Poemas de Julio Flórez

Cuando lejos, muy lejos, en hondos mares, en lo mucho que sufro pienses a solas, si exhalas un suspiro por mis pesares, mándame ese suspiro sobre las olas. Cuando el sol con sus rayos desde el oriente rasgue las blondas gasas de las neblinas, si una oración murmuras por el ausente, deja que me la traigan las golondrinas. Cuando pierda la tarde sus tristes galas, y en cenizas se tornen las nubes rojas, mándame un beso ardiente sobre las alas de las brisas que juegan entre las hojas. Que yo, cuando la noche tienda su manto, yo, que llevo en el alma sus mudas huellas, te enviaré, con mis quejas, un dulce canto en la luz temblorosa de las estrellas.
Hermosa y sana, en el pasado estío, murmuraba, en mi oído, sin espanto: -Yo quisiera morirme, amado mío; más que el mundo me gusta el camposanto. Y de fiebre voraz bajo el imperio, moribunda, ayer tarde, me decía: -No me dejes llevar al cementerio... ¡Yo no quiero morirme todavía! ¡Oh señor... y qué frágiles nacimos! ¡Y que variables somos y seremos! ¡Si la tumba está lejos... la pedimos! ¡Pero si cerca está... no la queremos!
Algo se muere en mí todos los días; la hora que se aleja me arrebata, del tiempo en la insonora catarata, salud, amor, ensueños y alegrías. Al evocar las ilusiones mías, pienso: "¡yo, no soy yo!" ¿por qué, insensata, la misma vida con su soplo mata mi antiguo ser, tras lentas agonías? Soy un extraño ante mis propios ojos, un nuevo soñador, un peregrino que ayer pisaba flores y hoy... abrojos. Y en todo instante, es tal mi desconcierto, que, ante mi muerte próxima, imagino que muchas veces en la vida...he muerto.
Si porque a tus plantas ruedo como un ilota rendido, y una mirada te pido con temor, casi con miedo; si porque ante ti me quedo extático de emoción, piensas que mi corazón se va en mi pecho a romper y que por siempre he de ser esclavo de mi pasión; ¡te equivocas, te equivocas!, fresco y fragante capullo, yo quebrantaré tu orgullo como el minero las rocas. Si a la lucha me provocas, dispuesto estoy a luchar; tú eres espuma, yo mar que en sus cóleras confía; me haces llorar; pero un día yo también te haré llorar. Y entonces, cuando rendida ofrezcas toda tu vida perdón pidiendo a mis pies, como mi cólera es infinita en sus excesos, ¿sabes tú lo que haré en esos momentos de indignación? ¡Arrancarte el corazón para comérmelo a besos!
Nunca mayor quietud se vio en la muerte; ni frío más glacial que el de esta mano que tú alargaste al espirar, en vano y que cayó en las sábanas, inerte. ¡Ah... yo no estaba allí! Mi aciaga suerte no quiso que en el trance soberano, cuando tú entrabas en el hondo arcano, yo pudiera estrecharte... y retenerte. Al llegar, me atrajeron tus despojos; cogí esa mano espiritual y breve y la junté a mis labios y a mis ojos... Y en ella, al ver mi llanto que corría, pensé que aquella mano hecha de nieve en mi boca al calor... se derretía.BODA NEGRA Oye la historia que contóme un día el viejo enterrador de la comarca: era un amante a quien por suerte impía su dulce bien le arrebató la parca. Todas las noches iba al cementerio a visitar la tumba de la hermosa; la gente murmuraba con misterio: es un muerto escapado de la fosa. En una horrenda noche hizo pedazos el mármol de la tumba abandonada, cavó la tierra... y se llevó en los brazos el rígido esqueleto de la amada. Y allá en la oscura habitación sombría, de un cirio fúnebre a la llama incierta, dejó a su lado la osamenta fría y celebró sus bodas con la muerta. Ató con cintas los desnudos huesos, el yerto cráneo coronó de flores, la horrible boca le cubrió de besos y le contó sonriendo sus amores. Llevó a la novia al tálamo mullido, se acostó junto a ella enamorado, y para siempre se quedó dormido al esqueleto rígido abrazado.
IDILIO ETERNO Ruge el mar, y se encrespa y se agiganta; la luna, ave de luz, prepara el vuelo y en el momento en que la faz levanta, da un beso al mar, y se remonta al cielo. Y aquel monstruo indomable, que respira tempestades, y sube y baja y crece, al sentir aquel ósculo, suspira... ¡y en su cárcel de rocas... se estremece! Hace siglos de siglos, que, de lejos, tiemblan de amor en noches estivales; ella le da sus límpidos reflejos, él le ofrece sus perlas y corales. Con orgullo se expresan sus amores estos viejos amantes afligidos: ella le dice "¡te amo!" en sus fulgores, y él prorrumpe "¡te adoro!" en sus rugidos. Ella lo duerme con su lumbre pura, y el mar la arrulla con su eterno grito y le cuenta su afán y su amargura con una voz que truena en lo infinito. Ella, pálida y triste, lo oye y sube, le habla de amor en su celeste idioma, y, velando la faz tras de la nube, le oculta el duelo que a su frente asoma. Comprende que su amor es imposible, que el mar la copia en su convulso seno, y se contempla en el cristal movible del monstruo azul, donde retumba el trueno. Y, al descender tras de la sierra fría, le grita el mar: "¡En tu fulgor me abraso! ¡no desciendas tan pronto, estrella mía! ¡estrella de mi amor, detén el paso! ¡Un instante mitiga mi amargura, ya que en tu lumbre sideral me bañas! ¡no te alejes!... ¿no ves tu imagen pura, brillar en el azul de mis entrañas?" Y ella exclama, en su loco desvarío: "¡Por doquiera la muerte me circunda! ¡Detenerme no puedo monstruo mío! ¡Compadece a tu pobre moribunda! Mi último beso de pasión te envío; ¡mi postrer lampo a tu semblante junto!..." y en las hondas tinieblas del vacío, hecha cadáver, se desploma al punto. Entonces, el mar, de un polo al otro polo, al encrespar sus olas plañideras, inmenso, triste, desvalido y solo, cubre con sus sollozos las riberas. Y al contemplar los luminosos rastros del alba luna en el obscuro velo, tiemblan, de envidia y de dolor, los astros en la profunda soledad del cielo. ¡Todo calla!... el mar duerme, y no importuna con sus gritos salvajes de reproche; y sueña que se besa con la luna ¡en el tálamo negro de la noche!.
LA ARAÑA 
Entre las hojas de laurel, marchitas, 
de la corona vieja, 
que en lo alto de mi lecho suspendida,
un triunfo no alcanzado me recuerda, 
una araña ha formado 
su lóbrega vivienda 
con hilos tembladores
más blancos que la seda, 
donde aguarda a las moscas
haciendo centinela 
a las moscas incautas 
que allí prisión encuentran,
y que la araña chupa 
con ansiedad suprema. 
He querido matarla:
Mas... ¡imposible! Al verla
con sus patas peludas 
y su cabeza negra, 
la compasión invade 
mi corazón, y aquella 
criatura vil, entonces, 
como si comprendiera 
mi pensamiento, avanza 
sin temor, se me acerca 
como queriendo darme
las gracias, y se aleja . 
después, a su escondite
desde el cual me contempla. 
Bien sabe que la odio
por lo horrible y perversa;
y que me alegraría 
si la encontrara muerta; 
mas ya de mí no huye, 
ni ante mis ojos tiembla; 
un leal enemigo
quizás me juzga, y piensa 
al ver que la ventaja
es mía, por la fuerza, 
¡que no extinguiré nunca 
su mísera existencia!
En los días amargos
en que gimo, y las quejas
de mis labios se escapan 
en forma de blasfemias,
alzo los tristes ojos . 
a mi corona Vieja, 
y encuentro allí la araña,
la misma araña fea 
con sus patas peludas
Y su cabeza negra, 
¡como oyendo las frases 
que en mi boca aletean! 
En las noches sombrías 
cuando todas mis penas 
como negros vampiros
sobre mi lecho vuelan,
cuando el insomnio pinta
las moradas ojeras,
y las rojizas manchas 
en mi faz macilenta, 
me parece que baja 
la araña de su celda, 
y camina y camina... 
y camina sin tregua 
por mi semblante mustio
hasta que el alba llega.
¿Es compasiva? ¿Es mala? 
¿Indiferente? Vela
mi sueño, y, cuando escribo, 
silenciosa me observa. 
¿Me compadece acaso?
¿De mi dolor se alegra? 
¡Dime quién eres, monstruo! 
¿En tu cuerpo se alberga 
un espíritu? Dime: 
¿Es el alma de aquella 
mujer que me persigue, 
todavía, aunque muerta? 
¿La que mató mi dicha 
y me inundó en tristeza? 
Dime: ¿Acaso dejaste 
la vibradora selva, 
donde enredar solías,
tus plateadas hebras, 
en las obscuras ramas 
de las frondosas ceibas, 
por venir a mi alcoba, 
en el misterio envuelta, 
como una envidia muda, 
como una viva mueca? 
¡Te hablo y tú nada dices, 
te hablo y no me contestas! 
¡Aparta, monstruo, huye 
otra vez, a tu celda! 
Quizás mañana mismo, 
cuando en mi lecho muera, 
cuando la ardiente sangre 
se cuaje entre mis venas 
y mis ojos se enturbien, 
tú, alimaña siniestra, 
bajarás silenciosa 
y en mi obscura melena 
formarás otro asilo, 
formarás otra tela, 
sólo por perseguirme 
¡hasta en la misma huesa!
¡Qué importa!... nos odiamos, 
pero escucha: no temas, 
no temas por tu vida, 
¡es toda tuya, entera! 
¡Jamás romperé el hilo 
de tu muda existencia! 
Sigue viviendo, sigue, 
pero... ¡oculta en tu cueva! 
¡No salgas! ¡No me mires! 
No escuches más mis quejas,
ni me muestres tus patas,
¡ni tu cabeza negra!...
Sigue viviendo sigue,
inmunda compañera, 
entre las hojas de laurel marchitas 
de la corona vieja, 
que en lo alto de mi lecho suspendida
¡un triunfo, no alcanzado, me recuerda! 
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APOCALÍPTICA 
                        Y me senté en el carro de la sombra, 
                        presa del más horrendo paroxismo, 
                        y comencé a rodar sobre una alfombra, 
                        formada por el cosmos del abismo.
                        y abarqué el infinito en una sola 
                        mirada, llena de fulgor intenso... 
                        y vi del tiempo la gigante ola 
                        rodar al precipicio de lo inmenso. 
                        Y vi la eterna procesión de mundos, 
                        a través de mi loco desvarío, 
                        rodar por dos ignotos y profundos 
                        senos inescrutables del vacío. 
                        y llamé a Dios, con penetrante acento, 
                        con un acento penetrante y hondo, 
                        que atravesó, rasgando el firmamento, 
                        sin encontrar del firmamento el fondo. 
                        Mas, nadie respondióme. En mi agonía, 
                        -¿En dónde estás...? -grité de nuevo- ¿En dónde...? 
                        Pasó la pesadilla. Hoy todavía 
                        lo llamo y todo inútil: no responde.
 
Sentado
en una piedra del camino, 
y
como presa de pesar tremendo, 
una
tarde cantaba un peregrino 
una
canción que me quedó doliendo.
 
Una
canción que el alma me penetra 
como
un escalofrío, una balada 
rebosante
de hiel: triste es su letra, 
pero
es mucho más triste su tonada. 
El
sol iba a morir. Un rojo lampo 
de
su luz, como un luengo hilo de seda, 
se
enredaba en los árboles del campo 
y
sangraba en la frente de Aeda. 
Lleguéme
al trovador desconocido, 
y
emocionado preguntéle: ¿en dónde 
aprendiste
ese canto tan sentido 
que
a mi clamor parece que responde? 
y
él contestóme con acento blando, 
con
un acento musical: Os digo 
que
lo aprendí no sé dónde ni cuándo 
porque,
a decir verdad, nació conmigo. 
Ese
canto en mi ruta es mi alegría: 
refresca
mi fatiga y mi quebranto; 
cuando
a hablar comencé... ya lo sabía, 
y
desde entonces sin cesar lo canto. 
De
mi orquesta interior él es un eco 
que
hago sonar en la tardina calma, 
y
que al salir por el oscuro hueco 
de
mi boca glacial, me alivia el alma. 
Con
él recorro el mundo paso a paso, 
y
siempre en los parajes campesinos, 
me
gusta, cuando el sol baja a su ocaso, 
cantarlo
en la quietud de los caminos. 
¿Quién
eres?, pregunté. Y él dijo:
-El
viejo camarada mejor del Desengaño, 
nunca
a los hombres de acercarme dejo, 
y
aunque ellos no me ven... los acompaño. 
Yo
soy el acicate, soy el grito 
que
se escapa del labio moribundo, 
el
ay! que repercute en lo infinito, 
el
verdadero emperador del mundo. 
Yo
elevo los espíritus, yo arranco 
del
humano fangal los corazones, 
y
purifico en el incienso blanco 
que arde en mi pecho, todas las pasiones.
 
Gloria
soy de los mártires; sus nombres 
viven
por mí; yo pongo los cilicios, 
yo
atormento la carne de los hombres 
soy
el padre de todos los suplicios. 
Yo
doy alas al genio, fuerza al justo, 
esperanzas
a todos los anhelos; 
por
mí, solo por mí, subió el Augusto 
Redentor
desde el Gólgota a los cielos.- 
El
rapsoda calló. Yo lo miraba. 
Entre
una nube de melancolía; 
su
corazón como bullente lava 
a
través de su pecho se encendía. 
Su
frente era muy blanca, su mejilla 
honda,
muy honda, sus cabellos canos; 
de
ébano y oro -excelsa maravilla- 
columpiaba
una cítara en sus manos. 
Como
dos claros pozos de tranquilas aguas 
en
cuencos de marmórea roca, 
se
remansaba el llanto en sus pupilas 
sobre
el rictus amargo de su boca. 
Aquel
hombre... ¿quién era? ¿Acaso un loco? 
-¿Te
llamas?, pregunté, y el peregrino: 
-Soy
el dolor-, me dijo, y poco a poco 
se alejó en las revueltas del camino.
Marchó
de cara al moribundo día, 
hacia
el lejano resplandor postrero, 
y
a manera de sol que se moría, 
su planta iba sangrando en el sendero.
Abrió
la noche su portal; los astros 
comenzaron
a hervir y un gran lucero 
lloró
su luz sobre los tibios rastros 
del muerto sol y del senil viajero.
Pronto
la luna apareció, serena, 
sobre
un picacho de la curva andina, 
y
una lechuza desgranó su pena 
desde el roto esqueleto de una encina.
¡Allí
quedéme estático y suspenso, 
sin
saber de mí nada; al otro día 
pensé
en el peregrino, y en él pienso 
a
través de los años todavía! 
Si
supiérais con qué piedad os miro 
y
cómo os compadezco en esta hora.        
En
medio de la paz de mi retiro 
mi
lira es más fecunda y más sonora. 
 
Si
con ello un pesar mayor os causo 
y
el dedo pongo en vuestra llaga viva, 
sabed
que nunca me importó el aplauso 
ni
nunca me ha importado la diatriba. 
 
¿A
qué dar tanto pábulo a la pena 
que
os produce una lírica victoria? 
Ya la posteridad, grave y serena,
al
separar el oro de la escoria
dirá
cuando termine la faena,
quien
mereció el olvido y quien la gloria.
 
MARTA 
I
En el islote de la azul laguna 
(hoy extinta) del parque abandonado 
de una antigua ciudad, solo y callado, 
hallé un mancebo (un loco acaso) en una
noche glacial en que la blanca luna 
subía por un cielo encresponado,
tras un airón de niebla, inmaculado, 
como el velo sutil de regia cuna.
Con la frente en la mano, y con el codo 
apoyado en un árbol, contemplaba
el parque lleno de hojarasca y lodo.
De pronto irguióse, y, sin temor ni traba, 
les habló á las estrellas de este modo, 
alzando al cielo su cabeza brava:
II
«¡Estrellas que radiáis en las tranquilas 
soledades caóticas y eternas
del vasto azul! -¡Fantásticas lucernas 
del gran negro!- ¡quiméricas pupilas
de la noche sin fin! -¡Rubias sibilas 
del destino del orbe! ¡Albas linternas 
que alumbráis de la sombra las cavernas, 
en grupos áureos y en errantes filas!
¡Vosotras, que escuchasteis mi postrera 
despedida... mi adiós á la hechicera niña 
que os usurpó vuestros fulgores!
¡Decidme, en dónde está la candorosa 
flor de mis sueños! ¡La celeste rosa 
que perfumó el altar de mis amores!
III
Cuanto mi vista en derredor abarca, 
mudo y deshecho está; y, en mi supremo 
dolor, oír, entre las sombras, temo
su reproche... ¡y la risa de la Parca!
Muerte y Olvido, su indeleble marca 
dejaron al pasar: en un extremo
del islote, se pudre el largo remo; 
y, cerca de él, ¡disgrégase la barca!
¡La linda barca en que los dos, a solas, 
cruzábamos alegres, y sin miedo,
el agua mansa sin espumas ni olas!
y en que, al oído, le cantaba, quedo, 
aquellas gemebundas barcaroles
que quisiera olvidar... ¡y que no puedo!
IV
¡El agua existe del estanque apenas!
 sécase el manantial! ¡El rudo banco
de hierro, yace allí, sobre el barranco 
del islote, volcado en las arenas!
¡Oh, cuán lejos estáis, tardes serenas! 
¡Auroras que la luz vistió de blanco! 
¡Con qué dolor del ánima os arranco, 
dulces memorias de nostalgias llenas!
¡Como no tengo lágrimas y ansío 
llorarla siempre más (porque la rota 
fuente del llanto se extinguió), Dios mío!
Al sentir que mi llanto ya no brota, 
me abrazo al banco aquel... y río, y río, 
como un loco de atar... ¡como un idiota!
V
A mañana y a tarde la veía
en ese banco; y pura y temblorosa, 
el fragante capullo de una rosa 
blanca, recién tronchado, parecía.
Al sentarme a su lado, sonreía 
con su sonrisa casta y misteriosa, 
mientras que su mirada, luminosa, 
los ámbitos azules recorría.
¡Ojos no he visto como aquellos ojos! 
Ni he visto nunca labios como aquellos, 
tan dulces, tan vibrantes y tan rojos!
¡Ni perfiles más pulcros ni más bellos! 
¡Ni manojos de luz... cual los manojos 
rubios de sus undívagos cabellos!
VI
Los redondos capullos de su seno, 
-brotes de grana y de nevado armiño-
violentaban el raso del corpiño
que sujetaba su contorno heleno.
¡Con su triste mirar de Nazareno 
y su sonrisa cándida de niño, 
tras de sí se llevaba mi cariño:
todo este corazón... que ella hizo bueno!
Cuando hablaba, su voz era murmullo 
de onda lustral, embriagador arrullo 
jamás oído en el mundano suelo;
¡Yo, sus frases, a veces, no atendía, 
sólo por escuchar la melodía
de su voz -canto que bajó del cielo!
VII
¡Ah, sus manos!... ¡Sus manos transparentes, 
hechas como de tibia porcelana,
lotos vivos que, a tarde y a mañana, 
rociaba con mis lágrimas ardientes!
¡Manos alabastrinas, indolentes
a fuerza de ser gráciles; de arcana 
modelación que al Hacedor ufana, 
porque otras no hizo iguales!... 
¡Manos de virgen pudorosa, manos 
cuyos dóciles dedos como seda, 
filtraban luz de pensamientos sanos!
¡Ya mi mano a sus manos no se enreda! 
¡Lirios que consumieron los gusanos
y deshojó la Muerte... Nada queda!
VIII
Sus pies... Una mañana en que la aurora 
en el cielo -sus oros derretía,
la encontré en el estanque; sumergía 
sus pies bajo del agua tembladora.
Al sentirme llegar, más seductora 
que nunca, irguiése la adorada mía; 
y, llena de rubor, -yo no sabía...
me dijo- ¡vete!... ¡de llegar no es hora!
Entonces pude ver sus pies desnudos, 
como ningunos otros adorables,
por lo blancos y tersos y menudos.
Caí de hinojos y exclamé: -¡no me hables!
y con mis labios, trémulos y mudos,
¡cubrí sus pies de besos inefables!
IX
Una tarde, una tarde sorprendíla 
meditabunda, absorta y sonrojada; 
fija en un árbol, de estos, la mirada; 
al verla., preguntéme: -¿en qué cavila?
Húmeda por el llanto su pupila 
inmóvil, reluciente y dilatada; 
parecía una estrella aprisionada
en un rincón de cielo -color lila.
Poco a poco, acerquéme, sin rüido, 
ansiando descifrar de sus anhelos
la misteriosa clave... y, -confundido
quedé, al alzar los ojos a los cielos; 
porque... ¿sabéis lo que miraba?,- ¡un nido, 
en el cual se besaban dos polluelos!
X
Era toda inocencia; ¡qué de asombro 
me causaban sus raras candideces!
No esquivaba mis labios... ¡Cuántas veces 
me adormecí sobre su frágil hombro!
Entonces como flor bajo un escombro, 
entregábase a ignotas languideces,
y a Dios alzaba sus sentidas preces, 
como las alzo yo... ¡cuando la nombro!
Una vez, bajo una alba esplendorosa 
en que los horizontes dilatados
se impregnaban de azul, de oro y de rosa,
con ojos muy abiertos y admirados, 
de repente exclamó: -dime una cosa... 
¿por qué se ocultan los recién casados...?
XI
Ante aquella pregunta tan extraña, 
me sonrojé... porque encontrar, al punto, 
no pude una respuesta; y, cejijunto, 
pensé: esta niña singular... ¿me engaña?
Sonreí solamente, y, con gran maña, 
hablé de algo distinto... de otro asunto; 
mas ella -¡dime ya lo que pregunto!
murmuró medio triste y medio huraña.
Entonces se aumentó mi desconcierto; 
y sus mejillas cándidas e ilesas,
y su labio, jugoso y entreabierto,
besé... y ella, agregó: -¿no me confiesas 
la verdad? ¿no será... (¡dime si acierto!) 
para besarse... así... como me besas?
XII
Catorce años tenía, Una vez vino
muy pálida y muy seria, y -¡yo me muero!
sollozando, me dijo: -¡Sólo quiero
que no me dejes sola en el camino!
Sé que te vas... ¡lo manda tu destino! 
¡Pero...no! ¡Tú serás mi prisionero!
¡Oh, no te vayas!... ¡Corazón de acero 
no tienes tú... ni corazón mezquino!
Estoy enferma... sufro ... algo me ahoga 
aquí... (me dijo, señalando el cuello) 
siento como el abrazo de una soga!...
Y yo quiero vivir... ¡todo es tan bello!... 
¡Todo!... y ya ves: ¡hacia la muerte boga 
mi pobre barca! -¡Y se mesó el cabello!
XIII
¡El gran manto de oro, el dúctil manto 
onduloso y fragante de su pelo,
rodó, a manera de dorado velo, 
sobre la pedrería de su llanto!
-¿Por qué hablas de morir?... ¡no es para tanto! 
que, si voy a ausentarme de este suelo,
yo volveré... ¡lo juro por el cielo!
- le dije, presa de mortal quebranto.-
De su boca en el cáliz encendido, 
mi boca, siempre de la suya esclava, 
posóse, entonces, como en rojo nido.
En tanto que una lágrima rodaba 
por el encaje azul de su vestido, 
¡como una gota de candente lava!
XIV
Era imposible detenerme; grave 
misión iba a apartarme, de improviso, 
de aquella flor del cielo; era preciso 
partir al punto, y regresar.... ¡quién sabe!
En el lejano puerto ya la nave 
me esperaba. ¡Tremendo compromiso! 
¡Por cumplir un deber, el paraíso 
dejar, y huir como del nido el ave!
Lento caía el gran crespón nocturno. 
Marta gemía; de su llanto el fuego 
¡me quemaba la boca!.... El taciturno
cielo, callaba; entonces, poco a poco, 
fuíme apartando de sus brazos.... Luego, 
¡huí, despavorido, como un loco!
XV
¡Aún escucho el lastimero grito
que se arrancó de su garganta! El hondo 
¡ay! de dolor, que resonó en el fondo
de mi ser.... ¡y perdióse en lo infinito!
¿Por qué no regresé? ¿Por qué, ¡maldito 
de mí!... triunfante, como ayer, no escondo 
mi ardiente; faz entro su pelo blondo?
¡Yo la maté!... ¡Qué infame mi delito!
La noche se espesaba. Mi cabeza 
ardía como un horno; ¡mis pupilas 
goteaban!... Un soplo de tristeza
¡me congelaba el corazón! Desierto 
estaba todo: negras y tranquilas
las calles... ¡Subí al tren que iba hacia el puerto!
XVI
Hundí la yerta faz en mi pañuelo, 
y, embozado en su trágica negrura,
 me acompañó a llorar mi desventura, 
¡con sus frígidas lágrimas, el cielo!
De tal modo, invadióme el desconsuelo, 
que me sentí morir... y, en mi amargura, 
pensé que era una errante sepultura
el tren, que hacía retemblar el suelo.
Cerré entonces los ojos para verla 
mejor aún en mi interior. El día, 
¡llegó anegado en su fulgor de perla!
y, el radiar de mi llanto en los raudales, 
pude ver que, conmigo, el alba fría, 
¡lloraba del vagón en los cristales!
XVII
Después... ni el mar, ni el horizonte nuevo, 
ni la atmósfera azul, ni la espumante
onda con su rumor, ni el ave errante, 
ni las puestas purpúreas del rey Febo,
la dulce imagen que en el alma llevo, 
lograron alejar un solo instante.
¡Cuán tardo el tiempo! En mi impaciencia amante, 
¡una hora, era un siglo! ¡Un día, un evo!
Cuando alguna piadosa golondrina, 
cruzaba, alegre, la extensión marina, 
quizás en busca de su antiguo alero,
yo la decía: -¡escucha, ave sagrada!...
si, al volver a tu hogar, ves a mi amada, 
¡dile que sufro... y que por ella muero!
XVIII
Llegué... Una noche recibí una carta 
que decía: “Ven pronto, ¡te lo mando! 
¡No me dejes sufrir!... Me está matando 
tu ausencia... ¡ven a consolarme! -Marta”.
Otra decía: «¡Ingrato! no se aparta
tu imagen de mi ser; de cuando en cuando,
voy al islote y... ¡vuelvo sollozando!... 
¡Sola!... ¡No hay nadie que mi mal comparta!
¡Todo está triste, todo!... ¡si supieras! 
¡El estanque se agota! De los nidos 
huyeron ya las aves vocingleras!
Dime, ¿hasta ti no llegan los latidos 
de mi doliente corazón?... ¿qué esperas? 
¡Ven!.... Soy una mujer... ¡toda gemidos!»
XIX
Y he vuelto, ¡sí! La ola de la suerte
me empujó, sin cesar, de una a otra parte; 
he vuelto... pero ¿a qué? -¡Sólo á llorarte, 
rosa de amor que deshojó la muerte!
El pesar te mató: cobarde y fuerte, 
hirió tu corazón -débil baluarte
que al fin rindióse- Vine por salvarte, 
¡y sólo encuentro tu despojo inerte!
¡Y no pude llorar! y yo que ansío 
llorar hasta morir... (como la rota 
fuente del llanto se extinguió) ¡Dios mío!
Al sentir que mi llanto ya no brota, 
me abrazo al banco aquél... ¡y río, y río, 
como un loco de atar... como un idiota!
XX
¡Estrellas que me oís desde la obscura 
profundidad del infinito cielo! 
Respondédme: era un ángel... ¿y alzó el vuelo? 
o era una estrella... ¿y regresó a la altura?
¿En dónde está la mística criatura 
que un instante detúvose en el suelo, 
por derramar amor, paz y consuelo, 
en esta alma repleta de amargura?
¿En dónde está?... Si me la habéis robado
para hacerla lucir en vuestro coro,
¡devolvédmela ya! ¡Ved mi agonía!
O, al menos, destrenzad vuestro peinado, 
que yo sabré, por el caudal de oro,
cual de vosotras es... ¡la estrella mía!
XXI
La estrella que alumbró, como en un sueño, 
el dormido remanso de mis horas;
¡Oh, mis tardes de amor! ¡Oh, mis auroras! 
¡Oh, mi radiante porvenir risueño!
¿En dónde estáis?... ¡Si mi amoroso empeño 
no basta a reviviros! ¡Si traidoras
garras te hieren, corazón... y lloras! 
¡Si ya no soy de sus encantos dueño...!
¡Venga la Muerte y corte su guadaña, 
a un tiempo, mi existencia maldecida
y este inmenso dolor que me acompaña!
¡Con su beso glacial... cierre mi herida 
honda y sangrienta, la que nunca engaña! 
Ven, ¡oh Muerte... y arráncame la vida!
XXII
Calló el mancebo; y, con la faz helada 
por la brisa nocturna, tristemente, 
llegóse al banco, mudo confidente
que gozó el dulce peso de la amada.
Absorto le seguí con la mirada 
a través de las hojas; de repente, 
postróse de rodillas, y, doliente, 
de su boca brotó una carcajada.
Yo, respetar queriendo sus querellas, 
por las calles del parque medio oscuras, 
torné, siguiendo mis recientes huellas.
¡Alcé los ojos! y, ¡radiantes, puras, 
me pareció que toda las estrellas 
¡lloraban de dolor en las alturas!
FUEGO Y CENIZA
                      Y llegué a mi aposento. De la orgía, 
                      vibraba aún, en mi cerebro ardiente, 
                      la estruendosa y horrenda algarabía.
                      Y con el alma sorda y con la frente 
                      en sudor copiosísimo empapada, 
                      me desplomé en el lecho de repente.
                      Hundí, absorto, en mí mismo la mirada; 
                      vi, en mi interior, al crimen en acecho... 
                      y ansié la muerte; apetecí la nada. 
                      y clavando las uñas en mi lecho, 
                      sentí que resbalaban de mis ojos,
                      lágrimas de dolor sobre mi pecho.
                      Saciados y extinguidos mis antojos, 
                      no veía, en la negra lontananza, 
                      más que una senda pródiga en abrojos.
                      En donde ni un presagio de bonanza 
                      se entreveía, ni una lisonjera 
                      señal de luz, ni un iris de esperanza. 
                      Deshojábame en plena primavera, 
                      en demanda de un lampo de ventura, 
                      de una sola ilusión... ¡de una siquiera! 
                      ¡Oh, que triste es gozar... y entre la obscura 
                      caverna del fastidio rodar luego, 
                      víctima del horror y la amargura!
                      Y ver que todo es vano: el grito, el ruego, 
                      la blasfemia brutal y dolorida, 
                      y hasta las mismas lágrimas de fuego. 
                      El vértigo sentir de la caída, 
                      y tener, en un rapto de demencia, 
                      que odiar a Dios... y aborrecer la vida.
                      Mirar las propias flores sin esencia, 
                      y, al pensar devolverlas sus olores, 
                      todo el hielo sentir de la impotencia.
                      y al cabo, de la orgía en los horrores,
                      buscar un lenitivo a los pesares, 
                      y ver... que allí más crecen los dolores. 
                      Que de la pena los revueltos mares, 
                      rugen más y se encrespan con más brío, 
                      entre risas y gritos y cantares. 
                      Y al fin la displicencia del hastío 
                      entra en el corazón y en hora aciaga 
                      el yerto corazón... muere de frío. 
                      Viene el remordimiento -oculta llaga- 
                      que corroe y corroe y corroyendo, 
                      parece que el espíritu se traga. 
                      Y en el trágico vórtice cayendo 
                      de la desolación, el alma muda, 
¡ay! sin querer morir, se va muriendo.
                      ¿Qué fuerza poderosa hay que sacuda, 
                      entonces, esta angustia horripilante, 
                      que arraiga en nuestro ser pérfida y ruda? 
                      ¡Ninguna! El infortunio sale avante, 
                      mientras la lividez y el desconsuelo, 
                      muéstranse en nuestro lúgubre semblante. 
                      Cubre nuestra pupila acuoso velo, 
                      y, al levantar los ojos empañados, 
                      nada se ve del prometido cielo. 
                      Así pensaba (¡oh, tiempos ya pasados!) 
                      A mi oído llegaban, desde lejos, 
                      los últimos rumores acallados... 
                      Entonces, olvidando los consejos
                      maternales, saqué una fina daga 
                      que en el aire trazó vivos reflejos.
                      Como el postrer celaje que se apaga 
                      en el ocaso, envuelta en una onda 
                      de dulce claridad trémula y vaga, 
                      penetró en mi aposento, blanca y blonda, 
                      una mujer de celestiales ojos 
                      y de mirada compasiva y honda. 
                      Acercóse; y, postrándose de hinojos, 
                      la más pura de todas las sonrisas, 
                      abrió el capullo de sus labios rojos. 
                      Nunca el ala vibrante de las brisas, 
                      tuvo el perfume que su blando aliento 
                      derramó entre las sombras indecisas 
                      que empezaban a entrar en mi aposento:
¡Ay! me parece aún que su respiro 
                      y que su soplo embalsamado siento.
                      Me parece que atónito la miro,
                      y que su seno, mórbido y convulso, . 
                      brota el hálito amante de un suspiro. 
                      No sé que noble y vigoroso impulso 
                      me empujó hacia la hermosa; un fuego extraño, 
                      devorador, aceleró mi pulso... 
                      Tendí mis brazos... ¡Ay! ¿el desengaño, 
                      en ese instante, como siempre iba 
                      a dejarme en el alma un nuevo daño? 
                      Contuve mi amorosa tentativa, 
                      y mi ardor reprimí... pero ya estaba 
                      ella, en mis brazos trémulos, cautiva 
                      -¡No, déjame dormir! -la dije- acaba 
                      ¡oh, visión tentadora! ¡Huye, quimera!
                      ¡Aléjate de mí! -Mientras hablaba, 
                      como el manto de un sol de primavera, 
                      sobre mi frente pálida, caían 
                      los bucles de su blonda cabellera. 
                      Se cerraban sus ojos y se abrían 
                      taciturnos, en tanto que sus manos 
                      en mi boca las frases detenían. 
                      -¡Oye! -exclamó- tormentos soberanos 
                      hoy subyugan tu ser... pero no importa, 
                      los sueños de tu amor... no están lejanos.
                      Yo te daré la calma que conforta; 
                      yo te daré la luz... La vida es buena 
                      para aquél que la sufre y la soporta.
                      Yo que siempre la tuya he visto llena 
                      de martirios, angustias y congojas, 
                      con la playa de infecunda arena, 
                      más dichas te daré, que verdes hojas 
                      los árboles frondosos a los nidos,
                      y la tarde, al ocaso, nubes rojas. 
                      Tuyos son mis encantos, mis sentidos,
                      y mi espíritu, terso como el lago 
                      donde se ven los cielos escondidos.
                      y tú, tan sólo me darás en pago 
                      de mi infinito amor, tu amor eterno. 
                      (¡Amor! ¡única fuente en que me embriago!) 
                      Yo rasgaré las brumas del invierno 
                      que hay en tu corazón... y en paraíso 
                      transformaré tu prematuro infierno.
                      Escúchame; no temas; es preciso 
                      que aparte las espinas de tu senda 
                      y te aliente en la lucha. ¡Dios lo quiso! 
                      Yo romperé la tenebrosa venda 
                      que tus párpados cubre; a donde vayas 
                      iré contigo a levantar mi tienda.
                      Visitaremos cumbres, mares, playas, 
                      y un refugio hallarás sobre mi seno, 
                      si es que en el arduo batallar desmayas.
                      Suelta, suelta la copa de veneno 
                      que te brinda en sus vértigos la orgía, 
                      y ven conmigo a espacio tan sereno. 
                      Calló un instante, y, pura como el día, 
                      inundó el resplandor de su mirada, 
                      el yermo campo de la frente mía. 
                      y luego continuó: -Yo sé que cada 
                      palabra dulce que mi labio brota, 
                      tú no la escuchas... ¡oh, desventurada!
                      y al decir esto, no gota tras gota, 
                      sino a raudales se escapó su llanto, 
                      como la sangre de la arteria rota.
                      Mi mano ardía entre la suya, en tanto... 
                      que sus miradas, de ternuras llenas, 
                      reflejaban su amor y su quebranto. 
                      -¡No, déjame dormir! -la dije apenas; 
                      y retiré su mano, más pulida 
                      y blanca que las blancas azucenas. 
                      Ella, ante mi reproche, confundida, 
                      inclinó fatalmente la cabeza 
                      sobre su pecho, como garza herida.
                      ¡y en sus ojos -abismos de tristeza- 
                      lágrima esquiva se quedó, como una 
                      gota de luz de celestial pureza.
                      -Perdóname- exclamó -¡Cuán importuna 
                      he sido, infame suerte! Pero sabe
                      que yo te adoraré como ninguna.
                      Era su voz, dulcísima y suave, 
                      como la triste queja vibradora 
                      que alza en su nido destrozado, el ave. 
                      y aquella última gota tembladora,
                      resbaló por su faz, como el rocío 
                      por el cendal purpúreo de la aurora. 
                      De pronto, con más ímpetu y más brío 
                      se abalanzó sobre mi cuerpo, hermosa, 
                      como el astro que fulge en el vacío. 
                      y estrechando con fuerza poderosa 
                      mis manos indolentes en las suyas 
                      hechas como de pétalos de rosa, 
                      exclamó tiernamente: -Si son tuyas, 
                      mi alma y mi carne y mi belleza rara, 
                      no es justo... no, ¡que de mis brazos huyas! 
                      Si me siguieras tú, ¡cómo te amara! 
                      Y, al hablarme, así, loca de entusiasmo, 
                      era una flor de lágrimas su cara.
                      -Deja, deja ese sórdido marasmo;
                      -continuó- ya verás cómo haré trizas 
                      de tu suerte el fatídico sarcasmo. 
                      Dime, ¿por qué tus dedos no deslizas 
                      por mis bucles copiosos... y me besas? 
                      ¿Por qué la hoguera de mi amor no atizas? 
                      ¿No te bastan mis múltiples promesas, 
                      ni este ósculo quemante que te imprimo, 
                      capaz de hacer tu corazón pavesas? 
                      ¡Ah, no me escuchas... y a tu lado gimo 
                      Sin esperanza y Sin pensar acaso, 
                      que con mis rudos besos te lastimo! 
                      Y este fuego espantoso en que me abraso, 
                      te hace mal... ¡mucho mal! -Irguióse altiva, 
                      y dio, hacia atrás y hacia la puerta, un paso. 
                      Después, como esperando una expresiva 
                      frase amorosa de mi labio mudo,
                      anhelante, quedóse pensativa. 
                      Yo, que sentía en la garganta un nudo, 
                      callé, mientras mis ojos, mal cerrados, 
                      devoraban la carne del desnudo 
                      cuello de aquella virgen de dorados rizos, 
                      y boca de granada abierta, 
                      y ojos como luceros incendiados. 
                      Mas, ella, entonces, cabizbaja, incierta, 
                      se alejó más de mí... luego afanosa, 
                      la mano puso en la entornada puerta. 
                      y doliente, a la par que desdeñosa, 
                      -¡Adiós!- me dijo, con acento triste, 
                      pálida como el mármol de una fosa. 
                      -¡Adiós...! ¡Todo fue inútil! ¡No quisiste 
                      ni mi amor ni mi vida... yo te hubiera 
                      sacado del fangal en que caíste...! 
                      Pero me has desechado... aunque quisiera 
                      salvarte en este instante del abismo 
                      en donde yaces... imposible fuera.
                      ¡Adiós! ¡Adiós! Perdono tu egoísmo 
                      -dijo, y salió. La noche derramaba, 
                      por doquiera, su sombra y su mutismo.
                      De pronto, cual si hubiese un mar de lava 
                      desbordado en mi mente, como un loco 
                      me incorporé... mas ella, se alejaba... 
                      se alejaba a manera de áureo foco 
                      de luz, de clara luz... y se perdía 
                      en la fosca tiniebla, poco a poco. 
                      Corrí; llegué a su lado... Quién creería 
                      que, al tocarla, creció mi desventura 
                      y se hizo más intensa mi agonía.
                      Porque mi mano, lujuriosa y dura, 
                      tan solo consiguió con su torpeza, 
                      desgarrar su flotante vestidura. 
                      ¡Porque ella huyó, con toda su belleza, 
                      dejándome un jirón inmaculado 
                      de su divina veste. Con tristeza
                      alcé los ojos: mudo y desolado 
                      estaba el firmamento; ni una estrella . 
                      en el vasto negror anubarrado 
                      Solamente la rápida centella, 
                      de cuando en cuando, al traspasar la bruma, 
                      dejaba azul y fugitiva huella.
                      Yo, compungido, al ver que, como espuma, 
                      disipándose había aquella maga, 
                      cuyo recuerdo sin cesar me abruma, 
                      saqué otra vez la deslumbrante daga... 
                      mas temblé de pavor... Lanzó un gemido 
                      mi pecho -copa en que el dolor se embriaga. 
                      y angustiado grité: -Tú que escondido 
                      un tesoro de amor para mí guardas! 
                      ¡Tú, que me ofreces en tu seno un nido,
                      ¡Ven! No vaciles. ¡Vuelve! ¿Por qué tardas? 
                      ¿No me ofreciste, en tu delirio, todo? 
                      Mi voz subía hasta las nubes pardas. 
                      -Perdóname -agregué-. Di, de qué modo 
                      podré hacerte tornar... ¡Sálvame, ingrata, 
                      ya que no de la vida, de su lodo!
                      Dime: ¿por qué tu sombra se recata 
                      en la noche sin fin de mi camino? 
                      ¡ven... y mi pena inconsolable mata! 
                      ¡Sálvame! ¡Por piedad...! Un peregrino 
                      del desierto, te busca y te desea, 
                      como la playa el náufrago marino. 
                      ¡Ven! Que en tus ojos insondables vea 
                      otra vez tu mirada soñadora 
                      resplandecer como la luz febea.
                      Pensé fueras visión; -maldita hora 
                      de embriaguez y de hastío...- Tu presencia 
                      parecióme un fantasma... pero ahora 
                      que siento que se aclara mi conciencia, 
                      que te he visto partir... y que he aspirado 
                      de tu cuerpo y tu espíritu la esencia, 
                      no es justo, no, que lejos de tu lado, 
                      me dejes, para siempre, en este mundo, 
                      sin amor, sin virtud... ¡y abandonado! 
                      Ni un acento en la noche: el vagabundo 
                      viento aquietaba su invisible rueca. 
                      El silencio era trágico y profundo. 
                      De repente, una voz, cascada y hueca, 
                      oigo salir de mi aposento; giro 
                      la vista ansiosa... y, como rama seca 
                      de roble añoso, estupefacto miro 
                      en el rincón revuelto de mi cama 
                      una forma espectral; ¿sueño? ¿delirio? 
                      Aquella sombra, con amor me llama; 
                      también me ruega: -¡Ven, ven, eres mío! 
                      ¡Ven, acércate más... no temas! -clama. 
                      ¿Es un vampiro? ¿una mujer? Un frío 
                      polar, mi mustio corazón allana. 
                      Sin embargo, me acerco; desconfío 
                      de mis ojos aún. Es una anciana 
                      de ojos sin luz, de frente comprimida, 
                      de boca escueta y cabellera cana. 
                      La piel toca sus huesos; desvalida, 
                      clava en mi rostro sus marchitos ojos 
                      donde un resto no mas queda de vida. 
                      Es un montón de míseros despojos:
                      rezago de un incendio, gajo seco 
                      cubierto de cenizas y de abrojos.
                      Habla, y su aguda voz parece un eco 
                      que en el cálido ambiente se congela, 
                      porque, al salir, por el obscuro hueco 
                      de su boca glacial, mi sangre hiela. 
                      Cierro los ojos... ábrolos... No hay duda: 
                      riendo está la misteriosa abuela.
                      -¿Ya no la implores más -ronca y ceñuda 
                      dice, al verme acercar- no ves que ahora, 
                      ante tus ruegos, permanece muda? 
                      Esa rara mujer, deslumbradora, 
                      era «La Juventud...,. ¡con qué impaciencia 
                      te suplicó rendida! Haces bien: ¡llora...! 
                      Mas, no la llames ya; de tu presencia 
                      huyó... y no volverá con sus ternuras 
                      a embalsamar tu lóbrega existencia.
                      ¡No, ya no volverá! Las ligaduras 
                      de sus brazos rompiste. En vano, en vano, 
                      buscas ansioso sus miradas puras. 
                      ¡Ven...! Acércate más, ¡dame tu mano! 
                      ¡Ven...! ¡Yo soy «La Vejez!». Para ti tengo 
                      un resto de calor; mi beso es sano.
                      A consolar tus desventuras vengo 
                      y me alargó, con ademán sombrío, 
                      su débil brazo, desteñido y luengo.
                      y agregó impacientándose: -Me río 
                      de tu desdén... si mi fealdad te aterra, 
                      es tarde y todo estéril... Ya eres mío! 
                      Aunque el cansancio en mi interior se encierra, 
                      yo tendré para ti mimos extraños; 
sólo te quedo yo sobre la tierra.
                      Yo sabré suavizar tus desengaños, 
                      contándote la historia de la vida, 
                      el proceso terrible de los años. 
                      Incorporóse un poco, y, en seguida, 
                      echó a mi cuello sus desnudos brazos; 
                      y me besó su boca desabrida. 
                      Entonces comprendí que aquellos lazos 
                      quebrantar no podía. Era el destrozo 
                      dé mi ensueño... tan pronto hecho pedazos. 
                      Hinchó mi pecho un fúnebre sollozo, 
                      y caí desplomado ante la anciana 
                      que se ciñó a mi ser... llena de gozo.
¡y ya su esclavo soy! Solo me afana 
                      dormir el largo sueño de los muertos, 
                      entrar en la gran noche del nirvana. 
                      Porque hoy al ver, obscuros y desiertos, 
                      sin una luz los horizontes míos, 
                      ella me oprime entre sus brazos yertos, 
                      y me humedece... con sus besos fríos. 
               ¿EN QUÉ PIENSAS?
               Dime: cuando en la noche taciturna,
               la frente escondes en tu mano blanca,
               y oyes la triste voz de la nocturna
               brisa que el polen de la flor arranca;
               cuando se fijan tus brillantes ojos
               en la plomiza clámide del cielo...
               y mustia asoma entre tus labios rojos
               una sonrisa fría como el hielo;
               cuando en el marco gris de tu ventana
               lánguida apoyas tu cabeza rubia...
               y miras con tristeza en la cercana
               calle, rodar las gotas de la lluvia;
               dime: cuando en la noche te despiertas
               y hundes el codo en la almohada y lloras...
               y abres entre las sombras las inciertas
               pupilas como el sol abrasadoras;
               ¿en qué piensas? ¿en qué? ¡pobre ángel mío!
               Piensas en nuestro amor despedazado
               ya, como el junco al ímpetu bravío
               del torrente que salta desbordado?
               ¿Piensas tal vez en las azules tardes
               en que a la luz de tu mirada ardiente,
               mis ojos indecisos y cobardes
               posáronse en el mármol de tu frente?
               ¿O piensas en la hojosa enredadera
               bajo la cual un tiempo te veía
               peinar tu ensortijada cabellera,
               al abrirse los párpados del día?
               ¡Quién sabe!... no lo sé, pero imagino
               que en esas horas de aparente calma,
               percibes mucha sombra en tu camino,
               ¡sientes muchas tristezas en el alma!
               Mas... otro amante extinguirá tu frío,
               yo sé que tu pesar no será eterno;
               mañana vivirás en pleno estío...
               y yo, con mi dolor... ¡en pleno invierno!
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               AÚN
               Mil veces me engañó; más de mil veces
               abrió en mi corazón sangrienta herida;
               de los celos la copa desabrida
               me hizo beber hasta agotar las heces.
               Fue en mi vida, con todas sus dobleces,
               la causa de mi angustia -no extinguida-
               aunque, ¡pobre de mí! toda la vida
               su mentiroso amor... pagué con creces.
               Los tiempos han pasado; ya su boca
               no me da sus caricias, ni me abrasa
               el fuego de sus ósculos de loca;
               ¡y sin embargo mi pasión persiste...
               pues, cuando a veces por mi senda pasa,
               me alejo mudo... y cabizbajo... y triste!
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               FLORES NEGRAS
               Oye: bajo las ruinas de mis pasiones, 
               y en el fondo de esta alma que ya no alegras,
               entre polvos de ensueños y de ilusiones
               yacen entumecidas mis flores negras. 
               Ellas son el recuerdo de aquellas horas
               en que presa en mis brazos te adormecías,
               mientras yo suspiraba por las auroras
               de tus ojos, auroras que no eran mías.
               Ellas son mis dolores, capullos hechos;
               los intensos dolores que en mis entrañas
               sepultan sus raíces, cual los helechos
               en las húmedas grietas de las montañas.
               Ellas son tus desdenes y tus reproches
               ocultos en esta alma que ya no alegras;
               son, por eso, tan negras como las noches
               de los gélidos polos, mis flores negras.
Guarda, pues, este triste, débil manojo,
               que te ofrezco de aquellas flores sombrías;
               guárdalo, nada temas, es un despojo
               del jardín de mis hondas melancolías. 
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               EN EL SALÓN
               En tu melena, de la noche habita,
               temblaba una opulenta margarita
               como un astro fragante entre la sombra;
               de pronto, con tristeza,
               doblaste la cabeza
               y rodó la alta flor sobre la alfombra.
               Sin verla, diste un paso
               y la flor destrozaste blandamente
               con tu escarpín de refulgente raso.
               Yo, que aquello miraba, de repente
               con angustia infinita,
               al ver que la tortura deliciosa
               se alargaba de aquella flor hermosa,
               con voz que estrangulaba mi garganta
               dije a la flor ya exánime y marchita:
               "¡Quién fuera tú... dichosa margarita,
               para morir así... bajo su planta!"
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               Y NO TEMBLÉ AL MIRARLA
               ¡Y no temblé al mirarla! El tiempo había
               su tez apenas marchitado; hacía
tanto... que ni de lejos la veía...
               Vago tinte de aurora su semblante
               inundó de repente, en el instante
               en que me vio tan cerca... y tan distante!...
               Las luchas interiores, no los años,
               revelaban también sus desengaños,
               que absortos tuvo a todos los extraños.
               Llevaba en el regazo un pobre niño,
               trémulo y silencioso y sin aliño,
               pero bello, y más blanco que un armiño.
               ¡Todo lo adiviné!... y aquella hermosa
               que fue hasta ayer inmaculada rosa,
               única a quien llamado hubiera esposa...
               pero que nunca a mi reclamo vino,
               que me odió y en mi lóbrego camino
               del desprecio glacial sembró el espino;
               aquella esquiva flor que en una grieta
               de mis ruinas nació, cual la violeta,
               y a un tiempo me hizo pérfido y poeta,
               en el momento en que los rayos rojos
               del triste sol de ocaso, los despojos
               de la tarde alumbraban, de sus ojos
               vertió al bajar del tren, como rocío,
               un diluvio de lágrimas... ¡Dios mío!
               Pero yo estaba como el mármol... ¡frío!
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TÚ NO SABES AMAR
               Tú no sabes amar; ¿acaso intentas
               darme calor con tu mirada triste?
               El amor nada vale sin tormentas,
               ¡sin tempestades... el amor no existe!
               Y sin embargo, ¿dices que me amas?
               No, no es el amor lo que hacia mí te mueve:
               el Amor es un sol hecho de llamas,
               y en los soles jamás cuaja la nieve.
               ¡El amor es volcán, es rayo, es lumbre,
               y debe ser devorador, intenso,
               debe ser huracán, debe ser cumbre...
               debe alzarse hasta Dios como el incienso!
               ¿Pero tú piensas que el amor es frío?
               ¿Que ha de asomar en ojos siempre yertos?
               ¡Con tu anémico amor... anda, bien mío,
anda al osario a enamorar los muertos!
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               TUS OJOS
               Ojos indefinibles, ojos grandes,
               como el cielo y el mar hondos y puros,
               ojos como las selvas de los Andes:
               misteriosos, fantásticos y oscuros.
               Ojos en cuyas místicas ojeras
               se ve el rostro de incógnitos pesares,
               cual se ve en la aridez de las riberas
               la huella de las ondas de los mares.
               Miradme con amor, eternamente,
               ojos de melancólicas pupilas,
               ojos que semejáis bajo su frente,
               pozos de aguas profundas y tranquilas.
               Miradme con amor, ojos divinos,
               que adornáis como soles su cabeza,
               y, encima de sus labios purpurinos,
               parecéis dos abismos de tristeza.
               Miradme con amor, fúlgidos ojos,
               y cuando muera yo, que os amo tanto
¡verted sobre mis lívidos despojos,
               el dulce manantial de vuestro llanto!
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               MADRIGAL
               ¿Me quieres?... ¡Que tu acento me lo diga
               ante aquel sol que muere en el ocaso!
               Tú, que mitigas mi pesar... ¡mitiga
               esta fiebre voraz en que me abraso!
               Tembló su labio y balbució: ¡Lo juro!
               Sus tachonadas puertas entreabría
               la muda noche en la extensión vacía:
               y en mi espíritu lóbrego y oscuro...
               en aquel mismo instante amanecía!
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               VISIÓN
               ¿Eres un imposible? ¿Una quimera? 
               ¿Un sueño hecho carne, hermosa y viva? 
               ¿Una explosión de luz? Responde esquiva 
               maga en quien encarnó la primavera. 
               Tu frente es lirio, tu pupila hoguera, 
               tu boca flor en donde nadie liba 
               la miel que entre sus pétalos cautiva 
               al colibrí de la pasión espera. 
               ¿Por qué sin tregua, por tu amor suspiro, 
               si no habré de alcanzar ese trofeo? 
               ¿Por qué llenas el aire que respiro? 
               En todas partes te halla mi deseo: 
               los ojos abro y por doquier te miro; 
               cierro los ojos y entre mí te veo.
               HUYERON LAS GOLONDRINAS
               Huyeron las golondrinas 
               de tus alegres balcones; 
               ya en la selva no hay canciones 
               sino lluvias y neblinas. 
               Me dan pesar sus espinas 
               sólo porque a otras regiones 
               huyeron las golondrinas 
               de tus alegres balcones. 
               Insondables aflicciones 
               se posan entre las ruinas 
               de mis ya muertas pasiones. 
               ¡Ay, que con las golondrinas 
               huyeron mis ilusiones!
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TODO NOS LLEGA TARDE 
               Todo nos llega tarde... ¡hasta la muerte! 
               Nunca se satisface ni alcanza 
               la dulce posesión de una esperanza 
               cuando el deseo acósanos más fuerte. 
               Todo puede llegar: pero se advierte 
               que todo llega tarde: la bonanza, 
               después de la tragedia: la alabanza 
               cuando ya está la inspiración inerte. 
               La justicia nos muestra su balanza 
               cuando sus siglos en la Historia vierte 
               el Tiempo mudo que en el orbe avanza; 
               Y la gloria, esa ninfa de la suerte, 
               solo en las sepulturas danza. 
               Todo nos llega tarde... ¡hasta la muerte! 
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ALTAS TERNURAS 
I
Una vez acerquéme, compungido, 
a mi Madre -¡mi madre fue una santa 
que pasó por el mundo; bondad tanta, 
en otro corazón no he conocido!- 
Valor la iba a pedir, consuelo, olvido, 
para .seguir viviendo. En mi 
garganta 
se anudaba la voz. Ella, con cuánta 
piedad oyó mi acento 
dolorido. 
La iba a mostrar el mar de mi tristeza; 
la roca de mi duda; 
la maleza 
agresiva y hostil de mi fastidio; 
a pedirla de amor una 
mirada 
que, al radiar en mi senda desolada, 
me apartase del antro del 
suicidio. 
II 
Madre -la dije-, el fardo de la vida 
me agobia de 
tal modo, que no puedo 
resignarme a vivir; y voy, sin miedo, 
a entrar en 
la región - desconocida... 
¡Sálvame! -Su mirada condolida 
se alzó al 
compás de su tembloso dedo, 
y -¡espera! -dijo, con susurro quedo- 
Dios 
besará los labios de tu herida. 
Después cogió en sus manos mi cabeza,
y la apoyó en su seno, que el quebranto 
enjutó en una vida de tristeza.
y humedeció mi frente mientras tanto, 
como con un bautismo de pureza,
con el agua bendita de su. llanto. 
III 
Sus lágrimas de amor 
-esencia pura 
de su inmenso pesar- en lluvia clara 
cayeron, y en los 
surcos de mi cara 
formaron un arroyo de ternura. 
Arroyo que, al 
mojar la comisura 
de mis labios, dejó una huella rara: 
dejó miel en mi 
boca, como para 
endulzar todo el mar de mi amargura. 
Era que el 
llanto del amor materno, 
que hasta entonces pensé fuera de acíbar 
como 
los otros llantos, aunque tierno, 
dejadlo, al estallar, las celdas rotas
del panal de aquella alma, como almíbar 
se desgranaba en transparentes 
gotas. 
IV 
¡Júrame por Tu Dios que, mientras viva 
yo, no te 
matarás! júralo hijo!- 
Mi madre, estremeciéndose, me dijo; 
y se quedo un 
instante pensativa. 
Después, con una voz más compasiva, 
continuó: -Solamente 
eso¡ te exijo; .
luego... puedes matarte, que, de fijo, 
no será tu alma 
de Satán cautiva. 
Porque habré de pedir con tanto celo, 
al Supremo 
Hacedor, después de muerta, 
que te perdone, que obtendré mi anhelo.
Y, cuando expires, estaré yo alerta, 
para adornar, a tu llegada, el cielo,
porque Dios mismo te abrirá la puerta. 
V 
Rodé a sus plantas 
y exclamé -¡lo juro!-
y añadí: -¡cómo imaginar pudiste, 
que este ser, que 
por ti tan sólo existe, 
pudiera abandonarte en lo futuro-! 
Entonces, 
ella, me besó, y su puro 
beso de luz, cuyo calor persiste 
en mi frente, 
cruzó, por mi alma triste, 
como una estrella por el cielo obscuro. 
-Es verdad -murmuró- no desconfío; 
mas, para disipar todos mis miedos 
jura también, desventurado mío, 
que, aunque el dolor tu espíritu taladre,
cerrarás, con la punta de tus dedos, 
los pobrecitos ojos de tu madre.
VI 
Me parece que aún su voz resuena, 
como murmullo de agua 
cristalina;
como el blando rumor de la marina 
onda que va a morir sobre 
la arena. 
Fugaz la vibración de tanta pena, 
cruzaba entonces por su 
faz divina 
como suele cruzar la golondrina, 
el azul de una atmósfera 
serena. 
Porque, al punto, sus ojos -insondables 
piélagos de 
miríficas ternuras- 
y sus marchitos labios adorables,
que sólo 
saborearon amarguras, 
bulleron en sonrisas inefables, 
en sonrisas de 
santa: ¡eran tan puras! 
VII 
Desde aquel día, refrené la amarga
obsesión de morir; y, con paciencia, 
Madre, por ti, llevé de la 
existencia, 
calladamente la penosa carga. 
Hoy que el recuerdo de tu 
amor embarga
mi corazón, refulge tu presencia 
de Mártir, en la sombra y 
la inclemencia 
de esta noche tan lúgubre y tan larga. 
Óigote alzar 
tus fervorosas preces, 
y, por poner a mis temores traba, 
ocultarme tu 
angustia: cuántas veces,
por no hacerme sufrir -¡tarde lo entiendo! 
contuviste la tos que te mataba... 
pues, sin saberlo yo... te ibas muriendo.
VIII 
Aún te miro -con el alma loca 
por el pesar- tendida 
sobre el suelo; 
de tus pupilas empañado el cielo, 
sangre manando la 
entreabierta boca.
Me parece que aún mi mano toca 
tu frente blanca y 
fría como el hielo; 
y que me abrazo a ti, con un anhelo 
furioso, como el 
náufrago a la roca. 
Beso, otra vez, tu boca inanimada, 
como una flor 
de nieve empurpurada 
por la sangre que rápida corría... 
y oigo mi 
grito, el formidable grito 
que voló de mi pecho al infinito: 
aquel grito 
de: ¡Muerta! ¡Madre mía! . 
IX 
Terriblemente pálida, a tu lecho
te llevé, y vi por la hemorragia rojos 
tus labios mustios; tus abiertos 
ojos 
grandes y acuosos, fijos en el techo. 
Te entrelacé las manos 
sobre el pecho, 
y tus miembros, aún tibios y flojos, 
palpé aturdido... y 
ante tus despojos 
permanecí de un hálito en acecho. 
Fue lentamente, 
congelando el frío 
tus facciones augustas y serenas; 
quedó tu cuerpo 
rígido y vacío; 
porque, bajo tu carne de azucena, 
también huyó, con 
el sangriento río, 
hasta el azul del cauce de tus venas. 
X 
Al verte, Madre, entre los brazos presa 
de la Parca, cetme a tus despojos,
y con mis dedos te cerré los ojos, 
cumpliendo así mi funeral promesa.
¡Cómo es la vida! Aquella tarde, ilesa, 
del sol poniente ante los 
rayos rojos, 
de un crucifijo al pie, puesta de hinojos,
yo dejándote 
había; y ¡oh sorpresa! 
¡Tornaba, aquella tarde, más dichoso 
a tu 
lado, que nunca! de repente 
entré a tu cuarto: hállelo silencioso... 
Y, al buscar tu mirada y tu sonrisa, 
con tu cadáver tropecé. Y hay gente
que afirma aún que el corazón avisa. 
XI 
¡Ah, pobre Madre mía 
idolatrada 
yo te juré vivir mientras vivieras; 
y aunque bien sé que sin 
cesar me esperas, 
tú no quieres que acorte la jornada. 
Porque tú 
estás en mí, reconcentrada, 
como si el todo de mi vida fueras. 
¡Madre -te 
juré yo-, mientras no mueras, 
esta existencia atroz, será sagrada. 
y 
como tú no has muerto (aunque a la fosa, 
dicen que te llevé), porque te 
siento
junto a mí, más querida y cariñosa, 
no sé si al exhalar mi 
último aliento, 
hoy, por mi voluntad, Madre piadosa, 
será o no 
quebrantar mi juramento. 
XII 
y en esa duda me. 'revuelvo y gimo
no sé si al acercarme, en esta hora, 
a ti -destello de la gran aurora
celestial- te complazco o te lastimo. 
Mas, como tengo tu constante 
mimo, 
esperaré a la Muerte bienhechora 
que me aproxime a ti, ¡Dulce 
Señora! 
ya que a ti, por tu bien, no me aproximo.
¡Qué importan mis 
constantes sinsabores; 
qué de mi suerte las terribles sañas 
en este 
inmenso valle de dolores, 
si sé que por doquiera me acompañas, 
porque te llevo, amor de mis amores, 
como tú me llevaste... en las entrañas.
XIII
Esperaré; y en día no lejano, 
cuando se apiade mi 
contraria suerte 
y me depare el ósculo de muerte 
que ha de salvarme del 
contagio humano; 
pienso que cielo y tierra y oceano 
de gozo 
temblarán... y que yo, al verte, 
caeré, de nuevo, en tu regazo, inerte, 
después de traspasar el hondo arcano. 
Mas luego, nuestras almas en un 
grito 
de amor se fundirán... y un mismo anhelo 
nos llevará a los pies de 
Dios bendito. 
y así como esos astros de áureo vuelo 
que vagan de 
infinito en infinito, 
volaremos los dos, de cielo en cielo. 
XIV 
Y en un eterno abrazo confundidos, 
lejos de las mundanas mezquindades,
oiremos, en las altas claridades. 
de la angélica orquesta los sonidos.
Y veremos, con ojos sorprendidos, 
la desaparición de las edades, 
hasta que el mundo, envuelto en tempestades, 
caiga en rotos fragmentos 
esparcido. 
y cuando en esa vida misteriosa, 
toda mi sed de dicha se 
mitigue, 
y tú sientas la calma prodigiosa, 
como en el cielo todo se 
consigue,
tú, serás una estrella esplendorosa.
Yo, un satélite tuyo... que 
te sigue. 
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EN EL CAFÉ 
Y aquel amigo me contó tu 
historia: 
negra historia de horribles liviandades, 
que hoy viven 
azotando mi memoria, 
como azotan al mar las tempestades. 
Me habló de 
tus sonrisas y miradas, 
de tus abrazos mudos y tus besos, 
y de todas las 
vivas llamaradas 
de tu amor... y también de sus excesos. 
Pobre amigo 
Inocente, no sabía 
que cuando estaba de su amor hablando, 
las puertas 
del infierno me entreabría; 
me estaba el corazón despedazando! 
-¿No 
la conoces tú? -me dijo al cabo-. 
-¡Tan hermosa! ¡Tan dulce! ¡Tan ardiente!-
Y yo que he sido de tu amor esclavo, 
-No- respondí con voz desfalleciente,
en tanto que llegaban, como tropa 
de aves enfermas, los recuerdos gratos
de tus caricias en la noche aquella, 
-¡Por ella...! -dijo- y levantó su copa-
-¡Salud... por ella...! ¡Por ella...!". 
Yo alcé mi copa y murmuré: "¡Por 
ella...!"
. 
Mas, como viese en esta 
vez, mi amigo bizarro, 
humedecerse mis pestañas, 
fijo en mi faz -¿Lloras? -.,dijo- 
y yo exclamé: 
"¿No ves que me molesta 
El humo que despide tu cigarro?".