique nada;
muriendo de la muerte que no
tengo;
desenterrando larvas, maderas y palabras
y papeles
vencidos;
cayendo de la altura de mi nombre,
como una destrozada bandera
que no tiene soldados;
muerto de estar viviendo de día y en otoño,
esta
desmemoriada cosecha de naufragios.
Y sé que al fin de cuentas se
me trasluce el pecho,
hasta verse el jadeo de los huesos, mordidos
por los
agrios metales de frías herramientas.
Sé que toda la arena que levanta mi
mano
se vuelve, de puntillas, irremisiblemente,
a las bodegas
últimas
donde yacen los vinos inservibles
y se engendran las heces del
vinagre final.
¡Cuánto mejor sería no haber llegado a tanto!
No
haber subido nunca por el aire de Abril,
o haber adivinado que este llevar
los ojos
como una piedra helada fuera lo irremediable
para un hombre tan
triste como yo!
Dios mío: ¡si creyeras que blasfemo,
ponme una
mano tuya sobre un hombro
y déjame que caiga de este amor sin
sosiego,
hacia el aire de pájaros y la pared desnuda
de mi desamparada
soledad!
Tu
nombre sobre el muro
Para el nombre y el hombre Paul
Eluard.
Para el hombre infinito que
vivió en él. Para la vida sin término
que vive
en su nombre.
I
¿Cómo hacer para verte
acostado en
la tierra, desde hoy y para siempre?
¿Desde qué primavera de flores
infinitas
nos estarás mirando con tus ojos de luz
y tu pecho
de capital
altura?
Ayer nomás estaba moviéndose entre vértigos
de lutos y vejámenes,
todo el aire de Francia;
estaba todo lleno de ángeles transparentes,
todo
lleno de Pablos luchadores.
Estaba allí el de España, vestido de
rocío,
con su pólvora amarga, con sus limones verdes;
con sus rostros
divididos
y sus metales hondamente fundidos en la arcilla.
Estaba allí el
de América, nuestro Pablo más alto,
todo crucificado de mineral y Chile;
y
estabas tú, Paul Eluard,
el hombre total, francés del universo,
el más
Pablo de todos.
Y hablabas y cada uno de tus pequeños pájaros
cruzaba el
horizonte y encendía una estrella
y la noche del hombre se arrodillaba y
moría,
frente al fuego magnético de tu luz
boreal.
II
Estaban floreciendo los naranjos de
España,
flores de antigua sangre;
y tú, desde la dulce medida de tu
pecho,
te arrancaste un duro fusil de miliciano;
un fusil infinito de
balas infinitas,
que mataba a la muerte.
Y otro día, cuando los verdes
prados
granaban en furiosas cosechas de ensangrentados
cereales;
cuando el gas y las bombas y el humo y el uranio
quemaban
todo el polen y las hojas y el tallo
de la definitiva madera de los hijos de
Dios,
tú, Paul Eluard,
con tu mirada-Eluard y con tu voz-Eluard,
te
asomaste al estrago.
Y cuando los ángeles de la venganza
te pidieron tu
cuota;
cuando te reclamaron los ojos y las frentes
y las gargantas
mudas,
y las pobres garras calcinadas,
y las ametralladoras y los
gritos
de los ajusticiados por tu mano,
tú señalaste el muro; mil
muros;
todos los muros de París y de Francia
y del mundo.
Y allí estaba
tu firma: ese día te llamabas:
«Eluard-la
liberté».
III
Ayer, una criatura, hija clara del
alba,
te buscaba, Paul Eluard:
te buscaba, para hablarte de amor.
Era
un día de flor perenne, de perfumes ciegos,
en que nadie debería morir.
Te
golpeaba la puerta, sacudiendo los arcos de tu
jardinería;
probaba con
ingenuas ganzúas tus firmes cerraduras
y escudriñaba las rendijas de tus
paredes,
buscándote, preguntando por ti.
Alguien le había pasado
una
pequeña esquela con un mensaje tuyo,
escrito con minúsculas azules y con
pulso de fiebre:
«si buscas al Amor, buscas a Paul Eluar...»
Recuerdo,
hace unos años, cuando desde mi patria,
mi Paraguay de sueños, azúcar y
agonía,
veíamos volverse tinieblas la mañana...
Recuerdo cuando el aire
oreaba la sangre
recién desparramada sobre la tierra ardida,
de Oradour y
de Lídice...
Recuerdo lo que estabas haciendo,
porque cuando llevábamos la
cabeza a la almohada,
llegaba a nosotros los confundidos ecos
de las
crepitaciones de leños y esqueletos
estallando entre el fuego...
Pero en
la noche ciega,
alguien que no dormía levantaba su lámpara,
y la luz
cariñosa del aceite prohibido
alumbraba las palabras inmensas:
«Allons,
enfants de la Patrie,
le jour de gloire est arrivé...»
Ese pastor nocturno
de la libertad,
era la dignidad del hombre y se llamaba:
Paul
Eluard.
Así...
Dejo aquí, en tus umbrales,
mi corazón inaugurado; mi voz
incompatible;
mi máscara y mi grito y mi desvelo;
todos los carozos
desnudos, roídos de intemperie;
todo lo que decae como un pétalo seco
en
los vencidos días de otoño.
Hoy quiero verlo todo desde
dentro;
todo el hilván y el esqueleto de sostén;
toda la utilería;
los
telones y relieves prolijos del sueño.
Hoy recorro los
acontecimientos
como quien navegara a lo largo de la miga cariñosa
de un
pan
y saliera, de golpe, a flor de costra,
en llegando a la ciega
corteza
apoyado en carbones de próximos diamantes.
Así, ejecutado y
prolijo,
con la corbata puesta y los zapatos en su sitio:
como un muerto
que espera el turno de su leño.
Así.
Porque es hora ya de irse
preguntando:
¿A qué tanto jadeo y tanto andar a pie,
con la corbata puesta
al revés,
y el corazón al aire, allí,
justo sobre las coyunturas
desangradas
y los dedos haciéndole señas al Dios de nadie?
¿A qué los ojos
cayéndose de tanto ver osamentas
y los párpados, ardiendo
sobre el aire
podrido de un tiempo miserable?
Bueno: dejo aquí, en tus
umbrales,
mi corazón de arena; mi voz toda desecha
y mi máscara rota y mi
mano sin horóscopos,
sin huellas saturnales de lunas muertas;
todo aquello
que amé;
todo aquello que pudo ser un canto y es solamente
desprendido
terrón de cementerio.
Tómalos todavía: colócalos
en un hondo
nivel de marineros descansos;
ponles un grano de sal sobre las
órbitas;
ponles una flor marchita en los ojales...
Llámalos a esa muerte
que tú no desconoces
y entrégalos a la dulce vocación de los pájaros
que
emigran hacia el Sur...
Y no los nombres nunca, si no es para amarlos
en
recuerdo, en piedad, en dulzura de tarde quieta
-como quien acunara la cabeza
de un infante sin madre-,
Así.
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