Poesía de:
Hugo Rodríguez Alcalá

ÍNDICE
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El pueblo Patio
El dueño de la parra Vida y muerte
Puerta del paraíso El loro dionisíaco
El portón invisible En la escalinata
Don Manuel, el patriarca Domingos
Elegía Don Pedro de Villarrica
La plenitud de un día de esos años... La noche inesperada
Perdurable tertulia Extraña visita

El pueblo
A  Regina Igel


Lo sueño, lo entresueño, lo persigo.
Para su acceso no hay más que el recuerdo.

Faltan los ojos puros, la inocencia.
Faltan los pies pequeños.

La calle larga, de calzada roja,
de la casa dormida en el silencio,

está en aquel lugar, acaso idéntica,
bajo idéntico cielo.

La que entreveo no es la misma calle
y se esfumina y se me pierde, lejos.

La casa del zaguán siempre cerrado
y oscuro de misterio;

la casa de la parra prodigiosa
de racimos que asedian los insectos

no existe ya. Lo sé. Ya es otra casa.
Ha cambiado de dueños:

La habitan hoy ancianas como brujas
horribles de vejez y de ojos ciegos.

Acaso el pueblo es pura fantasía.
O un pueblo en que conozco a los espectros,

pero en el que los vivos son extraños
que nunca conocieron a mis muertos.

Pero lo sueño siempre, lo persigo,
y si jamás lo encuentro y recupero

para mirarlo, allí, palpable y vivo
como se ven, palpables, otros pueblos,

es porque es invisible, por llevarlo
adentro, adentro, demasiado adentro.





Patio

A Victoria Pueyrredón

¡Patio de aromas fuertes,
terco en mi pensamiento,
con estival murmullo
de siestas de febrero!

Si de un vivir mentido
voy a un vivir auténtico,
te recupero intacto
con tu color y aliento.

Muchos viajes, muchos
tumultos de otros pueblos,
y, sobre todo, muchos
derrumbes en el tiempo,

me hacen soñar dormido,
me hacen soñar despierto,
en tu lejano y verde
y mágico silencio.

A ti regreso, patio,
cuando en la vida, pierdo.
La sombra de tu parra
me hace sentir más bueno.


En ti me purifico,
me curo y recupero.
No importa que hoy no existas
más que en mis hondos sueños.

En ellos no estoy solo.
Hay alguien que es tu dueño.
Si este alguien nunca muere,
patio, serás eterno.





El dueño de la parra
(A Don Manuel, el
verdadero dueño)


Si pudieras volver, si regresaras
con tu inclinado busto, con tu noble

mirada y tu manera silenciosa
de andar, y, ya despierto, vuelto al mundo

y al aire de la vida, ansiosamente
quisieras ver tu casa, tu familia,

la parra de tu patio, los amigos
de la ciudad que vio crecer tus hijos...

Y entonces comprendieras que en tres décadas
transcurrieron tres siglos: que tu casa

pasó a manos ajenas; que tu esposa
yace en otra ciudad bajo la tierra;

que tu hijo mayor es un anciano
desmemoriado y débil, más anciano

que tú cuando gozabas contemplando
su avance victorioso por la vida;

que tu parra famosa, que a tus patios
daba una larga sombra de cien metros,

sombra con su opulencia de racimos
reventones de miel cada verano;

que tu parra, tu orgullo, es un recuerdo
que sólo hoy vive en tu cabeza muerta;

que tus amigos -todos- los que antaño
en la esquina rosada de tu casa

se reunían sin falta a hablar del tiempo,
de las buenas cosechas y las malas;

que tus amigos, todos, bajo tierra,
en cenizosos ataúdes yacen:

Entonces, yo a tu lado acudiría,
te pondría una mano sobre el hombro,

y te diría solamente: -Vamos.
Tú y yo tenemos juntos un secreto:

todo ese mundo tuyo que hoy no existe.
Al no reconocerme porque tengo

marchito el rostro y los cabellos grises,
con voz muy baja te preguntaría:

-¿No recuerdas que tú me diste un día
toda tu parra y todos sus racimos?

Ella, en mis sueños, sigue siendo mía...





Vida y muerte
A Hogla Barceló


¡Oh niñez con olor
a sellos de correo,
gomas de bicicleta
y siestas de febrero!

¡El corredor, el patio
en que jugaba y... juego;
el balcón y la acera
con vivos que están muertos!

¡Cómo el vivir es ir
muriendo con los deudos
que al inmovilizarse
siguen aún viviendo
en noches irreales,
la vida de los sueños!






Puerta del paraíso
A Jean-Pierre Barricelli


El patio de ladrillo
y tierra apisonada,
tenía un gran portón
que hacía el Poniente daba.

Entrar en ese patio5
por el portón, causaba
una felicidad
nunca recuperada.

El loro allí era el centro
de una alegría mágica:
¡frescura de los pámpanos,
racimos de uvas blancas!
Aquel era el Vergel
secreto entre las tapias.

Pasión tenía el pájaro
por su amo y por la parra.
El amo le traía
con mimos la pitanza.

Su nombre era Don Pedro,
señor de buena fama,
honrado y humorista
y de mujer muy flaca.

Nunca hubo en todo el pueblo
nariz tan colorada
ni boca tan sonriente
como las de su cara.

Don Pedro era festivo.
El loro lo miraba
con sus redondos ojos
tendiéndole la pata.


Mas se murió Don Pedro
de viejo, y en su cama.
Y se murió su enteca
mujer, como uva pasa.

Vinieron gentes feas.
La casa, rematada,
con el aro de fierro
colgado de la parra

y el loro en él posado,
pasó a manos extrañas.
El loro, viendo aquello
no quiso saber nada

y se murió de viejo
o se murió de rabia.
Sin loro y sin Don Pedro
triste quedó la parra.

Secose al poco tiempo
de vieja o de nostalgia.
Tapiaron el portón
del patio de la casa:

¡Puerta del Paraíso,
quedaste condenada!






El loro dionisíaco

Durante treinta años
vivió bajo la parra,
bien firmes en el aro
de fierro las dos patas.

Allí tenía todo
cuanto necesitaba
su gárrula persona:
balcón, tribuna y cama.

El viejo alambre que
tras la botella clásica
el aro sostenía,
vibraba con la charla,

la grita y el fandango.
¡Botella que colgabas
al pájaro impidiendo
trepar hasta la parra,

creyérase que siempre
vertieras rubia caña
para embriaguez perpetua
del ave dionisiaca!

Dicen: murió de viejo;
dicen: murió de rabia.
Es falso: el pobre loro
murió por otras causas.

¡Pregunten a la higuera,
pregunten a la parra,
pregunten al silencio
en que se hundió la casa!





El portón invisible

...Ed io non so
chi va e chi resta...
                      E. Montale


En la fotografía busco el alto
portón, aquel portón del viejo patio

para ver si es que puedo introducirme
en secreto, y quedarme allí, temblando,

en espera de cosas abolidas.
Mas la fotografía sólo muestra

el muro de ladrillo, a mano izquierda,
y a la mano derecha, esas casonas

que hoy como ayer están allí, en silencio,
proyectando sus sombras en la acera.

Un muchacho moreno, muy delgado,
con ágil paso avanza junto al muro.

Ese muchacho es hoy un blanco abuelo
que habrá olvidado acaso aquella siesta

en la calle desierta, bajo un cielo
ardoroso de enero o de febrero.

-Muchacho: date vuelta; retrocede;
ve si puedes llegar hasta el portón

y abrirlo para mí. Tuya es la hora
de esa remota siesta. Deja abierto

el antiguo portón ahora invisible.
Yo habré de entrar para quedarme a solas

en el patio, mirando a todos lados,
andando de puntillas hacia el fondo...

Tú seguirás andando mientras tanto
por la calle soleada y silenciosa.

Yo, sin hacer ruido, al poco rato,
saldré a la calle que ahora es toda tuya

y cerraré con llave, para siempre,
el portón de tu infancia y de mi infancia.






En la escalinata


Las doce gradas de la escalinata
inundadas de sol a media siesta.

Tres niñas -dos hermanas y una prima
muy pequeña- sentadas, sonriendo.

en la segunda grada reluciente.
Las tres están descalzas. Una de ellas

-la mayorcita- empuña una sombrilla
que, abierta y encendida en luz muy nítida,

sin darle sombra ni ocultarle el rostro,
es como una aureola a sus espaldas.

Su cabello abundante resplandece.

La otra niña, mostrando ambas rodillas,
muy quemada del sol de aquel verano,

sabe que ya la máquina funciona,
que en este instante la fotografían,

y está como azorada y expectante.


Centro del grupo, el mimo, las caricias,
la pequeñita esquiva la mirada,

En las barandas las enredaderas
con manojos de flores que echan lumbre,

están perpetuamente embelleciendo
el instante estival eternizado.

¡Ah, la figura más feliz del grupo
la niña cuya fúlgida sombrilla

dibuja una aureola a sus espaldas,
quedó sonriendo, niña para siempre,

candor en que se suma la delicia
de un verano florido y melodioso!

Pero ella es hoy, en un lugar oscuro,
breve esqueleto que tendrá, aún intactos,

sus cabellos sedosos, sus cabellos
que ya no crecen más ni al sol relumbran.




Don Manuel, el patriarca

Ognuno sta solo sul
cuor della terra...
                                      S. Quasimodo


Nació en España. Vino al Nuevo Mundo
con sus padres, severos castellanos,

siendo apenas un niño. Una leyenda
de oscuros infortunios y naufragios

envuelve la memoria de esos padres
de los que sólo quedan dos retratos:

Él, con cerrada barba, de levita;
ella, de luto, en las monjiles manos

sosteniendo, devota, un libro negro
del que cuelgan las cuentas de un rosario.

Nunca el patriarca evoca los recuerdos
de aquella travesía del Atlántico,

ni del arduo triunfo en tierra extraña,
que hubo de hacer un opulento indiano

de su padre difunto. Nunca evoca
el alto caserón de vastos patios

en que vivió su adolescencia, y nunca
las dichas y desdichas de esos años.

¿Qué sucedió en su mocedad lejana?
¿Cómo vino la quiebra, el desamparo?

¿Qué fue de aquel señor de barba oscura
que se yergue, severo, en el retrato,

conquistador de una opulencia efímera
en un rincón del Sur americano?

Don Manuel, el patriarca, siendo joven,
y padre ya -para sus tres hermanos-

abandonó la Tierra Prometida
y vino al Paraguay. Con su trabajo

se abrió camino y prosperó. Su casa
vasta y feliz, con emparrados patios,

se llenó de la risa de los niños
y de la algarabía de los pájaros.

¡Qué misterioso, pienso hoy, ha sido,
aquel tío Manuel, de rostro santo,

que vivió en tres países tantas vidas
y parecía no tener pasado!

Fue su vivir, vivir día tras día
el drama de sucesos cotidianos:

los pequeños problemas y los graves,
con un valor tranquilo y resignado

Tuvo un negocio grande y bien nutrido,
el mejor de la villa en muchos años.

Muchedumbres llenaban esa tienda,
de la villa, y de pueblos comarcanos.

Fue próspero y feliz. Todas las tardes,
tras el bronco tumulto del trabajo,

él podaba su parra o sus rosales,
o paseaba por su inmenso patio.

Su mujer y sus hijos y sus clientes,
-los ricos y los pobres-; sus criados;

sus múltiples ahijados y compadres
lo querían. Él era un hombre honrado,

un varón casi mítico: el patriarca.
En su huerta crecieron los manzanos,

las higueras y nísperos. Los frutos
de su huerta no fueron nunca ácidos.

En su ubérrima parra los racimos
fueron la miel de todos los veranos.

Sólo antes de su muerte, un mediodía,
habló de su niñez, triste y nostálgico.

Habló del viejo caserón perdido,
y sus ojos profundos se nublaron.

Se vio en el Sur en florecido huerto,
vio a su remoto padre castellano

con su barba cerrada; vio a su madre
desgranando las cuentas del rosario...

Y acaso vio también el oleaje
brillante de promesas, del Atlántico.






Domingos

A  Graciela Delgado Holiday

...luoghi noti
se non che fatti irreali...
                       M. Luzi


Los domingos había allá una calma
nunca recuperada en otros pueblos.

La palabra añoranza acaso tenga
el sabor de esa dicha irrecobrable.

El color de la vida era el celeste
del cielo abanderado de su pueblo.

Pasaban las muchachas misteriosas
con sus madres. La misa era el destino.

En la plaza los árboles brillaban
bajo el sol eucarístico, en el aire

vibrante de campanas y estriado
por vuelos de paloma.

Mi mundo estaba en una esquina blanca
de calles silenciosas. Las calzadas

temblaban al pasar de los jinetes.
No se oían carretas. Los domingos

descansaban los bueyes en el campo.

En la esquina sombreada por ovenias
los tíos patriarcales, sosegados,

ya desaparecidos hace tiempo
de sus casonas de emparrados patios,

se reunían y hablaban y reían
felices, a la sombra en sus sillones,

con la paz del domingo en la mirada,
y eternos en la fuga de las horas.






Elegía

Ah non e piú per me
questa bellezza
                             P. P. Pasolini

Allí el zaguán. Al fondo el patio verde
separado de la amplia galería

por una balaustrada toda blanca.
¿Dónde estarán las dos criadas mozas

cuyo canto llenaba aquella casa:
Lucía, la del mate mañanero

para el viejo señor de ojos azules;
y Luisa, que cuidaba de las jaulas

y daba de vivir a los jilgueros,
el tembloroso alpiste entre los labios?

¿Dónde, doña Isabel, la blanca dama,
que en esa mecedora, adormecida,

soñaba con los hijos que no tuvo,
y en cuyo inmenso caserón, los pájaros,

prisioneros en jaulas resonantes
compensaban la ausencia de los niños?

Años de enormes soles transcurrieron,
Maduraron las uvas de la parra

verano tras verano. En la casona
un día y otro día y otro día

pasó fugaz la vida, siempre sueño:
los mismos cantos en las mismas jaulas,

y Lucía y Luisa, atareadas,
en el manso vivir de la provincia.

Hoy nadie, nadie, vive en la casona.
En las salas, los muebles polvorientos

evocan los fantasmas familiares.
Un pesado silencio allí se espesa.

Ha tiempo que callaron los jilgueros
en las jaulas vacías. Y la hierba

ahoga los rosales en el patio.
Sólo la parra, verde como siempre,

ofrece inútilmente sus racimos
que hoy nadie ve brillar entre los pámpanos.



Don Pedro de Villarrica


1
Don Pedro está sentado, muy tranquilo,
frente a su casa, en su sillón de mimbre.
Tiene cincuenta años, nariz roja,
escaso el pelo y los ojillos grises.

La boca, grande, nunca se le cierra
porque la tiene siempre hecha sonrisa:
amplia sonrisa con destellos de oro.
Don Pedro está contento con la vida.

Este domingo tibio, de noviembre,
se ha tomado unos mates, ha charlado
con sus perros, sus gatos y sus loros
y está gozando ahora el espectáculo

de la calle. ¡Qué linda va Teresa
a la misa de nueve con su tía!
Teresita es su ahijada, como Lola,
como Ofelia, Isabel, Beatriz y Silvia.

Don Pedro no se queja, aunque le duele
que su mujer y él, ¡ellos tan luego!
tengan que resignarse a ser padrinos
y a amar con triste amor hijos ajenos.

-¡La bendición, padrino!- Teresita
le pide muy modosa, con las manos
unidas a la altura de la boca.
Él cumple con el rito de buen grado

como un obispo en su sillón, y exclama:
-¡Qué preciosa mi ahijada va a la misa!
En latín, los acólitos y el cura,
dirán tres veces: ¡Linda, linda, linda!

2
Pasan dos campesinos y saludan
sacándose el sombrero con respeto.
Pasa un jinete de montado blanco
y saluda también con el sombrero.

Pasa una crujidora, alta carreta,
y el carretero rinde su homenaje
con respeto aún mayor: es que Don Pedro
no sólo es poderoso, es su compadre.

Por el follaje nuevo de la ovenia
a cuya sombra está nuestro prohombre,
rayos del sol ya ardiente van colándose.
Mueve el sillón Don Pedro a un lugar donde


el sol no le moleste. -Con lo roja
que tengo la nariz -piensa Don Pedro-
no dejaré que el sol me haga cosquillas
donde resulto hermoso por lo feo.

-¡Qué domingo estupendo! Treinta años
pronto se cumplirán desde que vine,
edifiqué mi casa, abrí el negocio
y me casé. Los años más felices

son los aquí vividos -continúa-
-Y si no tengo hijos tengo ahijados.
Mi mujer no es gran cosa en cuanto a físico.
Pero la quiero. Es flaca como un palo.

Pero la quiero. Pobre mujer flaca,
si no la quiero yo quién va a quererla...
(Doña Isabel, en ese mismo instante
aparece en el marco de la puerta).

-¿Quieres, amor, un mate? ¡Lindo día!
-Lo lindo es la mujer que trae el mate
y con el mate la mejor figura-
contesta él, quién sabe si galante

por costumbre, o acaso convencido
de que flaca, Isabel, y con achaques,
dientes postizos y cabello escaso,
con toda su flacura tiene ángel.

Don Pedro acepta el mate y sorbe el líquido
verde y caliente por el tubo grueso
de la bombilla de oro, y mientras sorbe,
le queda el rostro, unos segundos, serio:

la sonrisa feliz, por vez primera,
al desaparecer, se le fue adentro,
pero vuelve a salir, al fin del mate:
En ella brilla el oro de dos dientes
y una verdosa gratitud afable...





La plenitud de un día de esos años...

...Ma quel giorno non torna
                               Cesare Pavese


Inmenso ser viviente de alma verde,
veo cubrir la parra los dos patios.

Veo fulgir el sol entre sarmientos
y veo trozos de un azul diáfano.

Estoy allí, a la sombra de esa parra.
Siento el aire caliente del verano,

el olor de la tierra humedecida,
y la semiembriaguez de dulces vahos.

Mas yo quisiera ver la casa entera:
los muebles, los objetos de los cuartos

tales como antes, con su luz y sombra;
la sala en que dormía aquel piano,

la de grandes ventanas con postigos
biselados de sol curioso y cálido.

Quisiera ver el lecho en que he dormido
los sueños de mis días plateados.

Y despertar quisiera en la penumbra
del dormitorio, a algún domingo mágico,

y salir a aquel aire amanecido,
estriado por los silbos de los pájaros.

¡Ver más, ver mucho más de lo que veo,
en lento film de todo ese pasado;

en la resurrección de un universo
en que hasta el musgo sobre el muro blanco

exige verdear en la memoria
en la restauración de todo el cuadro!

¡Y vivir otra vez, en un minuto
la plenitud de un día de esos años!





La noche inesperada


I
Subo la escalinata a pasos lentos
y llego a un corredor de alta techumbre.

Hay una puerta abierta. Hay otras puertas
que a amplias alcobas blancas dan acceso.

Voy hacia el comedor, en cuya estufa
se vio brillar un día una centella.

(Se hizo de noche de repente: el cielo
se derrumbó entre rayos y relámpagos,

y ante nuestro estupor, zigzagueante,
de la estufa surgió la enorme chispa).

De esto hace mucho tiempo. Lo recuerdo
mientras contemplo la espaciosa sala:

las vigas negras sobre el techo blanco,
los cuadros y los muebles impasibles;

el ventanal que, inmenso, de cristales
lucientes, es el marco de un bellísimo

paisaje: el lago azul, los cerros verdes,
y, en la calle, un lapacho que se alza

con su fiesta de flores amarillas,
más doradas que el sol que las enciende.

II
Estoy solo. No se oye más que el trino
de pájaros bermejos en los patios.

Y cruzo el comedor porque sospecho
que afuera, junto al pozo enjalbegado,

me esperan; que este día recupero
la dicha de otro día muy lejano.

Debajo de la pérgola no hay nadie;
y, solitario, el pozo duerme mudo,

con un círculo negro allá en su fondo.
Regreso al comedor, miro hacia el lago,

pero no veo el lago, ni los cerros,
sino una niebla gris que avanza lenta.

Ya no cantan los pájaros bermejos.
Bajo la escalinata como huyendo

de no sé qué peligro. Y de repente
me encuentro aquí, en la noche inesperada,

ajeno ya a aquel mundo, mientras suenan
dobles acompasados en las sombras.





Perdurable tertulia

Una dama, dos graves caballeros
y un mozo adolescente, en sus butacas

de claro mimbre o de madera oscura
aquel remoto día platicaban.

Lo testimonia una fotografía
que alguien sacó con una antigua cámara.

Frente al zaguán de la casona prócer
están, sobre la acera sombreada

por un árbol frondoso. Las imágenes
se van desvaneciendo. La mañana

de aquel día de sol más se adivina
que se la siente con su lumbre clara.

Yace a los pies del grupo un can oscuro
adormilado sobre la calzada.

Hay un enigma en la fotografía
que es el del niño que, junto a la dama,

en traje marinero, desdibuja
en la sombra, los rasgos de su cara.

¿Quién sería? ¿Yo mismo? ¿Algún pariente?
Es su perfil una confusa mancha.

Mas la hora perdura todavía
con fijeza tenaz en la instantánea.

El grupo sigue hablando, misterioso,
y entre los caballeros y la dama

vibrar parece aún el aire quedo
con un temblor de voces y de almas.

Sólo el adolescente hoy sobrevive
y acaso viva el niño cuya vaga

figura, con su traje marinero
su identidad esconde a la mirada.

¡Oh, qué hermoso si en sueños visionarios
a aquel día remoto regresara

y, después de saludos y de abrazos
le viera al niño aquel la faz velada

y despertando al can adormecido
todo un mundo abolido restaurara!





Extraña visita

Fue el regreso de toda la familia
al pueblo y a la casa de los tíos.

Después de tantos años, la visita
la hacíamos los muertos y los vivos.

A nadie este prodigio sorprendía.
No existía la muerte entre los míos,

porque o los muertos no se habían muerto,
o los vivos vivían otra vida;

o quizás, todos éramos espectros
volviendo a una soñada Villa Rica.

El pueblo era un milagro de hermosura:
había un resplendor sobre las casas

y una alegría y una paz profunda
en verdes patios de sombrosas parras.

¿Era un día domingo en primavera?
¿Era el pueblo de antaño u otro pueblo?

Imposible decirlo. Era y no era.
Su extraña maravilla era lo cierto.

Por un zaguán de cal reciente entramos.
Vimos la galería -enjalbegado

también con cal reciente- acogedora.
La parra y los rosales en el patio

resplandecían bajo luz dorada.
Todo estaba en su sitio como otrora.

El gran perro ladró un instante y luego
sumiso y manso meneó la cola.

Era el Pampa, mi amigo de otro tiempo.
Cantaban los canarios en sus jaulas.

En el aro de hierro el papagayo
las palabras de siempre mascullaba.

Nosotros, dando voces, avanzamos.
Mas nadie respondía a nuestras voces

sino los ecos que en las vastas salas
oscuramente repetían nombres.

¿Dónde estaban los tíos? Nos miraban
curiosos, sus retratos taciturnos,

desde un día de bodas muy lejanas,
y sus miradas eran de otro mundo.

¿Nadie estaba en la casa? No importaba.
Ya vendrían más tarde. Nos reunimos

en el patio, y sentados en los bancos
conversamos los padres y los hijos.

Y estábamos alegres porque estábamos
juntos allí, los muertos y los vivos

como si nunca hubiera habido muertes
ni aun la de aquellos que se habían ido

y dejado la casa abandonada
aunque limpia y hermosa: el patio, verde;

blanca la galería, pura el agua
del hondísimo pozo, y las alcobas

recién barridas, con sus anchas camas
tendidas; y, con rosas, los floreros.

-Este racimo es para ti: el más grande
dijo un hermano muerto, y sonriendo

puso el racimo en manos de mi padre,
Cantaban los canarios en las jaulas.

Mascullaba el pintado papagayo
su escaso repertorio de palabras.

¿Dónde estaban los tíos? ¿No vendrían
felices de encontramos en su casa

sin previo aviso nuestro, y la familia
renovaría entonces los coloquios

hacía tanto tiempo suspendidos?
La dicha familiar cesó de pronto.

Se oyó una voz en el zaguán vacío:
la voz no era de nadie, pero alguien

invisible volvía del olvido
oscureciendo de terror el aire.







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