Poemas de el gran poeta:
Adolfo de la Fuente

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Índice:
 
LA FUENTE DEL DESIERTO
 
Bien desgraciada es tu suerte,
fuentecilla que sin cauce
viertes tus límpidas aguas
en los yertos arenales.
 
Por más que en dulce murmullo
tus penas digas al aire,
en el espacio perdidos
se extinguirán tus cantares.
 
Bien desgraciada es tu suerte,
que apenas al mundo naces
consume la ardiente arena
tus cristalinos raudales.
 
¡Pobre fuente que, ignorada,
de esas yermas soledades
por las inmensas llanuras
te miras vagar errante!
 
¿De qué te sirven, cuitada,
esos límpidos cristales
que rizan la blanca arena
sobre que emprendes tu viaje?
 
¿De qué te sirve que puras
broten tus aguas natales
si no llegará a beberías
el sediento caminante?
 
¿Por qué mientras tú, olvidada,
tus puras aguas esparces,
hay otras fuentes dichosas
que ciñen floridas márgenes;
 
Que, resbalando tranquilas
por los deliciosos valles,
son espejo de las flores
y encanto son de las aves?
 
Pero ¡ay! tal vez más dichosa
tu aislada vida resbale
en ese vasto sepulcro
en que se ahogan tus ayes;
 
que, ajena a falsos placeres
en el retiro en que yaces,
tal vez te agobian deseos,
mas no te matan pesares.
 
Y no hay una planta impura
que con sucia huella manche
esa clara transparencia
de tus aguas virginales.
 
¡Dichosa tú que, ignorada
en el retiro en que yaces,
no hay por qué temas del mundo
a los furiosos embates;
 
y, en tu inocencia escudada,
sin saber de flores ni aves,
tal vez abrigas deseos,
mas no te matan pesares!...
 
1852. 
 

CONTRASTES
En un álbum

Un quejido doliente
Tu álbum empieza:
De un bufón la semblanza
Sus hojas cierra.
¡Ay! de la vida
También llenan el libro
Llantos y risas.
 
Cuando en la mente bulle
Férvida idea,
Dormido el sentimiento
Sus alas pliega.
Cuando éste estalla,
La inteligencia en cambio
Su luz apaga.
 
De lo ligero imagen
Es el cabello
Cuando en rizadas ondas
Le mece el viento,
O en leve copo
De la tierra se aleja
Del aura al soplo.
 
Pero el cabello mismo,
Cuando en las sienes
Copia el color sin vida
Del alba nieve,
La mente agobia
Y pesa sobre el alma
Como una losa.
 
También la pluma es símil
De lo ligero,
Y de una pluma ahora
Me abruma el peso.
Y en esta pena
Busco el contraste grato
De tu indulgencia.
 
 
A VELARDE

Nada del tiempo en el espacio basta
a extinguir los fulgores de la gloria:
si un lapso grande sus recuerdos gasta,
perennes viven en la madre Historia.
Con letras de oro cuidadosa engasta
de sus preclaros hijos la memoria,
que destellan, como ínclitos blasones,
en la vida sin fin de las naciones.
 
Así del astro, que del cosmos rueda
por las inmensas órbitas lejano,
la viva lumbre, titilando leda,
el éter cruza hasta el planeta humano;
y en el foco de luz que al sol remeda,
por la distancia astral fulgor liviano,
ve la mente, al través de aquel sosiego,
hondos mares de luz, ríos de fuego.
 
Tal de los hechos de la lid armada
la pálida memoria se presenta
cuando en pos ya de séptuple decada
de nuevas gentes el sentir alienta;
pero en la misma voz debilitada
que el alba gloria de la patria cuenta,
palpitan con vigor, a un tiempo mismo,
la fe, la abnegación, el heroísmo.
 
Catorce lustros, que en la edad moderna
tupido manto tejen del olvido,
al eco triste de la lucha interna,
nos apartan del hecho esclarecido;
pero la luz del patriotismo, eterna
en el altar de un pecho bien nacido,
del Dos de Mayo al alumbrar la palma,
de noble admiración inunda el alma.
 
Solo un joven soldado, sin guerreros,
sin el prestigio de alta jerarquía,
valiente arrostra los soldados fieros,
del Sur y el Septentrión dueños un día.
Del honor a los móviles severos,
de la patria el amor sólo por guía,
débil pigmeo mídese arrogante
con las fuerzas hercúleas del gigante.
 
En pos le sigue un pueblo desarmado
que en confuso tropel clama venganza,
por arma matadora el brazo airado
que opone fiero a la traidora lanza.
El pecho sin abrigo adelantado,
en busca de la muerte altivo avanza;
y ante el ímpetu rudo de Castilla
el águila imperial la frente humilla.
 
Europa entera, en pertinaces lides
con el Coloso bélico empeñada,
menosprecia los áulicos ardides
por el valor de Iberia entusiasmada.
Del pueblo de Pelayos y de Cides
quiere noble seguir la senda honrada;
y a su influjo exaltado su ardimiento
en triunfo cambia el torpe vencimiento.
 
Las naciones en paz, de asombro llenas,
Parias nos rinden por la insigne hazaña,
al ver que nunca sumirá en cadenas
a un pueblo bravo voluntad extraña.
De antiguas glorias el fulgor apenas
rival se juzga de la prez de España,
que inunda en rayos de glorioso alarde
al pueblo humilde en que nació Velarde.
 
Oyó Muriedas su primer acento;
su hazaña Santander hoy galardona,
y forman del honroso monumento
guerrero bronce la gentil persona,
bruñida roca el formidable asiento.
De torpe saña el hálito no encona
leal sentir, de altísimo linaje,
que rinde a la virtud justo homenaje.
 
Del mar bravío el saturado ambiente,
que bañó los cendales de tu cuna,
también orea tu broncínea frente
del sol al rayo y al rielar la luna.
Que en torno lean de tu mole ingente
las futuras edades una a una
que fue tu pecho de la patria templo,
y al pueblo sirva de preciado ejemplo.
 
 
A D. FRANCISCO ALSEDO BUSTAMANTE
En el combate de Trafalgar 

¡Espantoso fragor! Del vasto espacio
vibran heridos los profundos senos
al estallar en hórrido estampido
de cien cañones los infaustos truenos.
En los antes serenos
anchos pliegues del Ponto adormecido
abren hirviente surco altivas proras,
al viento dando el pabellón de guerra,
y en alas de las furias vengadoras
nave con nave armipotente cierra.
 
Roba la luz el humo tormentoso
que en densas ondas por doquier se extiende,
y en medio de aquel caos espantoso
la muerte sola el brazo sanguinoso
siempre certera tiende.
Rasga el denso vapor sulfúrea llama
que el hueco bronce con furor vomita,
y unida en fiera trama
la bala encadenada precipita
sobre la jarcia espesa, el mástil fuerte,
haciendo al paso deshiladas trizas
los duros cables y las tensas drizas.
 
Cae con horrendo estrépito en la nave
de mástiles y velas la balumba,
y al golpe rudo de su peso grave
se abre una nueva tumba.
Doquiera el trueno del cañón estalla;
por doquier la metralla
silba estridente, y el estrago aumenta
que revelan los ayes del herido;
y entre el gigante ruido
que los ámbitos llena con mil ecos,
y entre los golpes secos
del proyectil sobre la plancha dura
que recubre la amura,
la voz se escucha, que el fragor domina,
de acústica bocina.
Es la voz del deber: a su eco grave
el nauta valeroso sólo sabe
las órdenes cumplir con fiero arrojo,
y pisando los restos, ya despojo
de la Parca cruel, sereno avanza,
al través de la nube ennegrecida
que le cerca homicida,
donde el deber le lanza.
Todo es abnegación, todo bravura;
de su existencia el bien dado al olvido,
aguarda decidido
que el mar le preste amiga sepultura.
 
Tales los riesgos son, tal el estrago
de la lucha que el hombre arrostrar osa
sobre la espalda hercúlea y procelosa
del piélago undivago.
El fuego, el aire, el líquido elemento
que se agita traidor bajo su planta,
en el mismo momento
reclaman su atención, y en el combate
que las fuerzas quebranta,
al contrastar en reducido espacio
de tan varios peligros el embate,
justo es al menos que su vista cuente
iguales fuerzas que batir enfrente,
 
no fue así en Trafalgar: cada navío
de los que arbolan la española enseña
contra fuerzas mayores siempre empeña
su inquebrantable brío.
Encerrado en un círculo de fuego,
blanco de las mortales andanadas
que el contrario tenaz, de furia ciego,
lanza centuplicadas,
nada arredra el valor de sus campeones;
y el mástil roto y perforado el casco
y abierto a trozos el convexo puente
aún resuena potente
la formidable voz de sus cañones.
 
Que el Bahamá lo diga, en cuyo bordo
comandaba el intrépido Galiano,
de pecho altivo, a toda idea sorda
de rendirse al britano.
Cinco navíos a la vez afronta;
y el valiente adalid, con voz entera
que robustece el bélico coraje,
le grita a su equipaje:
«Clavada está en el asta la bandera».
Y por igual manera
el Príncipe de Asturias, que en su puente
unido ve al valiente
Gravina con Escaño, su segundo,
de indomable tesón da ejemplo al mundo.
 
Que lo diga el San Juan Nepomuceno,
en que alienta el espíritu gigante
de su jefe inmortal, gloria de España,
que en cien empresas dominó la saña
del furibundo Atlante.
Antes volar el buque se propone
que entregarle vencido, y su denuedo
asombro infunde al enemigo y miedo.
En tal empresa seis navíos pone
el británico isleño
de un barco solo para hacerse dueño,
y cuando, muerto el ínclito marino,
el buque arría el pabellón glorioso
cumplido su destino,
al preguntar, de tanta prez celoso,
cada jefe contrario: «¿A quién se rinde?»
El valiente Falcón, que le comanda,
«Tres navíos al par tuvo por banda»,
contesta altivo, con la voz severa,
 
«De ninguno prescinde,
que a uno solo el San Juan no se rindiera».
 
Y ¿qué diré de ti, valiente Alsedo,
a cuyo esfuerzo la Fortuna esquiva
hizo tu buque por el viento quedo
navegar en deriva?
Su empeño decidido fue más fuerte,
y con hábil maniobra
el Montañés el barlovento cobra
y avanza hasta la línea de la muerte.
Las velas todas rasga la metralla,
destroza los obenques y la malla,
hace astillas las fuertes guarniciones
y diezma los leones,
llenos de patrio amor y de ardimiento,
que tripulan tu débil bastimento.
 
En cien raudales por la rota amura
el comprimido mar entra rugiente,
labrando la temprana sepultura
de tanta brava gente.
Y con serena frente
impávido contemplas el estrago
y de la muerte el incesante amago,
que por fin, inclemente,
hirió tu pecho y te arrancó la vida
sobre el bao de tu nave desguarnida.
 
Castaños, tu segundo, toma el mando
y en vano lidia con la adversa suerte:
su empeño quebrantó con golpe infando
la no saciada muerte.
Sin posible defensa, acribillado
el casco por cien partes, los heridos
sin socorro en el puente y el sollado,
los mástiles rendidos,
con otros cinco buques de la armada
emprende el Montañés la retirada
a la triste señal que hace el Asturias,
y en demanda del puerto
derivan juntos en fatal concierto,
navegando en bandolas,
los restos de las naves españolas.
 
¡Día terrible, en que el valor probado
Al número sucumbe con fiereza!
¡Preclaro día, en que el vencido honrado
levanta con orgullo su cabeza!
La Historia en sus anales
con oro escribe vencimientos tales,
y al dejar la victoria consignada
no adjudica el honor de la jornada.
Vuestros nombres serán del mundo ejemplo
de la Fama en el templo,
y a vuestra frente del luctuoso día
ciñó ya la memoria
verde laurel de eterna nombradía,
palma gentil de inmarcesible gloria.
 
 A D. PEDRO CALDERÓN DE LA BARCA
Con ocasión del segundo centenario de su muerte 
 
Para tu luz y armonía
ni ojos ni oídos habrá.
ZORRILLA.
 
¡Calderón! Genio profundo,
cuyos títulos de gloria
llenan del Arte la historia
y los ámbitos del mundo.
Si algún rival iracundo
quiso con torpes anhelos
de joya tal de los cielos
menguar la gigante fama,
que son, su intento proclama,
El mayor monstruo, los celos.
 
Es quien al genio deprime
El Pintor de su deshonra,
como El médico de su honra,
quien llega así a lo sublime.
En vano la envidia gime
y, el mal ajeno por guía,
manchar una gloria ansía,
que el remedio mejor es
Dar tiempo al tiempo, y después
Mañana será otro día.
 
Pudo su ingenio tan sólo
ganarle de gente en gente
alto nombre y a su frente
ceñir El laurel de Apolo.
Desde un polo al otro polo
su prez con el tiempo medra;
la envidia mordaz se arredra
ante el general concento,
que supo ablandar su acento
La fiera, el rayo y la piedra.
 
De su ingenio peregrino
el audaz, gigante vuelo
supo dar ejemplo al suelo
de lo humano y lo divino.
Allanó con fe el camino
de la existencia enojosa
dando a su musa grandiosa
virtud y creencia aliento,
y fue del mundo el portento
La margarita preciosa.
 
Ya lo divino humaniza
en pos de santa enseñanza;
de su mente la pujanza
ya lo humano diviniza.
En esta suprema liza
no pudo encontrar iguales:
dijo en versos inmortales
Primero soy yo, y con creces
lo demostraron cien veces
sus autos sacramentales.
 
De una rica inspiración
al sacro, encendido fuego
mostró a todos desde luego
Cuál es mayor perfección.
Tuvo por noble misión
preconizar la virtud,
de un recto juicio a la luz
Saber del mal y del bien
y hacer de su fe sostén
La devoción de la Cruz.
 
Siempre por lema el honor,
en su doctrina ejemplar
no pudo tener lugar
El acaso y el error.
Más que erigirse en censor
del feo vicio, procura
ensalzar la virtud pura,
y así, en tan noble tarea,
para cautivar emplea
Las armas de la hermosura.
Su mente es puro crisol
que a la vil escoria acusa:
La hija del aire es su musa,
su genio El hijo del sol.
De la aurora el arrebol,
de amor las blandas cadenas,
del bien las horas serenas
tal pinta que en dulce calma
parece que surca el alma
El golfo de las Sirenas.
 
En cuanto ensayó su numen
llevó la palma su ingenio:
rey se erigió del proscenio
sin que sus lides le abrumen.
De todas galas resumen
su drama caballeroso,
el diálogo primoroso,
la intriga feliz y amena,
le proclaman de la escena
El mágico prodigioso.
 
Pintor fiel de las costumbres
de una edad de galanteos,
en los mismos devaneos
hay de la virtud vislumbres.
Del arte escaló las cumbres,
y en la farsa celebrada
dicha «de capa y espada»
da todo su ingenio y sigue
dueño de él, y así consigue
Darlo todo y no dar nada.
 
De la sociedad altiva
de aquellos días espejo,
son sus dramas fiel reflejo
de la pasión que la aviva.
Da al pecho llama más viva
el negro manto en la faz,
y al alma roba la paz
Fineza contra fineza
Cuando a provocar empieza
Duelos de amor y lealtad.
 
Y tales los lances son
de sus cien comedias base,
que se hizo vulgar la frase
de «lances de Calderón».
Que cautiva el corazón
del pueblo que audacias ama,
y por sus leyes proclama
Amor, honor y deber,
ver a un galán sostener:
Antes que todo es mi dama.
 
Con tales dotes el cielo
quiso adornar su persona,
que obtuvo triple corona
por sus tres vidas del suelo:
de sacerdotes modelo,
soldado fiel y valiente,
poeta el más eminente,
tiene hoy mayor nombradía
que alcanzó en su fantasía
La Sibila del Oriente.
 
No hallando ponderación
su ingenio en humana boca,
Basta callar si se invoca
el nombre de Calderón.
Si débil fue la opinión
durante su vida, hoy fuerte
que no admite duda advierte,
y en su entusiasmo profundo
impone el precepto al mundo
de Amar después de la muerte.
 
Que al que debe excelsa gloria
justo es que rinda homenaje,
y fuera la duda ultraje
a tan augusta memoria,
y contradicción notoria
que al poeta y sabio al par
levante España un altar
en el templo de la ciencia
y quepan en su conciencia
Agradecer y no amar.
 
Porque en la existencia varia
del alma presa de afectos
de una causa dos efectos
son consecuencia ordinaria.
Y obligación necesaria
que gratitud y amor una
el pueblo que le dio cuna,
cuyos hijos por tal vida
el orbe entero apellida
Los hijos de la Fortuna.
 
Busca en la lucha inclemente
de este mundo baladí
Cada uno para sí
remedios al mal que siente.
Quien encontrarlos intente,
bien seguro de su acierto,
de Calderón tenga abierto
cualquier libro ante los ojos,
que ha de ser a sus enojos
El mejor amigo el muerto.
 
Amigo amante y leal
a cuyo dulce consuelo
puede exclamar sin recelo
El triste: Bien vengas, mal.
Que hasta el penoso arenal
de la vida, en que el desmayo
causa del dolor el rayo,
hacen senda deleitosa
La púrpura de la rosa,
Mañanas de abril y mayo.
 
Hablar de los suaves goces
que el alma sedienta apura
en su sabrosa lectura
sería El secreto a voces.
Y, aunque los hados veloces
extingan con cruda saña
vida que la gloria baña,
es su recuerdo tan fuerte
que hará siempre de su muerte
El postrer duelo de España.
 
Debió mi numen vulgar
ante tu numen ser mudo,
que, del pobre ingenio escudo,
No hay cosa como callar.
Pero un hecho singular
a mi osadía abrió paso:
hoy hicieron del Parnaso
en tu honor libre la entrada
y sigo en esta jornada
Los empeños de un acaso.
 
No tienen noble abolengo
mis versos, y en este lance
sólo me evite un percance
decir: Con quien vengo, vengo.
Sé que títulos no tengo
para publicar en plazas
glorias que tú solo abrazas;
pero, en tal trance metido,
de tus frases me he valido,
que Hombre pobre todo es trazas.
 
Sirva a mi canto de excusa
que la admiración le inspira:
mejor sonara mi lira
si fuera mejor mi musa.
Mas nunca el genio rehúsa
humilde aplauso leal,
que es poco la vida real
al que es de la gloria dueño,
porque, al fin, La vida es sueño
ante la gloria inmortal.
 
Mayo, 1881. 

 A CHATEAUBRIAND
Oda premiada con medalla de oro en el certamen de
Toulouse de 1883

Cual águila caudal que vigorosa,
apenas libre del materno nido,
sacude fiera el ala poderosa
que al viento arranca vibrador quejido;
y al hirviente latido
de la encendida sangre de su pecho
ve el ancho espacio a su anhelar estrecho,
y con su audaz pupila rutilante
cuanto tiene delante
en la esfera descubre a largo trecho;
 
y, gigante al sentirse, rauda hiende
la nube en que germina la tormenta,
y sobre el aire límpido se tiende
que su ligera máquina sustenta;
y en su ascensión violenta
del éter llega a la elevada cumbre,
y, sin que el rayo abrasador deslumbre
con sus destellos rojos
el iris fijo de sus grandes ojos,
del sol arrostra la encidada lumbre:
 
tal Chateaubriand, de su naciente vida
el juvenil hervor sintiendo apenas,
por indomable afán enardecida
su sangre corre en las hinchadas venas;
de grandes sueños llenas
su alma viril, su mente creadora,
al impulso del brio que atesora
de su pecho el latir, su pensamiento,
con titánico aliento,
del mundo ignoto la región explora;
 
y, gigante al sentirse, de la guerra
buscó el espacio para alzar el vuelo,
pero al intenso afán que su alma encierra
daba el campo de Marte angosto suelo.
de su insaciable anhelo
su pecho al agitar nuevo transporte,
quiso, alejado del feroz Mavorte,
su pie fijar en tierra inexplorada
y por senda del hombre nunca hollada
paso abrir a la América del Norte.
 
Cambios de la Fortuna, de su empeño
le apartaron fatales, y otra vía
de horizonte a su gloria más risueño
abierta vio su rica fantasía.
de insigne numen dueño,
del arte y de la ciencia en las regiones,
campo sin fin de excelsas creaciones,
con éxito feliz tendió las alas
y añadió de sus obras con las galas
un blasón de su patria a los blasones.
 
Busca suave lección al desconcierto
en que el mundo se agita, en la serena
descripción de la vida del desierto,
que la paz del espíritu hace amena;
su corazón apena
ver que el pueblo sin fe marcha al abismo
-Verdugo en su ignorancia de sí mismo-
y la senda del bien le hace notoria
de los Natchez con la galana historia
y la Santa Verdad del Cristianismo.
 
Huella con firme paso la alta esfera
que de una gran nación rige el destino,
y en los Consejos áulicos impera
y a la acción de su rey marca el camino.
Con bien extraño sino,
aristócrata fue por nacimiento,
demócrata a la par por sentimiento;
la voz de su deber tan sólo escucha,
y, amigo de la paz, por Francia lucha
y alza de guerra el pabellón sangriento.
 
Mas por doquier que va, doquier su genio
hace sentir su mágica influencia,
en las obras galanas del ingenio,
en el campo severo de la ciencia;
se ve su prepotencia
brillar con viva luz cual sol radiante,
ya con la lira del poeta cante,
ya con la ardua labor de estudios serios
quiera arrancar al mundo los misterios
que en su marcha le impelen adelante.
 
Alma llena de amor, del hombre quiso
guiar los pasos y calmar la pena;
de recto, corazón, jamás remiso
fue a la voz del deber que le encadena;
mostró de férrea vena
su firme voluntad para su empeño;
cruzar el orbe todo fue su sueño,
y con su fe por guía holló su planta
del Mártir celestial la Tierra Santa:
hoy su renombre de la fama es dueño.
 
Duerme en paz, Chateaubriand: a tu memoria
honrosa distinción consagra el mundo;
perenne brilla el astro de tu gloria
con luz del bien para el mortal fecundo;
el piélago iracundo
que en su bruma bañó tu hogar paterno,
y al raudo avance de su flujo alterno
lisonjero arrulló tu ilustre cuna,
por tu buena fortuna
hoy arrulla también tu sueño eterno.
 
 
El descendimiento
Al pie de cruz infame consagrada
por la muerte del justo, en la amargura
de su intenso dolor enajenada,
está la Madre entre las madres pura.
 
Se sienta a recibir en su regazo
aquel cuerpo querido, hora maltrecho,
dispuesta a unir con amoroso abrazo
los restos fríos a su ardiente pecho;
 
a lavar con el agua de sus ojos
la sangre seca en las divinas sienes,
que son aquellos míseros despojos
el solo bien de sus terrenos bienes.
 
De sus amigos el piadoso empeño
sigue con triste afán y amarga pena,
y cada golpe sobre el tosco leño
cruel en su pecho maternal resuena.
 
En la onda acerba del dolor sumida,
sólo responde a su dolor su mente,
y juzga causa de otra cruenta herida
el golpe amigo que angustiada siente.
 
Recibe al fin el cuerpo macilento
sobre el dulce regazo de su falda,
y al querer animarle con su aliento
aquella fría piel su labio escalda.
 
Ayes de íntimo afán y de terneza
su voz dirige al que era su embeleso,
y cree aplicar en la gentil cabeza
bálsamo a sus heridas con un beso.
 
El Verbo creador contempla inerte,
la luz de luz suprema ya extinguida,
victoriosa pasar la fría muerte
sobre Aquél que a los muertos diera vida.
 
La tersa frente, del Eterno espejo,
con tez marchita, sin color ni brillo:
la pupila, que fue de Dios reflejo,
sin luz presenta el irradiante anillo.
 
Aquél su Hijo y a la par su Esposo,
aquél el Padre que encarnó su vida,
el que en su seno virginal glorioso
el germen puso a salvadora egida.
 
Su amor, su ser, su vida en Éste encierra,
y triste exclama ante su cuerpo frío:
«Mirad, oh caminantes, si en la tierra
hay un dolor que iguale al dolor mío». 
 

¡¡SOLA!!

De sombras llena la turbada mente,
el ánimo postrado, la energía
del pasado valor hora indolente,
sentada al borde de escarpada vía,
 
está la Virgen Madre: en su mirada
indeciso vagar muestra su duelo;
morir se siente allí desamparada;
ve la tierra sin luz, opaco el cielo.
 
Las tinieblas que cercan el espacio
se condensan en su alma ennegrecidas,
y a toda calma su dolor reacio
encona de su pecho las heridas.
 
¡Sola me encuentro, exclama: sola vivo!
aquél que era mi ser me dejó sola,
aquél de quien mi amor era cautivo
por ingratos sin fe su vida inmola.
 
¡Cuán horrible visión! ¡La cruz alzada,
de sus brazos pendiente el Cuerpo Santo,
por agudas espinas desgarrada
la frente que era de mi vida encanto!
 
¡El duro clavo perforando cruento
las dulces manos y los pies benditos
sobre que pesan, por mayor tormento,
los miembros todos, pálidos, marchitos!
 
¡De aguda lanza por el golpe fiero
hendido muestra el virginal costado
de aquel pecho sin hiel, de amor venero,
por salvar a su grey sacrificado!
 
¡Un gélido sudor su cuerpo baña
que agitan dolorosas contracciones;
el ardor de la sed quema su entraña
en medio de mortales convulsiones!
 
Inclina la cabeza sobre el pecho,
la muerte el brillo de sus ojos vela,
y, el lazo de la vida ya deshecho,
al seno de su Padre el alma vuela!
 
¡Aun cadáver le arrancan de mis brazos,
en la piedra ahuecada le sepultan,
y, sin ver que de mi alma hacen pedazos,
bajo la losa fúnebre le ocultan!
 
¡Qué horrible soledad! En vano fijo
mi atribulada mente en la orden santa
que me dijo: «Mujer, he aquí tu hijo,»
débil consuelo tras de pena tanta.
 
Caída sobre el pecho la alba frente
cual de marchita flor blanca corola,
«¡Pasad, hijos, exclama en voz doliente,
que yo en el mundo me he quedado sola!»
 
 
LA ROSA
 
Son su forma y color del pensil gala,
del aura encanto su preciado aroma;
el suave rosicler del alba toma
y al bello tinte, si no excede, iguala.
 
Pliega en la flor la mariposa el ala
cuando del tibio sol el rayo asoma
que tiñe en áurea luz la verde loma,
ebria al perfume seductor que exhala.
 
Al mirar de sus pompas el tesoro
fue enaltecerle general anhelo:
brilla en sagrada mano rosa de oro;
 
y, no bastando símbolos del suelo,
místico emblema forma en santo coro
de la Reina purísima del cielo.
 
 
GILETE
Leyenda montañesa

En tiempos que ya pasaron,
pero a los de hoy parecidos,
fuera el Valle de Guriezo
de un triste drama testigo.
 
Vivía en aquel entonces
del poblado en el recinto
don Gil Sánchez Marroquín,
de una Doña Ana marido.
 
Era esta mujer gallarda,
de sensuales atractivos,
y, aunque no moza, a las mozas
superaba en tercio y quinto.
 
Vestía como quien viste
para lucir sus hechizos,
con el talle al descubierto
y la garganta lo mismo.
 
Muchos hombres codiciaban
de Gil Sánchez el dominio,
y entre ellos un mozalbete
de airado genio y arisco.
 
Gilete le nominaban
de aquel lugar los vecinos,
sin más que este nombre a secas,
de algún Gil diminutivo
que si pudo darle vida
no pudo darle apellido.
 
En la familia de Sánchez
era el mozo muy bien quisto,
y a su mesa se sentaba,
sobre todo los domingos,
y Gil le daba monedas
y le compraba vestidos.
 
Ana ignoraba o sabía
de estos gajes el motivo,
a que estaba acostumbrada
desde que el mozo era chico,
 
Y nunca puso reparos
a estos gastos repetidos,
tal vez porque así encontrara
disculpa a algún extravío.
 
Gilete a los dos tenía
respeto y al par cariño;
pero en el fondo de su alma
guardaba un deseo ilícito.
 
Era también comensal
en aquella casa asiduo
don Fernando de Layseca,
alcalde del valle dicho,
pariente de Don Gil Sánchez
por el tronco consanguíneo.
 
La amistad era tan grande
que ligaba a los dos primos,
que, ausente Gil, se quedaba
Layseca en el domicilio.
 
No sé qué advirtió Gilete
en el trato aquél tan íntimo
que ver a Layseca le era
como ver al enemigo.
 
Y afirmó su antipatía
escuchar en los corrillos
del pueblo sobre aquel trato
comentarios muy ambiguos.
 
Daba este runrún creciente
apoyo a su mal prejuicio,
y al odio que en él nació
servía al par de incentivo.
 
Siempre que a Layseca hallaba,
lo que era muy de continuo,
su arisco genio más hosco
se mostraba y retraído.
 
En vano Doña Ana, al verle
tan cejijunto y mohíno,
de aquel rencor concentrado
presintiendo un estallido,
del que su conciencia inquieta
parecía darle aviso,
le colmaba de agasajos
con manjares y con vinos.
 
Bebía el mozo sin tasa
para calmar su martirio,
y era echar nueva materia
al fuego de sus sentidos;
porque con mayor empuje
sentía hervir su apetito
y arder su celoso pecho
al rencor del odio inicuo.
 
Layseca le despreciaba,
considerándole un niño,
sin creer que su pecho fuese
de tan loca pasión nido.
 
Gil Sánchez, o ciego o mudo,
permanecía tranquilo:
ni del mozo se cuidaba,
ni se cuidaba del primo.
 
Tal era de aquellas gentes
el estado del espíritu
al comenzar el relato
que está en la crónica escrito.
 
II
 
Pasaron- algunos meses,
y un día, de sobremesa,
en que a comer no tuvieron
persona alguna de fuera,
se entabló entre los esposos
esta plática secreta:
 
-¿Sabes, Ana, que en ti noto
ya inquietud o ya tristeza?
Y si tu mal ahora empieza,
preciso es ponerle coto.
 
¿Qué tienes que te acongoja
y así te trae intranquila?
Si es grave la causa, dila.
-Nada tengo- dijo, roja
por la sorpresa y mohína,
Ana a su esposo.- Y me extraña
el mucho interés que entraña
la pregunta.
-Es que adivina
mi afán ajenos disgustos;
que, aunque no son graves duelos,
también tengo yo recelos
que me acibaran los gustos.
-¿Qué te pasa?
-Te concedo
que son sospechas recientes;
pero creo que las gentes
me señalan con el dedo.
Así al menos lo malicio
cuando en mis diarios paseos
noto ciertos cuchicheos
que han de ser en mi perjuicio.
-Es aprensión bien extraña.
¿Quién habrá que en mal te aluda?
-El gusano de la duda
me está royendo la entraña.-
 
Y, en su mismo lazo envuelto,
-Gilete- añadió,- es buen mozo:
apenas le apunta el bozo
y es ya fornido y esbelto...- 
 
Mas Ana dijo de pronto,
y a Gil le puso en un brete:
-¿Qué tiene que ver Gilete
con nuestra plática, tonto?
 
Si esa tu extraña manía
puede tener fundamento,
será por el viejo cuento
aquél de la bastardía.
 
No tu conducta reprocho;
pero ya que de él hablamos,
veinte años ha nos casamos
y el chico tiene diez y ocho...-
 
Y temiendo continuar,
le dijo Gil a su esposa:
-Mira, hablemos de otra cosa
y pelillos a la mar.
 
III
 
Si el diálogo no hizo mella
en la paz del matrimonio,
peores auspicios mostraba
de Gilete un soliloquio.
 
Tendido la misma tarde
bajo la sombra de un soto,
teatro de sus campañas
contra la liebre y el zorro,
con los puños apretados
y el gesto cual nunca torvo,
 
-Es necesario- decía,-
concluir con uno y otro;
ahogar mi amor por infame,
matar al hombre, y es poco,
porque el trance de la muerte
lleva tras de sí el reposo.
 
Vivir como vivo ahora
es para volverse loco:
amo y el deber me veda
un amor que es licencioso;
 
debo respetar sin mancha
del que es mi amparo el decoro,
y tengo ya la evidencia
de que es aparente sólo.
 
Su sangre en mis venas corre,
que así me lo han dicho todos,
y es doble razón que alienta
mi venganza contra el dolo.
 
Esta noche, ausente Gil
por uno de sus negocios,
irá Layseca a la casa,
cual siempre libre de estorbos;
 
y cuando, al salir la aurora,
salga él, encubierto el rostro,
ha de topar con el hierro
que le prepara mi encono;
 
que si tal conducta el pueblo
condena en murmullos sordos,
el castigo de la culpa
no ha de ver con malos ojos.-
 
Decidido así el mancebo,
su saña mayor que su odio,
del pueblo tomó el camino,
la ballesta sobre el hombro.
 
IV
 
Muy lluviosa está la noche,
la calle sin luz alguna
y sin persona importuna
que madrugue o que trasnoche.
 
Sólo cerca del umbral
de la casa de Don Gil,
de muy confuso perfil
se nota una sombra mal.
 
Inmóvil como una piedra,
ni el esperar le fatiga,
ni a guarecerse le obliga,
ni aquella lluvia le arredra.
 
Pasaron hora tras hora
y hasta tres tuvo de espera,
pero al finar la postrera
empezó a lucir la aurora.
 
Por dentro, en el mismo instante,
se abrió una puerta sin ruido,
se adelantó el escondido
y se halló un hombre delante.
 
Y, sin más preparación
que alzar el brazo que asesta,
con un tragaz de ballesta
le hizo dos el corazón.
 
Cayó Layseca en el suelo
lanzando un débil quejido,
y el otro, al mirar cumplido
ya su sanguinario anhelo, 
 
Se embozó con mucha calma
y siguió calle adelante
sin cuidarse un solo instante
vi del muerto ni de su alma.
 
Cuando ya la luz del día
permitió ver los objetos,
se acercaron dos sujetos
donde el cadáver yacía,
 
y al reconocer que el muerto
era el Alcalde Layseca,
con una expresiva mueca
significaron lo cierto.
 
Corrió la voz en seguida
y se alborotó la gente,
y vino el juez diligente
en busca del homicida;
 
pero el vecindario mudo
no dio indicios ni señales,
y a falta de datos tales
emprendió un trabajo rudo.
 
Y la justicia, en total,
dio un paso tras otro incierto,
y los parientes del muerto
callaron como otro tal;
 
que fue para el pueblo aquél
piedra de escándalo el caso
y nadie osó ni de paso
levantar la voz por él;
 
y por doquier se escuchaba,
prueba del común sentido,
este adagio conocido:
«Quien mal anda, mal acaba».
 
 
A tal vida, muerte tal
Leyenda montañesa
Testigo de lances varios
como de infames escenas,
de la villa de Treceño
en el límite se asienta
a Torre-Fuerte, del pueblo
defensor y centinela;
si desmoronada a trozos
y asaltada por la hiedra,
que hace escala de sus muros
y hasta lo más alto trepa,
dominando la campiña
antaño se la vio enhiesta.
 
Habitábala un magnate,
cuyo apellido se queda
de aquellos tiempos remotos
entre las obscuras nieblas.
 
Íñigo pudo llamarse,
y era de gentiles prendas
personales, pero su alma
mezquina y torpe al par era.
 
Con tal caudillo las gentes
que poblaban ambas vegas
más un verdugo en la Torre
miraban que una defensa.
 
Y era justa y bien fundada
tan dolorosa creencia,
que nada habían seguro
en la honra ni en la hacienda.
 
Frecuentemente noticias
se propalaban por ciertas
de un despojo en una trocha,
del rapto de una doncella.
 
Y cuando de sus autores
no se tenía certeza
todos a la Torre-Fuerte
dirigían sus sospechas;
que era de todos sabido
que en aquella madriguera
tanto el apuesto magnate
como sus gentes aviesas
si codiciaban lo ajeno
lo tomaban por la fuerza.
 
Y era de notarse siempre,
tras de tan viles empresas,
la algazara y los festines
y el estrépito de fiesta
que al través de aquellos muros
lanzaban sus ecos fuera.
 
En una de estas orgías,
llenando la larga mesa,
con los rostros encendidos
por el fuego de las cepas,
echando chispas los ojos
y algo trabada la lengua,
estaban los comensales
-el prócer de cabecera,
sobre un sillón elevado
señal de su preeminencia-
dando, entre groseros chistes
salpicados de blasfemias,
al caudillo, que es su norte,
aplausos y enhorabuenas
por un vil hecho reciente,
para ellos digna proeza.
 
Era el caso que a una moza
de una comarcana aldea,
fingiéndose un escudero
recién llegado a la tierra,
con un disfraz apropiado,
gorra sin pluma y presea,
logró alucinar, valido
de su labia y gentileza,
y la arrebató a sus padres
y dio en la Torre con ella.
Alguno de la mesnada
envidió al señor la presa,
y entre los ruidosos brindis
hizo patente su idea.
-Paréceme, Sancho- dijo
Don Íñigo,- que sin mengua
la cesión aceptarías
de esa codiciada prenda,
que es manjar harto sabroso,
sin que hayas de haber en cuenta
el ser en esta jornada
plato de segunda mesa.
Pues te la cedo; y en cambio
Exijo de ti la oferta
de ayudarme en otro lance
con la astucia o con la fuerza.
Es lance que hace ya días
me preocupa y altera,
y los primeros avances
dan con mi esperanza en tierra.
He visto y ya la codicio,
y ojalá que no la viera,
que al través de sus encantos
veo vagar sombras negras,
a la moza más garrida,
más viva y más halagüeña
de todos estos contornos;
de tez rosada y más neta
que de la nieve es el ampo;
son sus ojos dos estrellas,
su talle junco flexible,
su boca madura fresa.
Llámanla la Flor del Valle.
-María la Molinera,
dijo Sancho. En mal negocio,
buen Don Íñigo, te empeñas,
que es la moza, si garrida, 
tan virtuosa como bella.
nunca se la ve en los bailes
en la villa ni en la aldea;
nunca dio oído a requiebros,
y nunca las malas lenguas
hallaron en qué tacharla;
y es además cosa cierta
su próximo casamiento
con Martín el de la Aceña
de más arriba, que la ama
desde cuando era mozuela.
Hombre de notables bríos,
que nunca sufre una ofensa,
y maneja los aperos
lo mismo que la ballesta.
-Mejor,- repuso Don Íñigo-
encuentra así en la contienda
nuevo atractivo mi audacia,
que a los recelos supera
de la idea extravagante
que me la hizo creer funesta,
puesto que el mozo es valiente
como la moza soberbia.
De todos modos, yo fío
de tu ayuda en la promesa;
y dejemos este asunto
por hoy, y siga la gresca,
que para zanjarlo, Sancho,
haremos lo que se pueda.
 
II
 
-Te digo que estoy sin calma
y el recelo me acongoja:
hoy está la luna roja
y triste como ella mi alma.
-¿Por qué, dime, esos temores,
Martín, agitan tu pecho,
si en breve con lazo estrecho
se unirán nuestros amores?
-Es que ha llegado a mi oído
que algo contra ti se intenta...
Y está la luna sangrienta.
-Da ese temor al olvido.
Si un capricho pasajero
hizo al de la Torre un día
fijarse en mí, no sabía
lo mucho que yo te quiero.
Pero bien se lo hice ver
cuando, en disfraz de labriego,
quiso empezar por el ruego
para alcanzar mi querer.
Altiva cuanto severa,
rechacé su falso halago,
dando a ver de un modo vago
que ya sabía quién era.
-Sí: mas de la Torre el dueño
cuando un deseo en él nace
no es hombre que se deshace
fácilmente de su empeño.
Si con el ruego no pudo,
lograrlo habrá con violencia.
-Pues si él no tiene conciencia,
honra y amor son mi escudo.
-Pero vives aquí sola,
y tu madre, enferma y muda,
no puede prestarte ayuda
si el infame tu hogar viola;
que ha de apreciar en bien poco
una nueva alevosía,
y ante esta idea, María,
siento que me vuelvo loco.
Si no logro tal defensa,
a Dios pongo por testigo
de que a matarle me obligo
si te hace cualquiera ofensa.
-Que te atormentas en vano
quiero creer; mas ten seguro,
y por mi amor te lo juro,
que si a mí atenta liviano,
antes de vivir impura
e indigna de tu amor fiel,
o logro matarle a él
o me abro la sepultura.
-Dios quiera que mis recelos
sean por fin sombra vana,
que con esta duda allana
el temor paso a los celos.
-Ve tranquilo y en mí fía,
porque ya la noche avanza,
y pon en Dios la esperanza
y en la fe de tu María.
 
III
 
Tomó Martín río arriba
la senda con paso lento,
como que iba examinando
la razón de sus recelos;
y cuando llegó a la aceña
quiso buscar el sosiego
tendido, sin desnudarse,
sobre las ropas del lecho;
pero la viva zozobra,
dueña de su ánimo inquieto,
le impidió por largo rato
poder conciliar el sueño.
Algunas horas más tarde,
de la noche en el promedio,
se abrió un postigo en la Torre,
y uno tras otro salieron
hasta tres hombres al campo
en sendas capas envueltos.
Del muro a corta distancia
se les agregó en silencio
otro, que un fuerte caballo
llevaba tras sí del diestro;
y todo el callado grupo
llegó a tomar un sendero
que a las revueltas del río
se plegaba paralelo,
y para ir a las aceñas
era el más corto trayecto.
Cerca del primer molino
hicieron un alto, y luego
dos de ellos se destacaron
a examinar el terreno.
Todo era quietud en torno;
que por un fatal evento,
la molienda aquella noche
también estaba en suspenso.
María y su madre, enferma,
a favor de este suceso
con más reposo dormían
bajo aquel humilde techo,
a cuyo pobre recinto
limitaban sus deseos.
Llegaron los embozados,
y al intentar el primero
abrir la vetusta puerta
la halló atrancada por dentro;
que, aunque precaución inútil,
en ciertos días al menos
que en la aceña pernoctaban
los vecinos molenderos,
al verse solas María
estimó prudente hacerlo.
No fue para los malvados
importante contratiempo:
de una ventana contigua
romper lograron los hierros,
sin cuidar de si causaban
mayor o menor estruendo,
y, aquel camino expedito,
saltaron dentro dos de ellos.
Despertó sobresaltada
María, y apenas tiempo
tuvo de vestir de pronto
la tosca saya y sayuelo,
cuando dos robustos brazos
fuertemente la ciñeron
y otros taparon su boca
con un arrollado lienzo;
y, levantándola en vilo
a pesar de sus esfuerzos,
a cuya violencia en breve
un síncope puso término,
y franca ya la salida,
en los brazos la pusieron
de Don Íñigo, que estaba
sobre el caballo ya presto
y el camino de la Torre
al punto tomó ligero.
Los otros dos, en la aceña
entraron juntos de nuevo,
y de la infeliz anciana,
para aumentar su tormento,
a la cama en que yacía 
ataron el débil cuerpo,
retirándose en seguida
de su hazaña satisfechos.
 
IV
 
Apenas la luz del día
dibujó en el horizonte
esa blanquecina faja
que anuncia el fin de la noche,
y antes que del sol los rayos
con oblicuos resplandores
de tintas de oro bañasen
las altas cimas del monte,
del recelo que le agita
sintiendo los sinsabores,
despertó Martín inquieto
y del molino saliose.
Por el afán impelido
que su ánimo sobrecoge
y finge a su fantasía
ecos de siniestras voces,
la distancia a la otra aceña
en breve espacio recorre.
Abierta encontró la entrada,
desquiciada de sus goznes
vio la ventana contigua,
y, cierto de sus temores,
con el alma atribulada
entró iracundo hasta donde
se halló con la anciana exánime,
ya de la tumba a los bordes,
que fue para ella aquel trance
seguro y último golpe.
Le soltó las ligaduras,
y apenas obtuvo entonces
idea de lo ocurrido
por medio de señas torpes,
que a poco rindió en sus brazos
su escasa vida la pobre.
Cubrió Martín el cadáver,
rezó un solo Pater Noster,
y ante aquel mortuorio lecho,
de Dios invocando el nombre,
juró vengar aquel crimen,
sus ultrajados amores,
y librar a la comarca
de aquel infamante azote
que, escudado tras sus muros,
se guarecía en la Torre.
A ella encaminó sus pasos;
pero su robusta mole
tan bien guardaba el secreto
de su poseedor innoble
que nada se traslucía
por los huecos exteriores.
Pasaron así los días,
lisonjeros para el prócer
que sus villanos desmanes
lograba gozar incólume.
A poco tiempo empezaron
a correr vagos rumores
de haberse dado la muerte
en aquel antro una joven,
que no quiso ser objeto
de licenciosas pasiones;
y la funesta noticia,
con las promesas acorde
que entre Martín y María
hubo en varias ocasiones,
hizo que en aquél la saña
con nueva furia se colme
y la muerte del inicuo
su odio le reclame a voces.
Al afán de su venganza
no halla suficiente molde,
y para calmar sus iras
formó un propósito doble.
Juró ocultar en su pecho
el furor que le corroe,
sin que la acción más ligera
demuestre sus intenciones;
rondar la infame guarida
de noche y de día insomne,
hasta que de su venganza
ocasión propicia logre;
revelar no más su pena
en las entrañas del bosque,
donde tendrá por testigos
tan sólo los mudos robles;
vagar por campos y aldeas,
ropa y cabello en desorden,
mostrando perdido el juicio
en sus hechos y en su porte,
hasta tanto que la suerte
le favorezca a la postre
y venga un día en que no halle
para sus intentos óbice.
Así Martín, de sus ansias
y de sus crudos dolores
en el desolado pecho
sufriendo el horrible choque,
para vengar sus agravios
esperó días mejores.
 
V
 
¡Fuera, fuera! ¡El loco, el loco!
Le gritaban los muchachos,
y le azuzaban los perros,
y le arrojaban guijarros,
al ver cruzar por la villa
con el vestido hecho harapos,
con el rostro macilento,
la barba y cabello largos
que sobre pecho y espalda
caían sucios y lacios,
con apariencia de sombra
el cuerpo de puro flaco,
al que fuera en otros días
tipo de mozos gallardos,
cuidadoso de su hacienda
y en el vestido galano.
Los hombres y las mujeres
con que tropezaba al paso
de indignación y de pena
sentían movido el ánimo;
que a todos era notoria
la causa de aquel estrago
que en mozo de tantos bríos
ajó la flor de los años.
Él, preso de sus dolores,
iba sin hacer reparo
en los gritos de los unos
ni en la compasión de tantos.
Y la cabeza inclinada
y sobre el pecho los brazos,
a paso lento seguía
la salida para el campo.
Rondaba en torno a la Torre,
al parecer descuidado,
o a las orillas del río,
siempre absorto y cabizbajo,
horas enteras se estaba
los tristes ojos clavados
en las aguas transparentes
que, de un recodo al remanso,
en los movibles cristales
bosquejaban su retrato.
Al cruzar un cierto día
de la Torre-Fuerte al lado
abierto notó un postigo,
desierto el contiguo patio,
y, entreviendo a su venganza
cumplido por fin el plazo,
antes que en él reparasen
se entró por aquéllos rápido.
Halló al frente una escalera
con espaciosos peldaños,
que a las principales cámaras
creyó debía guiarlo,
y por ella tomó al punto
y se encontró en el piso alto.
En una estancia lujosa,
que alumbraba sólo un claro
abierto en el fuerte muro,
y en el grueso de su marco
puesto de codos estaba
el hombre por él odiado,
ya entreteniendo sus ocios
en contemplar los encantos
del paisaje, o bien urdiendo
algún otro plan nefando.
Parecía distraído
más bien que preocupado,
porque con el pie marcaba
en el suelo un compás tardo, 
tal vez recuerdo inseguro
de algún estribillo báquico.
Luciendo el marcial arreo,
que iba tan bien a su garbo,
ceñía la fuerte cuera
sobre el vestido de paño,
pluma en la redonda gorra
presa con broche al costado,
altas botas de becerro,
espuelas de cercos anchos,
y en el cinto, hacia la espalda,
tenía el puñal colgado.
Parose Martín un punto
para contener los saltos
que en su dolorido pecho
daba el corazón airado.
Se adelantó cauteloso,
por más que sus pies descalzos
no hicieran el menor ruido
sobre el suelo de castaño,
y abalanzándose al prócer,
mientras que con férrea mano
sujetó su cuerpo al muro,
sin darle a volverse espacio,
levantó con la otra libre
el puñal desenvainado
y se le hundió en la garganta
con fiero gozo, exclamando:
-He esperado este momento
día tras día hasta un año:
que la sombra de María
quede vengada, villano.
Seguro que está bien muerto,
deshizo Martín lo andado,
y por la misma escalera
logró salir sin obstáculos,
al pasar algunas gentes
llamó su atención el charco
que formó la sangre fresca
de la ventana debajo;
y al levantar la mirada
vieron el cuerpo doblado
del prócer sobre el alféizar,
pendientes fuera los brazos,
y en el muro de la Torre
impreso el sangriento rastro.
Si fue motivo de asombro,
no lo fue de duelo el caso,
que todos en él veían
el castigo de un malvado,
que de sus torpes desmanes
recibía el justo pago.
No se volvió a ver al loco
por los contornos vagando,
ni a las orillas del río
contemplar su sombra extático.
Sólo después de algún tiempo
dio en correr el rumor vago
de que hubo quien vio en la casa
de un magnate castellano
a Martín el de la aceña
con arreos de soldado.
 
 
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Fuente, Adolfo de la
 


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