Poesía de:
Julio César Aguilar
ÍNDICE
VUELTA
A LA PÁGINA PRINCIPAL
Soy el guardián...
Soy el guardián
de la noche,
administrador de los sueños
y de las conquistas.
Mientras ella duerme, contemplo
desde la sombra
la obstinación de la luna.
De sus entrañas
brota mi voz,
sé que me sueña,
¿o es que sus ojos
son mi espejo y su nombre
mi apellido?
De pronto se desliza
entre mis hombros
y estamos juntos.
Me introduzco
al sueño respirando
de su aliento minutos breves.
Somos uno.
Permanecemos bajo paréntesis
hasta que el balbuceo de la luz
mina nuestras paredes.
La noche entonces
abre mis ojos,
baja mis párpados
y al verdadero mundo
me lanza.
Nada, sino tu sombra...
Nada, sino tu sombra
galopando.
Va y viene a través de las cortinas
translúcidas del pensamiento.
Y la atrapo.
Y consagro
las palabras
al silencio de tus manos.
Ah, la fatiga.
Cavé una fosa, en vano,
para tu luz distante, imperecedera.
Mas nada. Nomás la sombra
de un fantasma.
Mañana escucharé...
Mañana escucharé
el eco de tus pasos
en mi memoria,
no para reconstruirte,
sino para negarle al tiempo
su complicidad con el olvido.
El corazón
Amanece
tras un instante
y otro
ritmando sueños,
silbándole al sol
la memoria
de una leyenda.
Alza
su propio eco
hacia el más alto pino
de la noche lenta.
Bajo
el aliento palpitante
de la muerte
renace siempre
amaneciendo.
La flor en la tierra
La semilla de la muerte
que ha de germinar al sol
revienta bajo la tierra.
Las manos de Dios alegres
que desgranando los días
cultivan la muerte ya
trabajan siempre la tierra
desde el único principio
de la extensísima vida.
Apenas una raíz
asciende hacia el infinito,
mientras Dios medita y ve
los vastos frutos de luz
que van a cubrir la tierra.
Está la flor de la muerte
brillando sobre la tierra,
y con su esencia perfuma
el aire todos los aires:
los rincones de la vida
donde se deshoja eterna.
Hacia la muerte
Como moneda
que lanzara Dios al abismo,
sin detenerse,
ruedan los días
hacia la abierta alcantarilla
por la que exhala, en su locura,
su desorden la infatigable muerte.
Y nosotros,
con el afán de rescatar la moneda
y de hacerla propia,
tras ella rodamos.
Arrojados al vacío
igual que desechos
por el Dios invisible,
junto con la moneda nosotros
vamos también al respiradero
donde, irremisiblemente,
un pedazo de nuestras vidas,
cualquier día al fin, ha de arrastrar
el asfixiante tumulto de sus aguas.
Canción
Hay en tu boca
la luz de un hálito
que resplandece
Desde tus ojos
más cercano es
el horizonte
Un canto alegre
mi sueño canta
para tu boca
Renace el mundo
vivos mis ojos
en tu mirada
Medianoche
Los pensamientos, hoy perdidos,
en la eternidad de mi noche
buscan su cauce, su destino.
Llega de unos gatos la cópula
de lejos hasta mis oídos.
Ya por debajo de las sábanas
más helado se vuelve el frío.
A través de un terco reloj
muy lentamente me aproximo
a los latidos del silencio
más rotundo y definitivo.
Custodiando en la oscuridad,
antiguos fantasmas amigos
con su pasado ríen-saltan:
dan un salto desde el olvido.
Entonces enfrento la noche
armado de mí, de mí mismo,
y empiezo después a escribir...
El instante es el camino
Árbol antiguo visto desde una infancia,
el tiempo se deshoja, floreciendo,
siempre reintegrándose a sí mismo,
firme ante los aires de cualquier viento,
ante los vientos de la muerte,
el viento iracundo de la nada.
Suspiro interminable es caminar el tiempo,
jugar un juego que no acaba
dentro del árbol de las horas,
muy adentro del ramaje más caudaloso.
Si los pasos se detienen en su marcha
los abandona el tiempo a la intemperie,
pasos perdidos son hasta reencontrarse.
!Y qué laberinto es el camino!
(Pero encuentra el pie su huella, y al momento
retoma su destino y se desborda.)
Mientras el tiempo se hunde
en su savia brevieterna,
de las ramas, fruto pleno,
asciende uno hacia el fondo de la vida.
La espera
Ha vuelto a madurar la fruta sobre la mesa,
las flores de las macetas ya se secaron,
enterradas las cosas bajo el polvo
¿qué se puede hacer?
Los anocheceres dan fe de la espera,
la multitud de estrellas -testigo perpetuo-
sin duda alguna lo sabrá decir,
pero a quién sino al corazón
que a veces siento caduco,
imposible para vivir: endurecido.
El florecido sueño
En la fertilidad de tus manos inacabables
puse anoche a dormitar el sueño
más largamente soñado,
y ya ves ahora, mano tan abierta,
cómo de tus costados, poco a poco,
lúcidamente va enraizándose,
dando al aire su aromada luz
que apenas se irradia.
No ráfagas de amor es lo que pide el beso,
sino habitar en tus manos
que son mis manos:
claridad de la luz en la luz,
labios del amor verdadero;
y en la perfección de tu magnífica mano
darle dichoso a los días
un tiempo que sea mi tiempo,
siempre eterno de amaneceres
igual al sol de la vida.
El florecido sueño tiene el sabor de tus manos,
y tus manos saben a lo que sabe la fruta
cuando madura bajo las manos de Dios.
Sólo un rumor
Ven, aún es tiempo de habitar el paraíso,
me dije
cuando en el alma crecía tal deseo
como un rumor de aves:
eran pájaros que no cantaban,
batir de alas en desventura.
Me acerqué a la luz de la conciencia,
no vi nada.
Fui entonces a las cavernas interiores
y pude seguir las huellas del polvo
conduciéndome al olvido,
a la cruel indiferencia.
No dije más.
Comprendí que aquel deseo, mínimo,
era sólo un leve, lánguido rumor.
El desierto del mundo
A través de la ventana (que son mis ojos)
veo el desierto del mundo
y miro lo que puedo, lo que sé mirar:
¿qué fuera yo si no fuera lo que soy?,
¿qué soy en este desierto
sino un cactus, un animal salvaje,
un insecto más?
¿Sería acaso el sol enfermizo,
el veneno de los alacranes
o el silencio devastador?
Descendiendo las escaleras del tiempo
no arribo a ninguna parte,
por eso me callo, por eso me voy...
Cierro la ventana
y me encierro en la oscuridad
de mi espíritu.
Si acaso...
Yo nada pido, nada
estoy diciendo, no,
es nada lo que quiero
al decir lo que digo;
mínimamente es nada
esto que estoy diciendo.
Si acaso, la conciencia
de no saberme muerto,
de pretender subir
por rumbo misterioso
a ese gran misterio
de la palabra dicha.
Yo nada pido, nada
estoy diciendo, no,
sólo sé que es del canto
la inevitable voz.
Nada puedo pedirte
Dame lo que me quieras dar, Señor,
nada quiero pedir, nada te exijo,
hoy ya comprendo que si miro el cielo
es tu resplandor de luz lo que miro;
cuando me siento extraviado en la noche
en tus estrellas encuentro el camino.
Eres, Señor, agua para la lluvia,
para los manantiales y los ríos;
en el arcoiris tú estás presente
en las sombras escucho tus latidos...
Nada puedo pedirte, Señor, nada:
creo en tu amoroso amor siempre vivo.
Escribes...
Escribes
bajo el fulgor de la noche,
sintiendo su influjo
como un llamado a la escritura.
Piensas entonces que la noche
uno a uno
te dictará los versos.
Pero en verdad, nada dice.
Solamente los grillos,
entre sí,
e dicen su cuento;
ah, y también las lechuzas.
Sigues esperando que la noche te hable,
y nomás un coro de estrellas lejanas
deletrea tu presencia.
La hora
Vuelve la luz
a hacerse luz, plácida claridad
en el vaivén de sombras,
y la calma otra vez, el remanso
donde reposa -como en el sueño el insomne-
su paso frenético el corazón.
El aire que se respira
se hace respirable,
y el paisaje a cada mirada
recobra el color y la forma.
Surge a la vida
el que vive en la muerte y muere de nada.
Esta es la hora de la resurrección.
Ecos de la agonía
Fui sólo sombra
habitada por el desdén, por los caprichos
de la luz vagante.
Fructificó en mi ser la desventura
y puntualmente repartí sus dones;
a veces la alegría dejaba en el aire su estela.
Árbol solitario, pan
de la multitud, fui
lo que pude.
De repente todo se va muriendo.
(!Dios, cierra los ojos
y mira tu obra
y compadécete
de ti!,
pero si soy yo el hacedor
de tanto fruto estéril, mándame
de una vez al infierno
y olvídame.
!Acaba ya conmigo, Dios,
tú ganas!)
Hoy, al borde
de esta tarde
yo también me muero,
para luego tal vez recomenzar...
De claridad y esperanza
A mi voz susurró el tiempo
su historia de claridad
y esperanza,
y
por mi lengua de barro
yo supe
que también a la muerte se canta.
Vine a este cielo -sólo vine-
para alumbrar con la flor
de mi verso
la tristeza,
pero he de saber
que en la tierra
la alegría-alegría
igualmente
es flor luminosa.
En mi boca
florecen los himnos
que son del mundo canción
y el mundo, río en mi sangre,
es ríomundo, pero siempre sangre.
La consigna y el milagro
Volver a tus dominios, infancia,
acercarse es lentamente
a la explosiva boca de un volcán
y luego ¿para qué volver entonces
al origen del desastre
donde aún el escombro
es el reino de la insania
y una voz de látigo, férrea
para el castigo y la zozobra
hace cumplir puntualmente su mandato?
¿Para qué, entonces,
escarbar lo caminado
y hundirse en las cenizas
de un esplendor fallido en cuyas ruinas
aguarda temeroso un niño?
Regresar a la infancia
y salvar al corazón de su infortunio
han de ser la consigna y el milagro.
Elegía de la pierna
A la sombra de su estatura
bendice tú la harina de su hueso, ceniza caminante
en triste enflaquecido músculo
y piel de nardo.
Para que vuele, para que
no se incendie, sacúdele
la rabia que la aniquila.
Que en un grito alarido enorme resucite
y si no, luego entonces
nuevamente crucifícala.
Ha callado tanto tan silenciosamente
que ya no escucha, que no obedece más
los desvaríos de aquél que habla,
del que empinó en su copa
toda la embriaguez del infortunio
escondiéndose pronto luego en su corazón
que sabe sólo dar
caídas de ciego.
Huellas del llanto
Como abandonados huérfanos, habitantes
del olvido, mis viejos zapatos
repasan todavía su historia
desde el recinto de las añoranzas y lo inservible.
¿Cuántas aún lágrimas tendrán por decir?
Oh tan míos mis sufridos zapatos
ejemplos de mi sinamor.
Muchas veces huir quise de sus tribulaciones:
contemplé los caminos que no anduvieron y ahondé
a la selva en la que me perdí.
Qué importa si con sus agravios
ahora me persigno:
aun así no restaño el cuantísimo tiempo
que por mi cobardía engañé el rumbo,
la dirección de su ortopedia
para juntos no andar
hacia el horizonte de nuestro destino.
En el país de los zapatos
los míos optaron por el exilio,
y aunque sobre todo mártires
de mi vergüenza,
ellos el espejo y mi referencia son.
Porque metáfora posible no hay
para llorar tanta amargura
yo sólo pienso, ay
amargos los zapatos míos
como triste fue mi corazón.
Mundonuestro
Del niño que respiró en mí
alimentado de mi sangre
y con mis huesos protegido,
de ese solo niño
criatura amarga,
no sé exactamente
si algo de su ser
perdure aún, invicto
en su catástrofe de miedo.
En realidad, me sobrevive
su mirada, relámpago furioso
partiendo en más de dos mi nombre.
A través de sus turbulencias imágenes
sueño lo que él mira, deseo
lo que su pensamiento imagina.
(Ese que canta soy yo.
El que conjura con sus versos
el desenfreno agrio de la locura,
enclaustrado en su atalaya de muerte
esperanzada.)
No. No ha muerto y no morirá.
Lo sé ahora, cuando descubro
que erige nuestro mundo desde sus sílabas
de cataclismo y fuego.
VUELTA
A LA PÁGINA PRINCIPAL