Poemas de el gran
poeta
Antonio F. Grilo
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A "LOS POETAS" |
La Virgen de la Fuensanta
Virgen de la
Fuensanta,
sol peregrino,
rosa de los rosales
del paraíso,
Blanca azucena,
aurora que ilumina
toda la tierra:
Paloma de los cielos,
flor de las flores,
céfiro de la Gloria,
sol de los soles;
Lago que guarda
entre nardos y lirios
olas en calma:
Iris en la tormenta,
perla en los mares,
entre el mundo y el cielo
virgen y madre;
Cielo en el mundo,
y en el mar de las penas
puerto seguro:
Hoy a tu altar divino,
virgen bendita,
vengo a pulsar las cuerdas
del arpa mía.
Conmigo vienen
a celebrar tu nombre
los cordobeses.
Asilo de la Virgen,
concha cerrada
en donde está la perla
de la Fuensanta;
Templo del valle,
morada misteriosa
que guarda un ángel:
Torre del santuario,
la que se encumbra
entre el laurel de huertas
que la circunda,
Torre clavada
entre frutas y flores,
juncos y palmas:
Isla santa en los mares
de los dolores,
recinto que perfuman
las oraciones;
Nave divina,
arca de los milagros,
preciosa ermita.
Alcázares, orgullo
de las ciudades,
monumentos altivos,
torres gigantes,
Montes azules
que voláis a esconderos
entre las nubes;
Palacios y naciones,
soberbia Tiro,
colosal fortaleza,
feudal castillo;
Glorias del arte,
cúpulas atrevidas,
templos brillantes;
¿Qué sois ante la iglesia
blanca y humilde
donde tiene su trono
la Santa Virgen?
¿Qué regio alcázar
igualará a la ermita
de la Fuensanta?
A su alredor los frescos
cañaverales
sombra dan a sus muros,
música al aire;
Y allí en las noches
suspiran escondidos
los ruiseñores.
Roncas se precipitan
dentro las huertas
de la crujiente noria
las tardas ruedas;
Ruedas que bajan
y que en búcaros frescos
suben al agua
Cerca del santuario
resbala el río,
esclavo en la ribera,
viejo cautivo;
Genio indomable,
que por ver a la Virgen
rompió su cauce.
Sobre la abierta orilla
lanzó sus ondas
para ver, Virgen mía,
tu regia pompa;
Y al acercarse
perfumó sus corrientes
en tus altares.
Más allá de tu ermita
nunca fue el agua;
allí tu altar divino
la sujetaba,
Y fugitiva
al reflejar tu imagen
retrocedía.
Aún era yo muy niño
cuando mi madre
me hizo pisar las gradas
de tus altares,
Y de rodillas
tu dulcísimo nombre
me repetía.
Ni la miel que despiden
rubios panales,
miel que dan a la abeja
los azahares;
Ni los aromas
que en los jazmines liban
las mariposas;
Ni miel, ni flor, ni esencia,
nada es tan dulce
cual pronunciar tu nombre
que al cielo sube:
Nada se iguala
al nombre de la Virgen
de la Fuensanta.
Cuando allá bajo el cielo
de extraña tierra
miraba el campanario
de blanca aldea;
Cuando en la tarde
de algún cantar al eco
llenaba el aire;
Cuando en otras riberas,
solo y perdido,
contemplaba las olas,
de extraño río
Besar tranquilas
las solitarias gradas
de alguna ermita,
Siempre mi pensamiento
volaba triste,
y mis recuerdos eran
para mi Virgen;
Siempre mi alma
volaba al santuario
de la Fuensanta.
Más tarde, Virgen mía.
Llamé a tu puerta,
implorando el auxilio
de tu clemencia.
El mundo entonces
era para mis ojos
lóbrega noche.
Hirieron mis pupilas
nubes confusas,
y entre la luz del mundo
quedéme a oscuras.
Soñé despierto,
caminaba entre nieblas,
estaba ciego.
Al implorar tu inmensa
misericordia,
la noche de mis ojos
tuvo su aurora;
Y vino el día...
y mis ojos se abrieron
ante tu ermita.
Cuando a mis ojos muertos
resucitaste,
ojos ¡ay! me faltaban
para mirarte;
Pues-nadie puede
después de haberte visto
dejar de verte.
Por ti miro la aurora
pintar las flores;
por ti la blanca luna
llenar las noches;
Por ti la tierra,
y el fervor de mi madre
cuando te reza.
Canté a la mar muy lejos
de sus orillas,
y por ti luego he visto
la mar bravía.
Mar que aunque inmensa
es tan solo un reflejo
de tu grandeza.
Tú iluminas mi frente,
pintas mis sueños,
embelleces el mundo
de mis recuerdos,
Y hasta tu nombre
es el símbolo puro
de mis amores.
Ella es la compañera
de mis pesares,
la huérfana que adora
mi pecho amante;
Fuente del alma,
que lleva el dulce nombre
de la Fuensanta.
Cuando al amor mis ojos,
virgen, se abrieron,
ante mí la pusiste
como un lucero.
Me diste un ángel,
y con tu mismo nombre
le coronaste.
Préstale a sus virtudes
eterno escudo,
y entre el pecado y ella
levanta un muro.
Sé su esperanza
al verla en tus altares
arrodillada.
Hoy que mi frente inclino
bajo tu solio,
a los tuyos elevo
mis tristes ojos.
Aquí me tienes
como oveja perdida
que al redil vuelve.
Ábreme de tu ermita
los manantiales,
en cuyas aguas dulces
beben los ángeles.
Límpidas aguas
en el pozo del templo
purificadas.
Fuente del Santuario,
fuente escondida,
la que brota serena
junto la ermita;
De tus raudales
siempre tienen las almas
sed insaciable.
Iris en la tormenta,
sol peregrino,
rosa de los rosales
del paraíso.
¡Virgen del alma!
¡Bendita sea la Virgen
de la Fuensanta!
El adiós al convento
La monja
Tras el doble
cancel del templo oscuro
donde de Dios las hijas se sepultan;
tras el labrado y misterioso muro
donde las siervas de la Cruz se ocultan.
Una mujer, cordera enamorada
de aquel santo redil que el templo esconde,
pura como la brisa regalada
que al blando acento de la mar responde,
En la profunda soledad gemía,
y al ¡ay! doliente de su dulce boca
de sus ojos el sol llanto vertía
entre la nube de la blanca toca.
Arrodillada sobre el mármol yerto,
clava en la Virgen las miradas bellas,
que atravesaban el cancel desierto
cual la dudosa luz de dos estrellas.
¿Por qué lloraba así? ¿Por qué gemía
la azucena que el templo perfumaba,
y en medio del silencio en que yacía
lágrimas y suspiros devoraba?
Era el instante fúnebre y medroso
en que espiraba el sol, y fugitivas
las luces del crepúsculo dudoso
trepaban por las lóbregas ojivas.
La temblorosa lámpara que arde
de la cóncava bóveda pendía,
como el primer lucero de la tarde
que al frente del altar se detenía.
Esclava del Señor, virgen que lloras,
oveja santa del redil divino,
del claustro entre las bóvedas sonoras
tus ocultos pesares adivino.
Hondo quebranto tu semblante abruma,
perlas derraman tus tranquilos ojos,
y de la iglesia al céfiro perfuma
el blando aliento de tus labios rojos.
Comprendo de tu pecho los latidos;
comprendo, virgen, tus sollozos puros;
el mundo, indiferente a tus gemidos,
vendrá mañana a traspasar tus muros.
Mañana, el valladar que te guardaba
no será la gigante fortaleza
donde la pompa terrenal acaba
y la jornada del martirio empieza.
Sí, que aunque vives ignorada y sola
en ese oculto y escogido puerto,
como en el campo tímida amapola,
como la palma en medio del desierto;
Aunque de Dios en el jardín sagrado
te aduermes, te embelesas y te inspiras;
aunque está por el cielo perfumado
el apacible ambiente que respiras;
Aunque en calma segura te contemplo
del hondo claustro tras la verja densa
rezar bajo la bóveda del templo
donde el alma se abisma y se condensa;
Aunque la guerra con feroz bramido
no asalte de tu celda los umbrales,
también llega esta vez hasta tu oído
la voz de las tormentas mundanales.
II
Mas si implacable la borrasca fiera
por tu santo vergel ronca se extiende,
oye el rumor de la creación entera
que tu bendita libertad defiende.
Sí, que bosques y prados y llanuras,
dilatadas laderas y colinas,
escondido solar, selvas oscuras,
abandonados campos y rüinas,
Grutas, riberas, gigantescos montes
donde la niebla entretejió su velo,
bordando los azules horizontes,
gritan, su frente levantando al cielo:
«Ocupad nuestros cárdenos escombros,
y al arte bello nuestras rocas fieles,
sostendrán colosales en sus hombros,
alcázares, palacios y cuarteles;
Mas no lleguéis hasta el hogar sellado,
la casa del Señor, el dulce puerto,
para el bullicio mundanal cerrado,
para la calma y la virtud abierto.
No destruyáis el huerto misterioso
que el santo aroma del Edén exhala,
no sorprendáis el sueño candoroso
donde la imagen del Señor resbala.
La piedra que pongáis en el camino
a las dolientes mártires del suelo,
tal vez, agigantándola el destino,
muro se vuelva que os esconda el cielo.»
III
¡Ah! si perdida vuestra mente aislada
en la tiniebla fúnebre y sombría
de la nave claustral iluminada
con la postrera claridad del día;
Si, como yo, de los tumultos lejos,
ante una luz que vacilando arde,
recogieseis los últimos reflejos
de la tranquila moribunda tarde;
Si el aura blanda en impalpable giro
os llevase, al flotar murmuradora,
el débil melancólico suspiro
del triste ser que tras la verja llora;
Si en mística oración embelesada,
como imagen del cielo peregrina,
a la sierva de Dios vieseis postrada
bajo los brazos de la Cruz divina,
No perdieran su encanto y su hermosura,
su santa unción y saludable ejemplo,
ni el templo que idealiza a la figura,
ni la figura que embellece al templo.
IV
Guardar la fe cual perla bendecida
del alma pura en el vergel fecundo;
sentir de lejos palpitar la vida,
crecer los años y rodar el mundo;
Alzar un muro gigantesco y fuerte
que aparte del placer la penitencia:
fingirse acaso el sueño de la muerte
en medio del abril de la existencia;
Ver de la luz la llama esplendorosa,
y preferir, como tiniebla umbría,
en la celda otra luz que hace medrosa
un eterno crepúsculo del día;
El bullicio trocar por el desierto;
hacer del claustro en el rincón profundo
de una lámpara sol, edén de un huerto,
del rezo un himno y de la celda un mundo;
Olvidar los halagos de la suerte;
de los martirios abrazar la palma;
esperar entre sombras a la muerte,
sin nubes ni tormentas en el alma;
Las joyas despreciar por los sayales,
y tras la verja tétrica y sombría
esconder unos ojos virginales
que el amor para el mundo envidiaría...
Es otro amor en su gigante vuelo,
es de virtudes manantial fecundo,
es el amor purísimo del cielo,
y apenas puede comprenderlo el mundo.
V
Si alguna chispa en vuestros pechos arde
de ese amor en que el cielo se recrea,
cuando escuchéis en la dormida tarde
la campana del claustro que voltea;
Cuando en medio de seres que os adoran
disfrutéis del hogar los goces puros,
recordad esas vírgenes que lloran
tras los espesos y cerrados muros.
Dejad a la hermosísima doncella
que tras los nudos del cancel se inclina,
vivir en paz cual pudorosa estrella
que del claustro las noches ilumina.
Angelical, fascinadora y grave,
hunde en la toca la abatida frente,
y allá en el fondo de la inmensa nave
de sus plegarias el rumor se siente.
Ella es la rosa que perfuma el templo,
ella es del mundo celestial viajera,
ella es de amor y de virtud ejemplo,
ella es de su jardín la primavera.
La sierva del Señor se moriría
sin su altar y sus sueños inocentes,
y hasta el aura del huerto gemiría
llorando por las vírgenes ausentes.
De aquellas melancólicas mansiones
no descorráis el misterioso velo;
no turbéis las eternas oraciones
que al mundo libran del furor del cielo.
No sembréis el camino con abrojos
a las que aisladas en la fe se inspiran,
y no empañéis con lágrimas los ojos
donde los mismos ángeles se miran.
Si crecen ante Dios embelesadas
en ese amor que la virtud enciende,
dejadlas en sus claustros, abrazadas
a los pies de esa Cruz que las defiende.
No troquéis esos templos en rüinas;
no destruyáis sus sacrosantos nombres;
no las esclavas de la Cruz divinas
penséis que son esclavas de los hombres.
No dejéis con el mundo de admirarlas
como escogidas virginales perlas:
¡si nos falta la fe para imitarlas,
tengamos el valor de defenderlas!
Que piedra que pongáis en el camino
a las dolientes mártires del suelo,
tal vez, agigantándola el destino,
muro se vuelva que os esconda el cielo.
El primer beso
En el cielo la luna sonreía,
brillaban apacibles las estrellas,
y pálidas tus manos como ellas
amoroso en mis manos oprimía.
El velo de tus párpados cubría
miradas que el rubor hizo más bellas,
y el viento a nuestras tímidas querellas
con su murmullo blando respondía.
Yo contemplaba en mi delirio ardiente
tu rostro, de mi amor en el exceso;
tú reclinabas sobre mí la frente...
¡Sublime languidez! dulce embeleso,
que al unir nuestros labios de repente
prendió dos almas en la red de un beso.
La noche
Allá en su alcázar brillante,
del espacio en lo profundo,
vio Dios palpitar el mundo
bajo su planta gigante.
Vio romperse cristalinas
del mar las ondas desiertas,
y vio de flores cubiertas
las frentes de las colinas.
Vio sobre las ondas puras
rodar el viento sonoro,
y en cataratas de oro
bordar el sol las alturas.
Miró tras la cumbre brava
que azotan los huracanes,
retorcerse los volcane
entre torrentes de lava.
Vio roto el cauce del río
que entre rocas se derrumba;
lo vio morir en la tumba
del mar que canta bravío.
Vio los torrentes de plata
copiar sonoros el cielo,
y desde la nube al suelo
hundirse la catarata.
Vio los montes virginales
vestirse nevados tules,
y allá, entre franjas azules,
las auroras boreales.
Vio nubes de mil colores
rotas poblar el vacío,
y vio temblando el rocío
en el seno de las flores.
Pájaros vio entre azahares
cantar en alegre juego,
y como puente de fuego
pintar el iris los mares.
Y Dios, al ver palpitar
tantos mundos en tropel,
para contemplarlo a Él
quiso otro mundo crear.
Y escondiendo el áureo broche
del sol que brota fecundo,
hizo meditar al mundo
con la calma de la noche.
Y por eso el hombre, en pos
de dulce, ardiente plegaria,
en la noche solitaria
ve la grandeza de Dios.
¡Ella es así!
-¿Por qué cuando te miro sin enojos,
y me voy hacia ti,
bajas al suelo tus tranquilos ojos?
-Porque yo soy así.
-¿Por qué cuando despliegas entre agravios
tus labios de rubí,
cárdenos tiemblan tus amantes labios?
-Porque yo soy así.
-¿Por qué al mirarme con callado anhelo
te separas de mí,
y reclinas la frente en tu pañuelo?
-Porque yo soy así.
-¿Y por qué no me miras cual te miro
cuando me miro en ti?
¿Y por qué no suspiras cual suspiro?
¿Y por qué eres así?
-Porque en el alma mis amores llevo;
porque los guardo allí;
porque quiero mirarte y no me atrevo;
porque yo soy así.
Mi corazón frenético la adora
y ella me adora a mí;
yo soy el trovador que la enamora
y la niña es así.
Sus mejillas rosadas y serenas
se tiñen de carmín,
porque en las niñas cándidas y buenas
el rubor es así.
También hay una flor que se intimida
ante el aura sutil;
también entre las hierbas escondida
la violeta es así.
Por eso la que guarda mis amores
tiembla muda ante mí:
porque así son las niñas y las flores
y mi niña es así!
El día de difuntos
En la invasión del cólera
Hoy canta la
humanidad
del mundo en la pompa vana
ese terrible Mañana
que flota en la inmensidad;
de medrosa soledad
miro la muerte a través,
y de un sepulcro a los pies
hoy descuelgo el arpa mía,
como la rama sombría
que se arranca del ciprés.
Ronco y fúnebre laúd,
que exhalas gritos de llanto;
¡cuán triste suena tu canto
al borde del ataúd!
De tus cuerdas la virtud
trueca el canto en oración,
y de tan lúgubre son
se arrastra doliente el eco,
cruzando de hueco en hueco
los muros del panteón.
La ermita, el monte, la cruz,
la luna que apenas arde;
el sol, que esconde en la tarde
el desmayo de su luz;
todo en su denso capuz
la noche lo va encerrando;
y mientras que van pasando
tantas visiones oscuras,
detrás de las sepulturas
está la muerte acechando.
Hoy en negros panteones
va la humanidad cansada,
llorando sobre la nada
de muertas generaciones.
Vuelan santas oraciones
por los aires fugitivos;
y de sus penas cautivos,
y de lágrimas cubiertos,
bajo el cráneo de los muertos
llegan a pensar los vivos.
Allá en la mansión desierta,
hijo de un alba sombría,
de la muerte el triste día
en las tumbas se despierta.
La luz palidece incierta
cual lámpara sepulcral;
y entretanto el vendaval,
allá en la ermita lejana,
no arrastra de la campana
el gemido funeral.
No corre el pueblo sombrío
que en su hogar doliente reza,
como en valle de tristeza
corre macilento río.
No adorna el sepulcro frío
con fantástico oropel;
no busca en raudo tropel
de la muerte el mundo inerte:
hoy, la sombra de la muerte
viene a visitarlo a él.
Canta, pueblo, en otro altar
tu súplica funeraria;
eleva a Dios tu plegaria
desde el fondo de tu hogar.
No intentes, no, traspasar
de las tumbas el misterio;
en lóbrego cautiverio
sigue oculto suspirando,
que hoy la muerte está guardando
las puertas del cementerio.
No es esa muerte atrevida
que del mundo en la corriente
nos arranca frente a frente
el aroma de la vida.
No es la muerte adormecida
que perfuma la oración;
muerte de resignación
que sola en nuestro retiro
nos roba el postrer suspiro
con besos de religión.
No es el mar que en ronco grito
hirviendo en opacas brumas,
guarda en montañas de espumas
el volcán del infinito.
No es el fantasma maldito
que en el sueño nos aterra;
no es la sangre ni la guerra
que palpitan sobre el mundo,
ni el torpe reptil inmundo
que arrastra polvo en la tierra.
Es la muerte que abrasada
con fétido aliento impuro
mancha del Ganges oscuro
la corriente emponzoñada;
es lágrima envenenada
de Satanás desprendida;
es la ráfaga encendida
que con sus alas traidoras
va trastornando las horas
en el reló de la vida.
Mas ¡ay! como el mar sepulta
en su abismo la tormenta;
como el huracán que alienta
en los espacios se oculta;
como la montaña inculta
quebranta su poderío,
así tú, monstruo bravío,
por los mundos tropezando,
al abismo vas rodando
de tu sepulcro sombrío.
Sí, que con vuelo fecundo,
lejos de estéril desmayo,
Franklín arrebata el rayo,
Colón arrebata un mundo.
Así de tu aliento inmundo
se arrebatará la esencia;
y libre de tu presencia
uno y otro continente,
irás a esconder tu frente
en la tumba de la ciencia.
El asilo abandonado,
las quejas y los clamores,
el árbol de los amores
por el Monstruo arrebatado;
el ciprés acongojado,
centinela del hogar;
la compasión, el altar
que inspira dulce misterio...
Ese es hoy el cementerio
donde vamos a rezar.
Ni cintas, ni flores bellas,
ni símbolos, ni memorias,
ni lámparas mortüorias
que son de la tumba estrellas.
Ni una flor deja sus huellas
sobre los sepulcros yertos;
suenan lúgubres conciertos
con murmullos aflictivos,
y apenas caben los vivos
en la mansión de los muertos.
Hoy sus ecos virginales
mi lira hasta Dios levanta,
mientras que la muerte canta
nuestros mismos funerales.
Las campanas sepulcrales
callan su triste oración;
no arrastran su ronco son
de los aires por las olas,
y quedan doblando a solas
mi desierto corazón.
La escala de la gloria
A Clotilde Príncipe
Lenta la noche cansada
tiende su manto sombrío;
suena a lo lejos del río
la corriente arrebatada.
En las verdes alamedas
gimen los céfiros puros,
y sus penachos oscuros,
agitan las arboledas.
El vergel, de flores cuna,
sus dulces vientos desata,
y como perla de plata
brota en los cielos la luna.
La luna se extiende y sube
por la bóveda rïente,
y adorna su blanca frente
con el cendal de una nube.
De pronto, al verla llenar
el mundo con sus reflejos,
allá en los aires... muy lejos,
se oye a una niña cantar.
La nube flotando esmalta
los horizontes que besa,
y así la niña se expresa
al ver la nube tan alta:
«Oh nube, yo no envidio la mágica belleza
que
adorna los contornos de tu fulgente tul:25
Sino
el mirar que entrambas tenemos la cabeza,
Tú
cerca, yo muy lejos del firmamento azul.»
. .
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El eco de la niña
rodó suave,
como rueda en el cielo
la voz de un ángel;
y el aura dulce
lo levantó en sus alas
hasta la nube.
Ruborosa la luna
cubrió su frente;
cantaron en la selva
viento y cipreses:
La nubecilla
así desde el espacio
dijo a la niña:
«Yo del mundo del vacío
recorro las áureas huellas;
yo nado en mares de estrellas
y lloro con el rocío.
Yo tengo mi blanco altar
en las esferas impreso;
yo nací del blando beso
que dio la brisa a la mar.
Soy de la noche enlutada
cándido celaje hermoso;
soy el velo vaporoso
de la luna enamorada.
Tú, niña, con dulce anhelo,
me cantas de amores llena,
y tu voz pura resuena
en las bóvedas del cielo.
Tú naciste, y el Señor
que en los piélagos suspira,
te dio del ángel la lira60
y el eco del ruiseñor.
En tu ardiente fantasía
el genio a inflamarse empieza,
¿y dices que tu cabeza
Está lejos de la mía?
De tu inocencia la historia
con tus laureles fulgura;
tú traspasarás mi altura
por la escala de la gloria.»
Así dijo lejana
la nubecilla;
cerró sus ojos candidos
la hermosa niña,
Y alegre el viento
¡¡Clotilde!! repetía
volando al cielo.
El águila
¡Águila! ¿dónde vas? detén tu vuelo;
tú que desprecias en tu audacia loca
el esqueleto inmóvil de la roca
para envolverte en el dosel del cielo,
tú, que sobre ese risco
do te asientas tranquila,
valiente clavas en el áureo disco
del abrasado sol tu ancha pupila;
tú, que te pierdes en las negras brumas
que arroja el mar de su hervoroso seno,
que bebes del arroyo las espumas,
que te corona el trueno,
que con ardientes bríos
vences a los soberbios huracanes,
que son arroyos para ti los ríos
y terror no te inspiran los volcanes;
tú, que al pie del Señor tu canto exhalas,
y al son de la tormenta bramadora
quemas en el relámpago tus alas;
tú, que subes y subes
y rompes con tus alas poderosas
el denso velo de las pardas nubes;
oye mi voz: la lira descompuesta
que ya sus notas apagado había,
ha vuelto a resonar al admirarte;
mi ardiente fantasía
en entusiasmo hierve al contemplarte,
y raudales de mágica poesía
a torrentes me da para cantarte.
Tú sola el vuelo emprendes
con majestuoso brío
cuando en los aires rápida te extiendes;
tú publicas de Dios el poderío;
tú intrépida y gozosa te levantas
desde el monte a los célicos espacios;
tú miras con desdén bajo tus plantas
mundos, tumbas, vergeles y palacios;
tú en los bosques magníficos te internas
donde arroyuelos mil bullen inquietos;
tú de las rudas cóncavas cavernas
sorprendes los recónditos secretos;
tú, en la frente del Cáucaso gigante
libre saludas a la blanca aurora;
tú sobre el trono de la brisa errante
a otros mundos te subes vencedora;
brisa sutil que con tu vuelo abrumas,
y que contigo luchará violenta
cuando rices intrépida tus plumas
al eco de la bárbara tormenta.
Reina del aire, junto al sol resbalas,
clavas tus ojos en el sol fecundo
y van cubriendo tus flotantes alas
el panorama espléndido del mundo.
Sí, para ti desde la inmensa altura
serán los montes arenosos granos,
un rincón de verdura
los pensiles alegres y lozanos,
una flotante perla de rocío
el piélago bravío,
y los pequeños míseros mortales
pobre hormiguero que sin rumbo rueda
en torno de una tumba que remeda
sus lúgubres y tristes funerales.
Sola en la inmensidad; oyendo el eco
del huracán rugiente que se oculta
de las montañas en el fondo hueco,
yo te miro subir; las nubes bellas
parece que te envuelven en sus tules;
alfombras son de tus etéreas huellas
sus penachos azules:
¡cuán hermosa te agitas
en ese mar magnífico y extenso!
¡Cuán ligera y gentil te precipitas
por ese golfo inmenso!
Ya te ocultas, ya vuelves, ya despacio
bordas el horizonte;
tu mundo es el espacio,
tu corona es el sol, tu trono el monte.
Trémulas rugen en el mar las olas,
de sus blancas espumas
rompiendo las hirvientes aureolas;
los abismos profundos
suenan al palpitar bajo las aguas
como el ronco concierto de los mundos;
del espacio en los cárdenos colores
libres arrastran las umbrosas nubes
sus melenas flotantes de vapores;
crece la mar, y crece, y se agiganta,
hincha convulsa el palpitante seno,
y el águila entre tanto se levanta
y como genio de los aires canta
al ronco son del huracán y el trueno.
Ni la verde palmera
que en el desierto hasta la nube arroja
su fértil cabellera;
ni el árbol regalado
que en los jardines del harem cobija
los ensueños del árabe cansado;
ni las rocas que al beso de los mares
son en los horizontes
imágenes altivas de los montes,
del infinito lóbregos altares,
pueden servir de pedestal bravío
al águila magnífica en su vuelo;
la corona del águila es el cielo,
su pedestal los mundos del vacío.
Poesías
Antonio F. Grilo
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