Poemas de el gran
poeta
Manuel Curros Enríquez
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Libro primero
Crimen y expiación
I
En medio de un abrupto promontorio
de acantiladas, vacilantes rocas,
monstruos que arrancan de sus pardas bocas
alaridos de rabia al huracán,
levantábase en tiempos ya lejanos,
cual implacable símbolo de muerte,
la rica y opulenta casa fuerte
del señor de Milmanda y Sanchidrián.
Morada de dolor, sobre sus torres
el murciélago vil revolotea,
mientras el dulce jugo saborea
que a la sagrada lámpara robó;
y el bulto malhadado, pesaroso,
deja escuchar allí su voz sombría,
cuando a la luz espléndida del día
la fatídica noche sucedió.
Dueño de inmensos pueblos y vasallos,
por pecheros y próceres temido,
es en todo Galicia conocido
don Ramiro de Acosta y Santarén;
conocido por cruel y sanguinario,
temido por sagaz y traicionero,
que su fama de innoble caballero
cunde por pueblos y abadías cien.
De espíritu mezquino y rencoroso,
de corazón henchido de veneno,
su palabra de déspota es un trueno
que amaga pavorosa tempestad.
Esposo infiel sacrificó a su esposa
y en dura cárcel atormenta a su hija;
que su pecho de tigre no cobija
sentimientos de amor ni caridad.
Temerario y sacrílego escarnece
los fallos del Señor con insolencia,
y creyendo extinguir en su conciencia
los gritos de sus víctimas de ayer:
-¡sangre!- murmuran sus febriles labios,
y sangre entonces el tirano vierte,
y el pueblo de Milmanda se divierte
en contemplar cadáveres doquier.
Recluso en lo interior de su castillo,
el alma por recuerdos torturada,
se alza de don Ramiro a la mirada
el libro de su vida criminal,
y al fijarse en su página postrera
sus ojos hiere este recuerdo triste:
«¡traidor, traidor!... ¿Por qué a tu rey vendiste,
»tú, el privado del rey de Portugal?...
»Don Alfonso te amaba como a un hijo,
»te colmaba de dichas y favores:
»los más altos magnates y señores
»de su corte, nada eran ante ti;
»te ha señalado cámara en su alcázar,
»diote pajes y gentes de servicio,
»y al fin tanta merced y beneficio,
»¿de qué manera los pagaste? ¡Di!
»¡Ah! Mientras don Alfonso se lanzaba
»al frente de sus tropas valerosas
»a combatir las huestes numerosas
»del leonés intrépido y feroz;
»y mientras a su empuje se rendía
»el pendón castellano hecho jirones,
»trepando sus guerreros escuadrones
»los muros de la invicta Badajoz,
»cobarde, ¿tú qué hacías? Concertabas
»la muerte de tu rey y tus hermanos;
»de una mujer por los hechizos vanos,
»¡miserable!, vendías tu nación...
»¡Y la vendiste al cabo! ¿No te acuerdas?...
»don Fernando el Segundo diote esposa,
»y, precio infame a una traición odiosa,
»regalaste un vencido al de León.
»¡Un vencido! Encontraste un ruin arquero
»que hiriese a tu señor; mas no has logrado
»dar término a tu plan, ni el dedo airado
»esquivaste de Dios, en justa ley.
»La flecha pudo atravesar su muslo...
»Huyó el villano; pero, en duro grito,
»entre estas rocas te mandó proscrito
»la voz severa de uno y otro rey.
»Duerme, si puedes, Santarén malvado,
»duerme, si logras conciliar el sueño...
»¡Mas ah! que inútil ha de ser tu empeño,
»vano tu esfuerzo, sí, vano tu afán.
»¡Mañana acaso a tu castillo acuda
»estrechas cuentas a zanjar contigo
»el bandolero a quien llamaste amigo
»cuando trazaste tan inicuo plan!...»
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
. . . .
Al cruzar esta idea por su mente,
doloroso recuerdo de otros días,
recorre Santarén las galerías
de su rico palacio señorial
y da aviso a sus gentes que en la almena
se cuelgue a todo aquel que, del rastrillo,
pregunte si el que habita su castillo
fue privado del rey de Portugal.
Y siempre, ora de día, ora de noche,
ya al resplandor del sol, ya al de la luna,
en cada torre hay por lo menos una
víctima de aquel ser sin corazón.
Pobres mendigos que buscando vienen
calor para sus miembros ateridos,
por espías juzgados y tenidos
en horca morirán, sin compasión...
E impaciente, intranquilo, receloso,
al cuarto corre Santarén de su hija
y en ella clava la mirada, fija,
cuando en sus rezos la sorprende allí:
ávido la contempla... y más tranquilo
tórnase de matanza a su faena,
en tanto doña Dulce, el alma llena
de pesadumbre y duelo, oraba así:
-Virgen mía, mi Virgen adorada,
esperanza feliz para el que llora;
¡estoy triste, consuélame, Señora,
consuela a la que siempre te adoró!
¡Da a mi padre un momento de reposo,
un momento de paz, en su tortura,
o llévame a tu reino, Virgen pura,
que entre sangre no puedo vivir yo!
II
Así la pobre niña
de hinojos prosternada,
el alma lacerada
por bárbaro puñal,
oraba ante una gótica
imagen de María,
en tanto que vertía
de perlas un raudal.
¡Lloraba! ¿Y quién no llora
si vive entre cadenas,
sufriendo los tormentos
de dura esclavitud?
¿Quién puede ver, sin lágrimas,
que corran entre penas
los plácidos momentos
de nuestra juventud?
¿Quién vio desde su cárcel
cruzar la golondrina
y rápida hasta el cielo
su vuelo remontar,
que no envidió esas alas
al ave peregrina,
para, en igual anhelo,
tan rápido volar?
Indócil es y triste
de doña Dulce el llanto,
tan triste y dolorido
que mueve a compasión.
su hogar trocado en cárcel,
aumenta su quebranto
su padre, que ha perdido
la paz del corazón.
¡Sí, que sin ella vive
el pobre don Ramiro,
y vive condenado
a guerra tan cruel,
que sólo cuando exhale
el último suspiro,
si muere en buen estado
la paz irá con él!
En tanto, será inútil
que al cielo mire ansioso,
en busca de esa estrella
que le alumbró fugaz:
en vano paz demanda
con grito doloroso,
por ver si encuentra en ella
su espíritu solaz.
Que cuando sus pupilas
tendió sobre la tierra
y cuando allá hasta el cielo
sus ojos levantó,
tan sólo en torno suyo
se alzó un clamor de guerra,
y guerra siempre y duelo
doquiera columbró.
Si en noche silenciosa
cerró sus tristes párpados
y quiso en su despecho
hallar la paz así,
luego sintió su alma
roída por cien víboras,
y salta de su lecho
con rabia y frenesí.
Si aún no desengañado,
con báquica porfía
en néctar y licores
sosiego a buscar fue,
en medio a las imágenes
de amor, que halló en la orgía,
espectros vengadores
que le amenazan ve.
Y en vano, ya el instinto
perdiendo de la vida,
lanzarse va a la muerte
de eterna calma en pos;
que cuando al pecho lleva
el arma del suicida,
se aterra, porque advierte
la maldición de Dios...
¡Ay! Triste del que piensa
con infecundo empeño
que el crimen ya pasado
ni rastro dejará...
En vano paz demanda:
¡la paz sólo es un sueño
de espantos mil poblado,
sin término quizá!
III
De sus valles cinturón,
de su riqueza blasón,
espejos de su atavío,
fertilizan a León
el Bernesga y el Torío.
Ambos sus anchos raudales
llevan hasta las entrañas
de bosques y matorrales
y hasta poblados charcales
de juncos y de espadañas.
Ambos marchan, corredores,
en esguinces invasores
por el bosque y la pradera,
arrastrando en su carrera
espinos, plantas y flores.
Por su curso lento e igual
cierto instinto fraternal
debe haber entre los dos,
y algún misterio fatal
en ellos esconde Dios.
Que a no haber algún misterio
velado a humano criterio
y a deleznable razón,
encontrara explicación
un caso que dan por serio.
Diz que es cosa de admirar
en toda villa y lugar
de estos ríos alredor
el rojo vivo color
que suele el agua llevar.
Y ello podrán ser consejas,
pero, al decir de las viejas
que lo han llegado a saber,
allí no quieren beber
asnos, ni vacas, ni ovejas.
Nadie en aguas tan impuras
se atreve un paño a lavar;
y no hay mozo aventurar
que eternice sus bravuras
tirándose allí a nadar.
Que hay quien dice, preocupado,
que el color ensangrentado
de las aguas de estos ríos,
es señal de que está airado
el Señor con los impíos.
Y hay quien se arriesga a jurar
que una noche -y nada arriesga-
vio sobre el Torío flotar
dos cadáveres al par,
y otros dos sobre el Bernesga.
Tal la gente lo pregona
que de sus verdes riberas
habita en toda la zona;
y cuando el pueblo lo abona,
el asunto va de veras.
Mas el pueblo no logró
sujetar a su criterio
las causas de lo que vio,
y el misterio que encontró
se ha quedado en el misterio.
Y ambos ríos continuaban
en su marcha natural,
y las gentes murmuraban
siempre que turbio miraban
su puro y limpio cristal.
Y era porque no sabían
que sobre un monte escarpado
en cuya falda vivían
y al que estos ríos tenían
en sus giros rodeado,
una legión de bandidos,
todos hombres mal nacidos,
tenían su centro allí,
a un capitán sometidos
que eligieron para sí.
***
Es una noche invernal,
noche tormentosa y negra;
no hay una estrella en el cielo
ni hay una luz en la tierra.
Braman los vientos con furia,
gimen los robles con pena,
cual si una planta satánica,
sobre sus copas sintieran.
Diríase que irritados
los elementos que pueblan
el espacio, sostenían
lid pavorosa y sangrienta,
tomando nuestro horizonte
por campo de la pelea.
Mas, para no entretenernos,
dígase lo que se quiera,
el caso es que roncos gritos
de amenazas y blasfemias,
súplicas y carcajadas,
voces de mando y protestas,
todo en medio de la noche
distintamente resuena
desde la cumbre del monte
que entre sus giros rodean
por una parte el Torío,
por otra parte el Bernesga.
Amarrados fuertemente
por las bridas y las riendas,
al abrigo de un pinar
varios trotones jadean.
En sus arrogantes crines,
que casi la tierra besan,
y en la noble gallardía
con que se alzan sus cabezas,
bien claramente pregonan,
si en su andar no lo dijeran,
que no hay una raza en potros
cual la raza cordobesa.
Por debajo de los flecos
de un caparazón que llevan,
sin duda con miramiento
de que el agua no les hiera,
lujoso jaez de brocado,
ricas monturas ostentan,
y cinchas de cuero fino
bordadas de lentejuelas.
A juzgar por sus relinchos
y por los surcos que dejan
señalados al herir
con sus cascos en la arena,
grandes deben ser sus bríos
y más grande la impaciencia
de ver llegar a sus dueños
y lanzarse a la carrera.
Mas en estas soledades
y a tal hora, ¿a quién esperan
los ricos potros oriundos
de las andaluzas vegas?
¿Por qué miran anhelantes
hacia el lugar donde suenan
súplicas y maldiciones,
carcajadas y anatemas?
¿Qué jornada les aguarda,
que ya sus crines se encrespan
al escuchar, de los ríos
que bajo sus plantas ruedan,
el estruendo pavoroso
en medio de la tormenta?
No es un misterio. -Al confín
del pinar y en la ladera
del monte, se alza una roca
cuya ennegrecida cresta
solamente es visitada
por el buitre y la cigüeña,
que en ella eternos habitan
colgando su nido en ella.
Al pie de esta roca, se abre
mal oculto entre malezas
Un abismo; de él pendiente
cuelga siempre una escalera,
y en su fondo, donde nunca
los rayos del sol penetran,
se divisa el arco rudo
de una gruta obscura y negra,
cuya boca está cegada
por una puerta de piedra
que gira a merced del brazo
del que por dentro la mueva.
Formidable es el terror
que inspira la mansión ésta:
la obscuridad, el silencio,
la fría humedad que hiela,
la estalactita que luce
en medio de las tinieblas
con la fosfórica ráfaga
del ambulón, amedrentan
el ánimo más valiente,
el corazón de más fuerza,
el valor más temerario.
Al umbral de esta caverna
destaca una galería
cóncava, oprimida, estrecha
y torcida, como el rastro
que deja en pos la culebra.
Un paso más, y el pavor
súbitamente se amengua,
muda el alma cautivada
por agradable sorpresa.
Es una estancia espaciosa;
de sus bóvedas de piedra
penden por rojos cordeles
tejidos de fuerte seda
cuatro lámparas, labradas
de figuras arabescas.
A su luz triste y opaca
y en derredor de una mesa,
donde de espléndida orgía
los pobres restos campean,
don Pedro Fuentencalada
sostiene viva polémica
con once sicarios suyos
de faz innoble y aviesa.
Todos visten buenas ropas
de las más vistosas telas
de Oriente, blancos tabardos
de lana fina, monteras
con airón de blanca pluma
y borceguí con espuela.
Todos, pendientes del cinto,
buídos puñales ostentan,
de plata los gavilanes;
que sólo don Pedro lleva,
como el de más jerarquía,
cumplido puñal de a tercia
con cruz de macizo oro
hecha de mano maestra,
y caja de piel de zorra
llena de rubíes y perlas.
Sentada junto a don Pedro
en un sitial de madera,
fijos los rasgados ojos
en el suelo, Magdalena
hace ademán para hablar;
mas no lo consigue apenas,
cuando surca sus mejillas
llanto que ocultar intenta
en vano, con una risa
terriblemente siniestra.
Cesa un momento; dirige
una mirada sedienta
a la metálica luna
en cuyo fondo contempla
su rostro del sol tostado
y exclama la triste:
-¡Vieja!
¡Don Pedro!... ¡Tenéis razón!
Vieja os parezco y debiera
creeros, porque mis lágrimas,
doquier que voy, no me dejan,
y las lágrimas marchitan
la juventud y la afean.
Mas... ¿por qué no me afrentasteis,
don Pedro, de esta manera,
cuando, perseguido, errante
os recogió en su vivienda,
partiendo con vos su pan
y los leños de su hoguera,
aquella pobre gitana
para vos entonces bella?
Sí; ¿por qué no me ultrajasteis
antes de que os conociera,
antes de que en vos fiara,
creyendo vuestras promesas?...
¡Ay de mí!, que si yo entonces
desdeñase vuestras tiernas
caricias, vuestros halagos,
vuestras frases lisonjeras;
si, cuando vos me decíais:
«Yo te amo, gitana pérfida,
ámame tú y a mi lado
serás feliz», yo os dijera:
«Id en mal hora, don Pedro,
que soy libre en mi pobreza
y no quiero vuestro amor,
porque el amor me encadena.
Si, en fin, asiéndoos de un brazo,
de este brazo, en cuya arteria
hay sólo sangre cobarde,
porque hace un instante apenas
se alzó, amenazando osado
con un puñal mi existencia,
os arrojase a los pies
de las huestes portuguesas
que iban a voz de pregón
pidiendo vuestra cabeza,
y les gritare: -¡Ahí tenéis
lo que buscáis; la doncella
que tiembla, que palidece,
que llora en vuestra presencia,
es don Pedro, el arrogante
don Pedro, aquel cuya diestra
mandó con poca fortuna,
mas con intención certera,
al pecho de don Alfonso
de Portugal una flecha!...»
«¡Oh! ¡Entonces no me afrentarais
como hoy lo hacéis: en mi senda
de espinas, abandonada,
pero llevando doquiera!
Por compañía mi llanto
y el rigor de mi anatema,
fuera feliz sin amaros,
sin gozar de estas riquezas,
sin vuestros besos perjuros,
sin vuestras caricias pérfidas!»
Y esto diciendo, fijaba
su mirada Magdalena
en don Pedro, cuya faz,
roja por la ira colérica
que la indignación le imprime,
su alza imponente y severa.
Breve instante de silencio
sucedió, calma siniestra,
cual la que anuncia en el mar
el equinoccio que llega.
Luego, tendiendo don Pedro
su mano, ruda y enérgica,
dijo con la voz del trueno
cuando inflamado revienta:
-Maniatad a esta mujer
y una mordaza ponedla,
mis lebreles: ¡yo lo mando!;
sed prestos a la obediencia.-
Y como si estas palabras
anuncio de muerte fueran,
todos bajan al oírlas
abrumada la cabeza,
cual si el temor y el espanto
ocultar así quisieran
a los ojos de aquel monstruo
cuyos mandatos respetan.
-Obedeced prestamente,
o ¡vive Dios! que con vuestras
cabezas haga escarmiento
de gente traidora y perra.-
Y al reflejo mortecino
de las lámparas que cuelgan,
todos los rostros se cubren
de palidez cadavérica
y sólo el sollozo se oye
de la pobre Magdalena
que de rodillas demanda
a su tirano indulgencia.
-¡Don Pedro, don Pedro mío!
¿Tanto os afrentó mi lengua
que así mandáis que me traten
los que homenaje me prestan?
¡Amordazarme! ¿Y por qué?
¿Por qué, cuando a mi querella
dio margen vuestro desdén
y el rumor de vuestra ausencia?
¡Ved, don Pedro, lo que hacéis!
¡Ved que ya viva, ya muerta,
mi sombra con vos irá
por donde vaya la vuestra!
¡Ved que os adoro, don Pedro;
ved que mi fe no se quiebra
con befos ni con mordazas,
con aceros ni con flechas!
¡Ved que tengo de seguiros
hasta que me falte tierra
en que pisar, y es en vano
que os afanéis porque muera!...
Yo no he de morir, don Pedro;
no he de morir, porque vela
en mis entrañas el hijo
de vuestro amor y mi afrenta,
por el nombre de su padre
y por mi pobre existencia.-
Mas estas tristes palabras
en don Pedro no hacen mella
y sólo consiguen dar
a su coraje más fuerza;
y mientras, montando en cólera,
la mano a su cinto lleva,
muda la turba le mira
y estupefacta contempla
que de aquel drama sombrío
la catástrofe se acerca.
Entre tantos miserables
no se brinda uno siquiera
a ejecutar el mandato
que el capitán los ordena;
que todos, aunque villanos,
no tienen en su conciencia
remordimiento de ultraje
a una mujer indefensa,
y todos, antes de ser
cobardes, páranse y tiemblan.
Páranse, pero ¿qué importa?
Nada a don Pedro le arredra,
y siempre su brazo alcanza
donde su anhelo le lleva.
Don Pedro no se detiene
cuando concibe una idea,
y antes muere en la demanda
que renegar de su empresa.
-¡Cobardes! -dice rabioso
al ver que por vez primera
todos permanecen mudos
a sus órdenes perversas-.
Si sois tan viles que sólo
matáis al que os da su hacienda,
dejando desamparados
sus deudos y parentela,
volved el rostro, mezquinos;
¡que vuestros ojos no vean
morir a un ser que ya nada
puede esperar en la tierra!-
dijo- y alzando el puñal
a lo alto de su cabeza,
dos veces rasgó iracundo
el pecho de Magdalena...
Tenues gemidos de angustia,
entre gritos de sorpresa
y de terror resonaron
por las bóvedas de piedra,
repitiéndose sus ecos,
como un lúgubre anatema
por el dédalo que forma
la tortuosa vereda
obscura, cóncava y húmeda,
de la galería extensa,
hasta perderse en la boca
de aquel abismo, allá fuera.
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Y mientras tanto, don Pedro
carga su víctima a cuestas;
atraviesa silencioso
la distancia que promedia
desde las negras entrañas
hasta el nivel de la tierra,
y apareciendo un instante
después encima la cresta
de la roca donde anida
la quejumbrosa cigüeña,
dice, mirando con risa
satánica a Magdalena:
-Por Dios que no cumplirás,
gitanilla, tu promesa;
si viva ha sido tu intento
lanzarte en pos de mi huella,
a fe que hacerlo no puedes
cuado te contemplo muerta.-
E irguiendo en brazos el cuerpo
de la egipcia, que chorrea
a borbotones la sangre
de las heridas que lleva,
lanzolo en medio al espacio
y rebotando en las breñas
rodó como una avalancha
hasta hundirse en el Bernesga.
***
-Ya estamos demás aquí-
exclamó Fuentencalada
al penetrar nuevamente
donde sus gentes le aguardan-.
La noche nos favorece
por lo obscura, camaradas;
los caballos nos esperan
y es muy larga la jornada.
En marcha, pues, mis lebreles;
que el plazo cumple mañana
y es fuerza no reposar
hasta llegar a Milmanda.-
Y la legión de bandidos
a quien don Pedro avasalla,
fiel a su voz imperiosa
abandonó aquella estancia.
Oyose a poco un relincho
y el estrépito que causan
doce potros al galope
que por la montaña bajan;
luego el ruido que producen
al atravesar las aguas
del Bernesga; luego un grito
penetrante, y luego nada
más que el son de la tormenta
y el trueno que ronco estalla,
a tiempo que del relámpago
a la luz intensa y cárdena
se mira una sombra que huye
vacilante, incierta y vaga,
por el camino que siguen
don Pedro Fuentencalada
y su gavilla, compuesta
de sus once camaradas.
IV
Silba en tanto en los cristales
del castillo de Milmanda
el viento, que sus almenas
azota con ronco son,
y crece el agua en su foso
hasta lamer la baranda
del puente, cuyas cadenas
penden desde el murallón.
La noche cubre del valle
los horizontes estrechos:
hay en las sombras acechos
felinos, de tigre audaz.
Todo reposa; tan sólo
se escucha cómo desmaya
el clamor del atalaya
que anuncia: ¡Dormid en paz!
¡Dormir! Dichoso el que siente
en lecho de áureo palacio
ese grito en el espacio
lánguidamente morir
sin que, desvelado, insomne
por el dolor, el oído
pueda escuchar repetido
ese eco otra vez gemir.
Dichoso el mortal que en sueños,
sana y libre su conciencia,
de ese acento la cadencia
en otro mundo escuchó,
donde el alma dulcemente
reposa alegre y tranquila,
cuando sobre la pupila
el párpado resbaló...
¡Cuán dulces son y encantadas
las breves horas de sueño!
¡Qué espacio tan halagüeño
llega el espíritu a ver
cuando, inerte la materia
que le atrofia y esclaviza,
fugitivo se desliza
lo infinito a recorrer!
Dueño entonces absoluto
de su imperio detentado,
cual sultán que destronado
regresa al perdido harén,
así feliz el espíritu
hacia su patria se lanza
por regiones de esperanza,
en ansias de amor y bien.
Y allí admira las florestas,
cuyas plantas olorosas
crecen lozanas y hermosas
en un perenne verdor,
y las bullidoras fuentes
de aguas puras, cristalinas,
donde saltan las ondinas
de su corriente al rumor;
y los jardines poblados
de dalias y de azucenas,
de violetas y verbenas,
de fragancia sin igual,
y los nópalos, que crecen
entre los céspedes suaves,
donde preludian las aves
su cántico matinal;
y los palacios, colgados
de fantásticos doseles,
cuyos altos capiteles
piérdense en un cielo azul,
y en sus mágicos salones
bajo bóvedas de oro,
vírgenes cantando a coro,
veladas en blanco tul.
Todo cuanto en su delirio
puede ver la fantasía,
de espléndido en la armonía,
de armonioso en la ilusión,
todo, en su rápido vuelo,
lo mira el alma extasiada,
mientras duerme fatigada
la materia en su abyección.
¡Sí! Dulces son y encantadas
las breves horas del sueño;
mas ¡ay! de mortal beleño
para el que velando está,
la conciencia torturada
por recuerdos de amargura,
crímenes que en guerra dura
tienen al alma quizá.
Tal don Ramiro que, loco,
sobre su lecho se agita,
lleno de angustia infinita
y de cobarde terror;
tal don Ramiro, que clava
sus turbios ojos con ira
en una sombra que gira
de su lecho en derredor.
Sombra, sí, cuya amarilla
mano, flaca y descarnada,
va extendiéndose crispada
poco a poco hasta su faz,
como si en ella quisiera
descifrar oculto enigma
o imprimir algún estigma
de deshonra pertinaz.
Sombra loca, vengativa,
que cual burbuja aparece
y se hincha de pronto y crece
haciéndolo estremecer,
hasta que revienta en risas
de sonido funerario,
como el que del hondo osario
arranca un cuerpo al caer;
que modula a sus oídos
blasfemias y maldiciones,
y entona impías canciones
con sordo acento infernal,
ya postrándose de hinojos
de don Ramiro en el lecho,
ya atormentándole el pecho
bajo su planta brutal;
que se arrastra por las losas
rabiosa y enfurecida,
o levanta removida
ceniza vana su pie,
y difunde por la estancia
claridad amarillenta,
a cuya luz, macilenta,
su angustiada faz se ve.
Faz sin formas ni contornos,
carcomida, esqueletada,
lívida, despestañada,
sin expresión ni color,
y a cuyo mondado cráneo,
como lisa calabaza,
una corona se enlaza
con fatídico primor...
Corona que nada arguye
de su esplendor fenecido,
hierro viejo, enmohecido,
corona que fue de rey,
cuando, en rubíes engastada
y en piedras de gran valía,
un monarca la ceñía
cuya voluntad fue ley.
¡Oh! Y esta sombra es su sombra;
la sombra de aquel guerrero
que al dar su aliento postrero
pidió al Señor, al morir,
la gracia de aparecerse
al que traidor le vendiera,
y hoy viene a su cabecera
la atroz venganza a cumplir.
¡Sí, ésta es la sombra angustiada
del rey que, ingrato privado
vendió herido y maniatado
al de León, Santarén,
a cambio de las caricias
de una esposa noble y bella,
tras cuya rápida huella
queda una sombra también!
Y don Ramiro se espanta;
y en su dolor inhumano,
quiere apartar con la mano
aquel fantasma de sí;
pero, inútil su porfía
y estériles sus antojos,
adonde vuelve los ojos
la sombra se encuentra allí...
Y ya en su lenta agonía,
rabioso, desesperado,
va a gritar desalentado
en demanda de favor,
cuando siente con fiereza
comprimida su garganta
y un acento que le espanta
y le llena de terror.
Súbito entonces sus ojos
miraron desvanecerse
las visiones y perderse
de su lecho en el dosel,
como fugaz pesadilla
de desolada quimera,
tras de la cual nos espera
una verdad más cruel...
Y es que el plazo ha terminado,
y al terminar su jornada,
don Pedro Fuentencalada
en Milmanda se encontró,
y tras una breve lucha
con las gentes del castillo,
tintó en sangre su cuchillo
por sus puertas penetró.
Dejó en los patios su gente
al amor de grata lumbre,
y mandó a la servidumbre
del castillo aprisionar;
y con grave y firme planta
sin que nada le recele,
llegó al fin adonde suele
el de Acosta reposar.
Rápido bajó el embozo
del bien cumplido tabardo;
se adelantó con pie tardo,
y al noble altivo miró.
Guardó silencio un instante
y con voz enronquecida,
así con el regicida
estas palabras cambió:
DON PEDRO ¿Conocéisme, don Ramiro?
DON RAMIRO¡No os conozco!
DON PEDRO ¡Cosa rara!
A mí, en cambio, me bastara
oír vuestra voz fatal,
para teneros al punto
por el ingrato valido
del señor rey fenecido
Alfonso de Portugal.
DON RAMIRO ¡Infierno! ¿Quién sois?
DON PEDRO No es
hora
de revelároslo, acaso;
antes, por ser muy del caso,
una historia os narraré,
para que brote el recuerdo
más presto en vuestra memoria;
es una historia esta historia
que no olvidáis ni olvidé.
Tras cuyas breves palabras
calló don Pedro un momento
y osado tomando asiento,
en un cómodo sitial,
comenzó de esta manera
la narración que anunciara,
mas no sin que antes cuidara
de requerir su puñal.
V
«Corren de mayo los postreros días
y es una tarde de serenas auras;
la fresca primavera en su apogeo
de verde mirto y rosa engalanada,
opulenta en sonrisas los vergeles,
los bosques y las selvas visitaba.
»Iba a cumplir el sol en Occidente
su cotidiano exilio; con él marchan
la luz y la armonía, sobre alfombras
de nubes de carmín y de esmeralda.
Regio proscripto, el paso detenía
al columbrar las últimas montañas,
suspiró con las auras gemidoras,
tendió al espacio la postrer mirada,
y al ver la luna enseñorearse alegre
sobre el cenit, donde moró su alcázar,
agitó sus melenas fulgurantes,
mandó un adiós a su perdida patria,
y con rápido paso huyó iracundo
allá en el mar a sumergir sus lágrimas...
»Iluminan tan sólo el firmamento
tibios rayos de luz amortiguada
entre la débil sombra confundidos
de una noche tranquila que avanzaba,
cuando, por una senda que al viajero
conduce a Badajoz, se destacaban
negros bultos informes, movedizos,
como de muchas gentes que cabalgan,
ronco son de atambores y clarines
que en ecos penetrantes se dilata,
y el acerado brillo que producen
yelmos, escudos, picas, cotas y hachas.
»Eran gentes de guerra, a crudas lides
y en cien y más combates adiestradas,
gente ruda y salvaje cual las rocas
que el padre Tajo con sus ondas, baña;
eran los dignos hijos de Viriato
que cuentan por victorias sus batallas
y entre los que nacisteis, don Ramiro,
como para negar sus prendas altas.
Ávido de conquistas, don Alfonso,
rey de los portugueses, caminaba
sobre un caballo indómito, delante
de sus guerreras huestes y bizarras.
Caminaba sereno, denodado,
esculpido el valor en la mirada,
de ensanchar sus dominios codicioso
tal vez acariciando la esperanza.
Vos erais su valido, y a su lado
don Alfonso un lugar os dispensaba;
que sin vuestro consejo y vuestra venia
no excita al enemigo ni lo ataca.
»Cesó el clarín; al rayo de la luna
destacáronse ya, no muy lejanas,
de Badajoz las torres, cuyos muros
iban a ser testigos de una infamia.
Acamparon las huestes, y entretanto
que las perdidas fuerzas reparaban
con un breve descanso, don Alfonso
trazó, selló y os entregó una carta.
«-Id -os dijo después-, id, don Ramiro,
a saludar al rey de aquesa plaza,
y decidle que un rey tan poderoso
como el rey de León aquí le aguarda;
decidle cómo vengo en son de guerra,
de estos grandes dominios en demanda,
y cómo están dispuestos mis soldados
a morir por el triunfo de mi causa.
En ese pergamino le encomiendo
la razón que me asiste a esta jornada.-
»Vos partisteis ligero como el rayo;
quien viera vuestro gozo, no dudara
que erais vos de este reto el responsable,
trama por vos urdida y preparada.
»Vacilando entre el miedo y la avaricia,
llegasteis presto al castellano alcázar;
hablasteis con el rey que, deferente,
os hizo grande honor, y al leer la carta
quizá su corazón latió violento,
tal vez su hermosa frente se anublaba...
»No es un temor cobarde, no es el miedo
a sostener la lid lo que le espanta:
¡no hubo jamás cobardes en Castilla!
Lo que al rey don Fernando le aterraba,
era pedir al portugués un plazo
para entablar la lucha provocada.
»Mas ¿qué hacer, si sus tropas valerosas,
sus fuertes caballeros y mesnadas
derramaban su sangre en suelo extraño
de la justicia y del honor en aras?
»Y abrumado su reino por contiendas
y discordias civiles, amagada
su corona y a guerra apercibido
por las fuerzas que manda el de Navarra,
¿cómo podrá luchar? ¿de qué manera
probar esfuerzo ni reñir batalla?
»¡Ay! A tales preguntas, don Fernando
sobre el pecho la frente doblegaba
y -¡Rendirme! ¡Oh, jamás!- en sordo acento
sus balbucientes labios murmuraban...
Vos comprendisteis bien cuánto sufría
su noble corazón, y vuestra audacia
nunca pudiera ser tan oportuna
como dándole al triste una esperanza
en medio de inquietudes tan horribles,
tantos crudos temores y asechanzas.
¡Y esa esperanza se la disteis, bella
y halagadora, mas cobarde y falsa!
»¿Vais haciendo memoria, don Ramiro,
cuya es la voz que tan altiva os habla?
Mas dejad que prosiga; queda poco,
y es lo mejor del cuento lo que falta.
»Entre las damas nobles de la corte
de don Fernando de León, llevaba
la palma en donosura y gentileza
su hermana doña Elvira, de bastarda
cuna; mas para vos, sólo que fuese
de progenie de reyes os bastaba.
»Visteis a doña Elvira, y al fijaros
en la lánguida luz de su mirada;
al ver aquellos labios purpurinos,
gloria del caballero que la amaba
(porque la amaba un hombre), vos sentisteis
la codicia infernal dentro del alma,
pasión la más innoble y más funesta
de cuantas tejen la miseria humana.
»Cuando ya la codicia se apodera
de nuestro corazón, como la llama
de un incendio voraz, nada es bastante
a vencerla, extinguirla ni amenguarla,
y en vos esta codicia, de tal suerte,
con tanta rapidez se propagaba,
que aquella misma noche decidisteis
en doña Elvira, la infeliz, saciarla.
»Meditado era el plan sin duda alguna
que ibais a ejecutar para logralla;
de otro modo jamás conseguiríais
del buen rey de León la fiel palabra
de daros por esposa a doña Elvira,
que allí en solemne voto os fue empeñada.
»Mas ¿a qué proseguir? ¡Sólo al recuerdo
de aquella noche, maldecida, estalla
mi corazón de cólera y quisiera
morir, por no penar al recordarla!
Tres horas de secretas confidencias,
llamado a engaño, os dispensó el monarca.
¡Tres horas de traición! ¡Ah, don Ramiro,
que las paredes al traidor delatan!...
»Y aquella misma noche en matrimonio
la pobre doña Elvira os fue entregada;
sus quejas, sus gemidos, sus protestas,
no fueron atendidas ni escuchadas.
Tranquilo quedó el rey; vos complacido
os alejasteis de la regia estancia,
y a merced de las sombras, discurriendo
por calles tortuosas, solitarias,
llegasteis a una casa y penetrasteis.
Iba con vos la sin ventura dama
llagado el corazón, pálido el rostro,
anegados los parpados en lágrimas...
»¡Oh! En aquella mansión aborrecida,
de la que restan hoy cenizas pardas,
pues a cenizas convirtiola luego
de un famoso ladrón la mano airada,
fue vuestra doña Elvira; pero ¡nunca,
nunca su amor fue vuestro! Allí encerrada
algún tiempo quedó, y allí ha sufrido,
¡ah!, sabe Dios cuánto sufrió su alma.
Era alta noche ya cuando salisteis
de aquel negro recinto; caminabais
pálido como un muerto, cabizbajo,
torvo, como una sombra condenada;
un hombre os perseguía silencioso,
y al veros alejar cortó distancia
y de pronto os paró: -¿Quién sois?- dijisteis
al verle frente a vos como una estatua;
pero mudo aquel hombre, sin oíros,
con sonrisa satánica os miraba.
»-Fui noble -os dijo al fin-; fui caballero
de hidalga cuna y condición hidalga;
jamás con sangre de villana gente
regué la tierra ni manché mi espada,
y por eso sin duda en este instante
no la hundo hasta el pomo en tus entrañas.
Fui caballero, sí; mas desde ahora
no puedo serlo ya, porque me falta
mi numen protector, el ángel puro
que por nobles veredas me guiaba.
No puedo serlo ya, porque he perdido
cuanto fuera mi orgullo y mi esperanza,
cuanto diera valor a mis acciones
y altivos pensamientos me inspirara.
¡Tú, lusitano vil, tú eres tan solo
el que en la senda criminal me lanza,
donde el recuerdo de mi bien perdido
no vuelva más a conturbar mi alma!
¡Que el rayo de la cólera divina
al castigar mi bárbara venganza
abra también, inexorable y justo,
en tu conciencia ruin, eterna llaga!-
»Así os habló aquel hombre; sus pupilas
chispas de fuego del infierno exhalan
al girar en la órbita, y su acento
como una tempestad retumba y brama.
-¡Perdón, perdón! -clamasteis al oírle-.
¡Perdón!... -Y en tierra la rodilla hincada,
perdón mil veces con temor cobarde
del hombre aquel, doliente demandabais.
»Movido acaso a compasión, no quiso
con vuestra sangre deshonrar su espada,
y en pedazos quebrándola, arrojola
lejos de sí con iracunda saña.
-Mientras fui noble -dijo- me serviste;
hoy fueras para mí pesada carga;
y pues como hasta hoy no quiere el hado
vayas pendiente de cintura honrada,
quédate a la ventura, espada mía,
que a un bandolero su puñal le basta.-
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
. . . .
»Vos en tanto de hinojos, suplicante,
no cesabais un punto en pedir gracia;
gracia para una vida que iba a seros
con eternos dolores prolongada.
¡Cuánto mejor os fuera, don Ramiro,
morir entonces! ¡Oh, cuántas desgracias,
y cuánta expiación, cuánto martirio,
matándoos aquel hombre os evitara!
Mas no quiso arrancaros la existencia,
que fuera poco cebo a su venganza.
¡Era preciso que llegase un día
en que vuestra conciencia despertara,
y al mirar vuestros crímenes, quisierais
de vos mismo escapar, y no encontrarais
asilo ni en la tierra ni en el cielo,
ni allí ni aquí perdón a vuestras faltas,
ni clemencia ante Dios ni ante los hombres,
ni al pie del confesor ni al pie del ara!
-¡Miserable, no tiembles! Yo no tengo
sed de sangre, traidora; vive, pasa
los días que te restan entregado
en brazos de esa virgen desgraciada
a la que tanto amé. ¡Negra es tu estrella
cuando le inspiras a un bandido lástima!
Mas oye, lusitano: si algún día
esa hermosa mujer que me arrebatas
llega a sentirse madre y no son monstruos
los hijos que te dé, como de raza
lo heredarán por ti, yo, desde ahora,
te exijo donación formal y clara,
dentro del plazo fijo de quince años,
de hembra o varón, el que primero nazca.
Varón, le haré maestro en el pillaje:
matará, robará por las comarcas,
como yo robaré desesperado,
y cuando mire la segur cercana
y próximo mi fin, por toda herencia
le haré depositario de mi fama.
Hembra, con ella partiré hermanado
mis riquezas espléndidas robadas;
presentes de magníficas preseas,
diamantes y oro llevaré a sus plantas.
Por ella, en las ermitas del contorno
desnudaré las Vírgenes sagradas,
y sus fúlgidos mantos y diademas
de rubíes, de amatistas y esmeraldas,
adornarán sus hombros y sus sienes,
para al verla tan célica, adorarla.
No más quiero de ti; jura cumplirme
este postrer anhelo que afianza
la vida que te doy. Y por que tengas
una memoria mía mientras vayas
la existencia arrastrando por la tierra,
escúchame otra vez. Cuando tú hablabas
con el rey don Fernando, yo te oía
a un tiempo mismo con placer y rabia.
Sé que quieres matar a don Alfonso
de Portugal, tu rey, cuya privanza
te concedió en mal hora; sé que luchas,
empero, con temores que te espantan
y te hacen vacilar; mas persevera
en tu proyecto vil, no temas nada.
De todo triunfarás; nadie en la tierra
quedará que conozca tus infamias;
nadie podrá mofarte, ni tu crimen
para eterno baldón echarte en cara.
¡Mi cuchillo abrirá tremenda herida
del que a tanto se atreva en la garganta,
y no hay vereda sobre el haz del mundo
que para perseguirle no trillara!
Ve, pues, junto a tu rey, traidor valido;
dile que Badajoz le espera en armas;
y cuando por sus puertas victorioso
intente penetrar, yo haré que caiga
al suelo con dolor, bañado en sangre.
Corre, corre a su tienda de campaña
antes que el alba luzca, y en su frente
el ósculo de Judas ve y estampa...
»Y el bandido calló; vos le escuchasteis
con agrado tal vez. Cuanto él hablara,
si en el fondo era horrible, por lo menos
vuestros viles instintos halagaba.
Aquella misma noche, don Alfonso
penetró en Badajoz; su estrella aciaga
lo quiso así, para que ejemplo fuera
en su dolor a cándidos monarcas.
»Y cuando sus banderas en los muros
de Badajoz, la invicta, tremolaban;
cuando, ufano, entre músicas y vítores,
al aposento real se encaminaba,
súbito de su potro rodó en tierra.
Una flecha, de lejos disparada,
atravesó su muslo, y muerto acaso
creyéndole sus huestes, aterradas,
¡Traición! ¡Traición!, clamaron. Cunde entonces
por toda la ciudad grito de alarma,
despiertan sus tranquilos habitantes,
y al mirar en peligro sus moradas,
la santa paz en que hasta allí vivieran
por extranjera furia amenazada,
claman también: -¡Traición!- Y a sus acentos
ruedan peñascos por el aire, saltan
aceros por doquier, y suenan quejas
y se abren yelmos y se rompen lanzas...
»Sangrienta fue la lucha, pero al cabo
logró su triunfo el santo amor de patria,
sentimiento divino que engrandece
el alma de los pueblos y les marca
en el eterno libro de la Historia
un premio de inmortales alabanzas
»Prisionero en poder del castellano
don Alfonso quedó. ¡Con cuántas lágrimas
humedeció su lecho de dolores,
al conocer vuestra traición villana!
Su noble vencedor, siempre a su lado,
con palabras de amor le consolaba;
pero ni sus palabras ni consuelos
eran bastantes a curar la llaga
que abrió en su pecho la perfidia horrible
del ingrato valido a quien amara.
No eran bastantes, no; sólo la muerte
por término a sus males esperaba,
porque sólo en la muerte está el remedio
para quien tiene traspasada el alma.
»Mas antes de morir, a don Fernando
rogó con grande afán que os perdonara,
y proscripto os lanzase de su reino,
por única expiación a vuestra infamia.
Ambos reyes en ello convinieron,
y errante, sin reposo, hogar ni patria,
con la desventurada doña Elvira
llegasteis a estas rocas solitarias,
donde os abandonó, por ir en busca
del premio que los mártires alcanzan...
»¡Ay! ¡Pobre doña Elvira! Tú has sufrido
como jamás sufrió criatura humana;
mas si llevaste al cielo la memoria
de tu primer amante, aquellas gratas
horas de dulces besos e inocentes
tiernos halagos y caricias castas;
si no pudo la muerte en el olvido
hundir tantos recuerdos, y a la santa
mansión de los querubes, donde moras,
llega el eco mortal de mi plegaria,
¡perdona, doña Elvira, al que tu nombre
quiso borrar con sangre de su alma;
al que te vio perdida, y en el crimen
creyó encontrar consuelo a su desgracia!
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
. . . . . .
»A poco tiempo de esto, don Alfonso
dejaba de existir. Cuando expiraba,
rogó al Señor le concediese un plazo
para venir a veros a Milmanda,
en espíritu o cuerpo, y de este modo
hacer que conocieseis vuestras faltas
y alcanzar para vos misericordia
en la región de la divina gracia.
»En tanto el bandolero, deplorando
la ruindad de las flechas de su aljaba,
fugitivo por ásperas veredas,
ora salvando valles o montañas,
huía de la luz y de las gentes
que a gritos su cabeza pregonaban.
»Cansado estaba ya de esta existencia,
cuando plugo a su suerte que encontrara
una tarde de enero once truhanes
de mala vida y pérfidas entrañas;
trabó con ellos amistad profunda;
si tímido al principio se mostrara,
hizo temerse pronto, y desde entonces
todos a sus mandatos se inclinaban.
»Capitán de gavilla, vio quince años
de su vida pasar, con la esperanza
de visitaros hoy... y hoy, don Ramiro,
que ya aquel plazo de expirar acaba,
viene a exigir de vos, dispuesto a todo,
el cumplimiento fiel de una palabra...
¡Señor de Santarén! Aquel bandido,
de vos tan sólo una respuesta aguarda...»
VI
Dijo don Pedro, y alzando
altivo la osada frente,
su pupila irreverente
en don Ramiro clavó;
y al resplandor que una lámpara
por todo el ámbito vierte,
la palidez de la muerte
en su semblante miró.
Amarillentos los labios,
sarcásticos, contraídos,
los ojos entumecidos
con vidriosa brillantez
como cuévanos las sienes,
la pestaña entrecerrada,
la mejilla descarnada,
descolorida la tez...
Con afán y sobresalto
don Pedro llegó hasta el lecho
y una mano sobre el pecho
de don Ramiro posó;
mas al ver que ya no late
su corazón frío y yerto,
dijo: -¡Desdichado, ha muerto!
¡Su conciencia le mató!
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
¡La Conciencia! ¡Y hay quien duda
de la existencia del alma,
morando ese quid divinum
en nuestro mísero ser!
¿Por qué el criminal entonces
vive sin paz y sin calma
y le atormenta el recuerdo
de sus víctimas de ayer?
¿Por qué ha de sentir el hombre,
si en él, como en una roca,
no deja impresión alguna
la brisa ni el huracán?
¿Qué fuerza del mal le aleja?
¿Qué fuerza al bien le provoca
y a la perfección le impele
con inextinguible afán?
¡Tú sólo, Conciencia, azote
del reo, del justo palma,
estrella polar del alma
que eterna gira hacia ti!
¡Tú sólo! Y cuando te niega
el humano entendimiento,
tú, con un remordimiento
le respondes: ¡Heme aquí!
Confuso quedó don Pedro
junto al lecho mortuorio,
el pensamiento sumido
en honda meditación,
admirando de la vida
lo fugaz y transitorio
y sintiendo en su conciencia
un dulce afán de perdón.
Entonces vio deslizarse
toda su vida pasada
en el crimen malgastada,
carcomida de pesar,
y anhelaba una existencia
para el resto de sus días
de esas santas alegrías
que suele el amor brindar.
Y paraba la memoria
en su doña Elvira amada,
dirigiendo una mirada
al cielo, que a buscar fue;
pero un imán poderoso
que a su pupila se aferra,
lo hace mirar a la tierra
con más ahínco y más fe.
Y es que doña Dulce llora
su orfandad y desconsuelo
sobre el helado cadáver
del que su padre llamó.
-¡Padre, padre mío! -exclama;
¡Me dejas sola en el suelo!
¿Me dejas sola, mi padre,
y no he de morirme yo?-
¡Pobre niña, condenada
antes ya de que nacieras
a vivir sacrificada
de una traición al poder,
de tu pena a la amargura
paz ni alivio en vano esperas!
¡Ni consuelo, ni ventura
ni descanso has de tener!
Llora, doña Dulce bella;
llora, doña Dulce, llora,
porque don Pedro te adora
desde que tu faz miró...
¡Triste herencia de tu madre,
su hermosura fue tu ornato,
y él que vio en ti su retrato
como a tu madre te amó!
Obras completas de Curros Enríquez
Manuel Curros Enríquez,
Si gustas puedes escribirme para darme tu opinión:
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