Biografía de Manuel María Flores
MANUEL M. FLORES
(1840-1885)
Manuel María Flores nació en San Andrés Chalchicomula, México.
Estudió Filosofía en el Colegio de San Juan de Letrán hasta
el año 1859, fecha en que abandonó sus estudios. Perteneció
al Partido Liberal, luchó contra los franceses, estuvo preso
en el Castillo de Perote. Cuando la república fue reinstaurada
obtuvo el cargo de diputado, posteriormente formó parte del
Liceo Hidalgo, además de pertenecer al grupo de escritores
que encabezó Manuel Altamirano, quien escribió el prólogo de su
primer libro; "Pasionarias" que fue publicado en el año de 1874.
Este poeta romántico es considerado como uno de los más grandes
representantes del Romanticismo Mexicano
Manuel, sostuvo una relación sentimental con Rosario de
la Peña, mujer por quien se suicidó Manuel Acuña.
Falleció este insigne poeta en el año de 1885.
Después de su muerte, aparecieron sus "Poesías inéditas" en
el año de 1910 y en el año de 1953 "Rosas caídas" (su diario).
***
Prólogo al poemario "Pasionarias" de Manuel María Flores, redactado por Ignacio M. Altamirano.
EL POETA
Corrían los años de 1857 y 1858, entre las porfiadas luchas del partido
liberal y del partido reaccionario, que ensangrentaban la República y apenas
dejaban tiempo para pensar en otra cosa que no fuese la política o la guerra.
Yo estudiaba entonces Derecho en el Colegio Nacional de San Juan de Letrán y
comenzaba mis ensayos en el periodismo. En el primero de estos años
tempestuosos, dividía, pues, mi atención entre las contradicciones del
Digesto, que no producían sino un diluvio de sutilezas en la Catedra, y las
disputas irritantes de la política, que traían agitados a liberales y
conservadores y provocaban la más sangrienta de nuestras guerras civiles.
Por mas que yo fuese un escritor joven y bisoño en aquella
época y a tal punto desconocido, que ni siquiera mi nombre aparecía en mis
articulejos, había contraído relaciones nuevas en los círculos literarios o
conservaba algunas antiguas de colegio con escritores ya renombrados o que se
conquistaban una reputación en las lides periodísticas de actualidad. Así, mi
humilde cuarto solía transformarse, por la afluencia frecuente de estos amigos,
en redacción de periódico, en club reformista o en centro literario, que se
aumentaba naturalmente con la asistencia de numerosos estudiantes curiosos y
partidarios ardentísimos de la revolución.
Con ellos nos dirigíamos muchas veces a las galerías del
Congreso para asistir a las sesiones en que se discutía la Constitución y para
aplaudir los elocuentes discursos de Ocampo, de Ramírez, de Zarco y de Arriaga,
y para tomar nota de los esfuerzos que hacían el ministro Laíragua y la
pandilla de falsos liberales contra las libertades humanas y políticas. Pero
dando tregua a estos alborotos, que duraban, a veces, semanas enteras, lo más
común era consagrarnos a las conversaciones literarias, en las que salían a
relucir todas las reputaciones poéticas contemporáneas y todos los conatos de
bella literatura que se hacían lugar de cuando en cuando entre los ruidos
pavorosos de la matanza y la destemplada grita de los partidos.
Esas sesiones no carecían de interés y hasta llegaban a
tomar a veces el aspecto de una Cátedra o de una Academia, cuando las presidía
alguno de los veteranos de la Literatura o de los campeones de la prensa
militante, porque solían aparecerse por allí los amigos míos de quienes he
hablado al principio. Marcos Arróniz, el apasionado cantor de Herminia, el
excelente traductor del Don Juan, de Byron, que acababa de trocar su lira
melodiosa por el sable reaccionario de Puebla, y que aprehendido después como
conspirador, había sido encerrado en una prisión, donde, como el Tasso, había
comenzado a perder el juicio. Él me pagaba las visitas hechas en su cárcel y
asistía a nuestras reuniones melancólico y abatido, pero siempre hablando de
poesía, con su sonrisa triste y su palabra fácil y elegante, que vibraba como
si quisiese traducir la amarga pena que se revelaba en sus ojos profundos. ¡Pobre
Marcos! Poco tiempo después, pero en aquellos mismos días, se encontró su
cadaver en el camino de Puebla, junto al Agua
del Venerable, sin saberse cómo ni por qué estaba allí. Sospechóse un
suicidio. Tal vez. Pero se dijo también que caminando Arróniz, solo, por
aquellos bosques plagados entonces de bandidos, pudo más probablemente ser
asesinado por éstos. Así murió uno de los mas inspirados poetas de México,
el aristócrata entre ellos por su educación europea, por sus hábitos y aun
por sus opiniones. Nosotros, revolucionarios y demócratas, respetabamos siempre
sus ideas, de que por otra parte se abstenía de hablar en presencia nuestra, y
respetabamos todavía más su desgracia y su talento, nublado ya por la
demencia. Arróniz había empapado su poesía en la poesía de Byron. El gran
poeta inglés era su modelo, su maestro, su favorito. Como él, era hermoso,
enfermizo y escéptico; como él, había amado mucho y había sufrido tremendos
desengaños; como él también, manejaba bien las armas; pero al contrario de él,
no amaba la Libertad, al menos la combatió sirviendo al dictador Santa Anna
contra el pueblo, y se expuso después a todos los peligros, peleando
valerosamente en la batalla de Ocotlán al lado de la reacción. Fueron vanos
los esfuerzos de su gran amigo Zarco para atraerlo a nuestras filas. Estaba en
la desgracia y rehusó, hasta que se trastornó su cerebro. ¡Pobre Marcos!
Otro de los tertulianos era Florencio María del Castillo,
que redactaba ya el Monitor Republicano y era muy conocido por sus bellísimas y
sentimentales novelas, arrojadas en medio de esta sociedad envuelta en vapores
de sangre, como blancas flores de aroma suave y dulce. Florencio escribía
entonces su Hermana De Los Angeles, y en su calidad de redactor de uno de los
periódicos más avanzados del día, era un contendor exaltado; pero su fisonomía
móvil y nerviosa se trasfiguraba hablando de literatura, su risa perdía el
caracter burlón que la hacía temible disputando, tornabase benévola como
siempre, y con el argot gracioso que acostumbraba, decía cosas encantadoras de
novedad.
José Rivera y Río era el elemento de la contradicción
literaria, y con sus arranques pesimistas o indignados, daba pábulo a la
conversación. En eterna disputa con Juan Mateos, que ya era abogado, pero que
seguía teniendo, como hasta hoy, el carácter estudiantil ligero, epigramático
y burlón, Rivera y Río, serio y enfático, se irritaba como un niño oyendo
las carcajadas sonoras con que Juan respondía a sus sentencias lacónicas como
un apotegma antiguo. Terciaba siempre en tales disputas, dominándolas con su
voz de trueno y su altiva figura dantoniana, Manuel Mateos, que a su turno traía
siempre a mal traer al pobre Juan Díaz Covarrubias, que murmuraba con voz
sentimental sus agudas respuestas. ¡Cosa singular! Aquellos dos jóvenes, el
grande y hercúleo Manuel Mateos y el pequeño y pálido Juan Díaz Covarrubias,
estaban siempre en discordia, y dos años después, debían morir juntos y
abrazados en el cadalso de Tacubaya. Alguna vez, habiéndonos hecho amigos en
las galerías del Congreso de Miguel Cruz Aedo, el ilustrado escritor y valiente
soldado jalisciense, lo trajimos también a nuestro corrillo de Letrán, y
mientras estuvo en México, formó en nuestras filas y encontró en nosotros un
auditorio entusiasta para sus artículos dignos de Camilo Desmoulíns y sus
discursos dignos de Saint Just.
Aquel era el
bello tiempo de los sueños de Libertad y de Poesía, de los propósitos
generosos y de los juramentos revolucionarios que pronto iban a cumplirse,
porque la guerra estaba allí para reclamar el cumplimiento de los votos
juveniles.
Nuestro círculo, mitad político y mitad literario, se
ensanchaba cada vez más, admitiendo nuevos adeptos del mismo Colegio de Letrán.
Ya figuraban en él desde el principio, Alfredo Chavero, Emilio Velasco y Juan
Doria; los dos primeros, laboriosísimos estudiantes; el tercero, reservado,
pero vehemente liberal fronterizo que ya había tenido tres o cuatro riñas a
causa de las discusiones de la Constitución. Pronto vino a incorporarsenos un
joven a quien estaba reservada una gran celebridad poética. Había entrado a
principios de aquel mismo año de 1857, a cursar Filosofía en Letrán, como
interno, un joven de diez y seis años, moreno, pálido, de grandes ojos negros,
de abundante cabellera ensortijada y de aspecto triste y enfermizo. Paseabase en
las horas de estudio con sus compañeros, en el corredor de los filósofos, pero
sin llevar el libro abierto en las manos, como los demás, ni recitando su lección
en voz alta, sino con el libro constantemente cerrado y debajo del brazo,
taciturno, con los ojos clavados en el suelo y siempre sumergido en hondas
meditaciones. No estudiaba, nadie lo conocía, no buscaba amigos, no tomaba
parte en los grupos charladores que se formaban en las horas de recreo, sino que
durante ellas se encerraba en su cuarto y allí permanecía sentado
indolentemente y siguiendo con mirada distraída las espirales de humo de su
enorme pipa alemana. Decididamente aquel joven era un misántropo, tal vez un
enamorado a quien encerraban por fuerza en el colegio para apartarlo de
aventuras amorosas, tal vez un negligente o un soñador, víctima de grandes
pesares o presa de recuerdos palpitantes todavía. Los curiosos pronto lo
asediaron. En el colegio es difícil que se mantenga por mucho tiempo un
caracter envuelto en el misterio, y la juventud es eminentemente expansiva y
confidente. A pocos días se supo que el joven misántropo era nativo del Estado
de Puebla y que hacía versos, versos de amor melancólicos y apasionados. Como
era natural, esta noticia se comunicó inmediatamente a nuestro centro
literario; el joven me fue presentado por sus amigos y yo lo presenté a los míos,
quienes lo recibieron con afecto fraternal, que se aumentó cuando le oyeron
recitar con modestia, que llegaba hasta la timidez, sus enamoradas elegías.
Aquel poeta soñador y ardiente era Manuel M. Flores.
Desde entonces fuimos amigos; desde entonces comenzamos a
gustar de esa poesía intensa y embriagadora que rebosan sus versos, como
rebosan los aromas en las flores de los bosques tropicales. Había en esos
cantos juveniles, suspiros apasionados y quejas audaces que nos causaban extrañeza.
Eran los rumores vagos que anunciaban la erupción próxima de un volcan de amor
y de poesía!
Marcos Arróniz acababa de morir. Este joven lo sustituía al
punto en la poesía elegiaca. Como aquel, estaba devorado por ese malestar
indefinible, por esas aspiraciones al ideal que no se alcanza, por esa ansia de
amor insaciable y por esa melancolía ingénita que se llamó en Europa, en otro
tiempo, el mal de Werther. Pero Flores
no tenía el espíritu nebuloso de Arróniz, que parecía perdido siempre entre
las brumas del Norte, y la filosofía escéptica de Byron. En los versos del
joven poeta erótico, no se sentían. aquellos dejos de amarga duda que producen
la fiebre en Manfredo y el sarcasmo envenenado en los labios de Don Juan. No; en
ellos corría la savia fecunda de la fe y del amor, a veces en la forma más
sensual. Era la pasión despertándose poderosa y exigente en un corazón
virgen. Los gemidos del desengaño vinieron después, y del corazón de Flores
puede decirse con Enrique Gil:
¡Ay del corazón del niño
Que se abrió sin vacilar,
Sin reserva y sin aliño,
Pidiendo al mundo cariño
Y no lo pudo encontrar!
En Flores, la tristeza de entonces era el crepúsculo matinal de la vida; la
tristeza de Arróniz era una sombra de la tarde. En aquél, presentimiento quizá
de los dolores del alma; en el último, la hez acre de los desengaños. Así
comenzó Flores su existencia poética. Por lo demas, cuando no escribía o
conversaba con nosotros, volvía a encerrarse en su silencio y se paseaba
meditabundo, de modo que podía describirse él mismo, como Víctor Hugo a los
diez y seis años. Y sin embargo de su indolencia y de que parecía no estudiar
a ninguna hora, se presentaba a examen y salía bien. Pasó el año de 1857, y a
fines de él estalló la guerra civil en la ciudad de México, que se prolongó
hasta Enero de 1858, en que la reacción triunfante quedó apoderada de la
ciudad que había abandonado a sus garras Comonfort, por una serie de
debilidades y de torpezas increíble. Nuestro club, naturalmente, no volvió a
reunirse, y trabajos tuvimos los estudiantes lateranos para sustraernos a la
suspicacia de la policía. Todavía escribí yo, indignado, aquellos
alejandrinos Los Bandidos De La Cruz, que eran muy malos, pero que en alas de la
pasión de partido, volaron por toda la República, agitada entonces por los dos
bandos. Manuel Flores, Juan Doria y otros diez estudiantes les hicieron su
primera edición en la memoria, edición que sirvió para imprimirlos. Todavía
Florencio del Castillo vino a leernos algunos folletos incendiarios, y Juan Díaz
Covarrubias algunas estrofas que circulaban en los colegios; todavía Manuel
Mateos y yo, escribimos una tarde, en los bordes de la fuente de Letrán, los
atroces dísticos contra el Gobierno reaccionario; todavía nos vimos alguna vez
reunidos en algunos cuartos de la Escuela de Medicina o del Colegio de Minería,
que eran focos de conspiración en que mantenían el fuego revolucionario
Francisco Prieto (hijo de Guillermo); Mariano Degollado (hijo de D. Santos);
Ignacio Arriaga (hijo de Ponciano); Juan Díaz Covarrubias y Juan Mirafuentes.
Pero se acabaron las reuniones : Miguel Cruz Aedo había
volado a Guadalajara, en donde él precisamente salvó a Juarez de ser asesinado
por los militares amotinados en favor de la reacción; Florencio del Castillo
había sido desterrado de México por el Gobierno reaccionario; Manuel Mateos
fue a unirse al ejército liberal; Juan Mateos y Rivera y Río se ocultaron o
fueron presos. Sólo quedamos los demás, conspirando, escribiendo hojas
liberales que se imprimían por estudiantes en una imprenta clandestina, o
entreteniendo nuestra impaciencia política con el estudio de la Literatura.
Flores, Velasco, Chavero, Doria y yo, pasabamos así el tiempo. Yo era entonces
catedrático de Letrán y explicaba los clásicos latinos a Manuel Olaguibel,
Juan Govantes, Diódoro Contreras, Manuel. Lares, Manuel Ticó, V. Canalizo,
Pedro Miranda, Emilio Monroy y otros, hoy abogados, médicos, diputados, jueces,
y entonces muchachos de catorce años. Entre aquellos clásicos había uno que
no era de texto, pero que yo amaba y amo mucho todavía: Tíbulo, el tierno Tíbulo,
el juez de los versos de Horacio:
« Albi, nostrorum sermonuri candide judex, »
cuyas elegías eran mi encanto. Entonces comenzaba yo la traducción de todas
ellas, que esta es la hora en que no concluyo todavía, pero que publicaré un día
de estos, con gran sorpresa de los que me creen tardío. Pues bien: leyendo y
releyendo, saboreando y paladeando el suave y puro latín de este poeta del
siglo de oro, como si paladeara una anfora de Sécubo o de Falerno, me sorprendí
muchas veces de encontrar en las apasionadas elegías del cantor de Delia, la
misma ternura, el mismo fuego, el mismo acento sensual que hacían tan
atractivas las poesías de Flores. Y le comuniqué mi opinión sobre la extraña
semejanza que encontraba entre su genio poético y el del poeta romano. Él se
sonrió mortificado por la modestia. No conocía a Tíbulo. Era un Tíbulo
americano, inconsciente de su semejanza con aquel autor de las penas amorosas.
Era de la familia, sentía, amaba y cantaba como él, pero no conocía a su
deudo de la antigua Roma. Yo no sé si lo ha conocido después, pero supongo que
no lo necesitaba. Tenía una organización igual, una alma poética y triste, un
caracter taciturno y propio para errar meditando entre las selvas.
« tacitum silvas Ínter reptare salubres Curantem »
mucha savia juvenil, un anhelo infinito de amar y ser amado, un corazón de
fuego y muchas Delias en la sonrosada nube de sus sueños.
Pero aquel estado de lúgubre sopor en que vivíamos le fue
insoportable al fin. El colegio era para él una cárcel, la falta de libertad política
que se respiraba entonces hasta en la atmósfera, lo asfixiaba; su alma joven y
ardiente aleteaba en busca de espacio, de aire y de luz en aquella jaula, y
al fin, dejó el colegio en 1859 y se fue a vivir la vida del bohemio
libre, sin obligaciones, sin recursos, pero sin inquietudes y sin trabas.
A poco dos negros ojos andaluces, que fascinaban y embriagaban, fueron los
primeros que como dos soles disiparon por completo el crepúsculo de aquella
vida juvenil. Y no volvimos a vernos por entonces. También nosotros todos
fuimos dispersados por la borrasca política. Manuel Mateos y Juan Díaz
Covarrubias, habían sido asesinados en Tacubaya, el 11 de abril de 1859. La
indignación, la furia se apoderó de todos sus amigos. Juan Doria partió para
Nuevo León, Emilio Velasco para Tamaulipas, yo me fui al Sur. Todos nos
volvimos combatientes o salimos al menos de esta repugnante y abrumadora atmósfera
de tiranía que pesaba sobre México.
También Flores tuvo que salir pronto de ella; también él
tomó parte en la política liberal, y tan pronto como se vio libre de los
encantos de su Circe, fue a combatir en Puebla en la primera oportunidad.
Defensor siempre de su patria y de sus ideas, con la pluma y con la acción,
supo en la guerra de intervención cumplir con su deber como soldado, y a
consecuencia de eso, no tardó en ser perseguido y preso en el Castillo de
Perote, por orden del general francés De Thun, comandante de Puebla. Permaneció
encerrado en las mazmorras de la vieja fortaleza con su hermano Luis, por
espacio de cinco meses, hasta que salió para ser confinado en Jalapa. Después
ha tenido una suerte varia, pero ha seguido firme en sus opiniones democráticas,
y por ellas ha merecido venir dos veces a ocupar una curul en la Cámara de
diputados de la Unión, de la que hoy es diputado suplente siendo propietario en
la Legislatura de Morelos. Pero ¡ay! ¡cuánto han cambiado los tiempos y
cuanta tristeza causa recordar aquellos días de Letrán y aquel grupo querido a
cuyo calor, como en un búcaro, nacieron las primeras Pasionarias! ¡Las
tormentas políticas, la guerra, los pesares, el soplo mismo de la vida, han
arrebatado ya del mundo a más de la mitad de aquellos entusiastas jóvenes que
se reunían en un cuarto humilde de Letrán, soñando con la fama, la poesía y
la gloria!
Marcos Arróniz, suicida o asesinado en 1857; Manuel Mateos y
Juan Díaz Covarrubias, fusilados en Tacubaya en 1859; Florencio del Castillo,
muerto del vómito en Ulúa, en donde lo habían encerrado los franceses en
1863; Miguel Cruz Aedo, asesinado en Durango en el año de 1860; Juan Doria, el
heroico batallador del Cimatario en 1867, muerto del corazón, en 1870, y
Mirafuentes, muerto en el Gobierno del Estado de México, en 1880. Sólo
quedamos Juan Mateos, que ha llenado el teatro de piezas dramáticas, la prensa
de novelas y poesías líricas y las cámaras con el acento de su voz de
tribuno; Alfredo Chavero, que habiendo sido, como el anterior, poeta dramático
y diputado, vive entregado a la Arqueología; Emilio Velasco, que es hoy
ministro de México en París; José Rivera y Río, que después de haber
publicado poesías, novelas y libros de texto, se ha hecho ermitaño desengañado
y triste, como el médico de H. Arnaud, y por último, el que servía de lazo de
unión de aquellos muchachos y que hoy escribe este largo prólogo para el
Benjamín de aquella familia, que está vivo también, pero triste, abatido,
casi ciego, sin esperanzas, abrumado por grandes dolores recientes que han
despedazado su corazón, y que si arranca todavía sonidos dolorosos de su
enlutada lira y canta, es solo
« Perché cantando il duol si disacerba, » como dijo el Petrarca.
II
SU OBRA
Un joven escritor español de gran talento y de copiosa instrucción, D. Antonio
Fernandez Merino, ha juzgado ya a Manuel Flores como poeta, y nada puede
escribirse mejor y mas acertadamente después de lo que ha dicho en la Revista
de Andalucía aquel excelente crítico. Ademas, Flores ha sido seguramente uno
de los poetas mas leídos en México; la juventud recita con entusiasmo sus
versos; las damas los aprenden de memoria, privilegio que no conceden a nadie;
la prensa mexicana los ha comentado siempre con agrado y tributándoles
merecidas alabanzas; sobre ellos y sobre Flores ha recaído ya un fallo de la
opinión, que es unánime, y por él, Flores es uno de los primeros poetas eróticos
de México. Puesto es ese que aquí y en todas partes se alcanza ya con suma
dificultad; porque si el amor, ley del mundo, es tan vasto como él, y como él
también tiene variados aspectos, la verdad es que su expresión puramente
humana y poética, ha sido una fuente tan concurrida, que el manantial parece ya
agotarse. Los poetas siguen cantando sus amores en todos los tonos y en todas
las formas, y seguirán así, porque el amor seguirá inspirándolos hasta que
el enfriamiento del planeta haga desaparecer de su faz a la raza humana; pero lo
difícil, lo raro es que logren decir algo nuevo después de lo que han dicho
los poetas eróticos del Asia antigua, de la Grecia, de la Roma del siglo de
oro, de la Roma de la decadencia, los trovadores de la Edad Media, los
imitadores del Renacimiento y los poetas eróticos modernos de todas partes. Lo
difícil y lo raro es conmover después de que ellos han conmovido, encontrar un
resorte, un rincón del corazón humano, después de que ellos los han
registrado y usado todos; hallar un grito, una nota, un suspiro que no hayan
resonado ya en la lira, en el salterio, en la zampona, en el arpa, en el laúd
de los poetas de los tiempos pasados. Es verdad que no se puede exigir siempre
lo nuevo y que el nihil sub solé novum es mas cierto en la poesía erótica
que en otra cosa cualquiera; pero la novedad de la forma y de la expresión, la
variedad de las lenguas, la diversidad de las razas y la evolución del espíritu
al través de los tiempos y de los medios sociales, deben revestir, al menos,
con ropaje nuevo, el sentimiento eterno que, como condición de existencia, ha
agitado siempre al hombre. Y estas nuevas galas no consisten ciertamente en el
juego pueril de la combinación métrica, ni en la extravagancia del título, ni
en la exageración hiperbólica de los sentimientos, ni en esas mil bagatelas
con que los imitadores vulgares disfrazan su falta de originalidad. Consisten en
algo que sólo el talento es capaz de producir y que no alcanzan a obtener los
rimadores vulgares. De modo que hasta para esta feliz renovación de la belleza
creada por otros, se necesita del genio propio, so pena de ser como el joyero
que en vez de dar mayor hermosura a una piedra labrada por un artista antiguo,
la deforma y la apaga al engastarla en una alhaja moderna. Así, el que sabe
crear o trasladar felizmente la belleza poética de otros países y de otras
edades, es una rara avis en el mundo
moderno y más todavía en nuestro país. En la América del Sur, la poesía
amorosa, como toda poesía, ha florecido bajo aquel cielo ardiente y luminoso,
como floreció bajo el bello cielo de la Grecia, y ha sorprendido y sorprende
todavía con todos los encantos de una riqueza original. Pero ¿qué mucho que
allí se haya mostrado fecunda la Poesía, si aquella turba de admirables
cantores ha ido a buscar nuevos acentos e inspiraciones nuevas en los rumores
armoniosos de las selvas seculares, en las riberas de los ríos majestuosos, en
la contemplación de sus montañas gigantescas coronadas por la nieve o por el
humo de los volcanes, en la orilla de los mares solitarios, en el silencio
solemne de las Pampas y en el fuego de las vírgenes morenas, de ojos negros, de
boca de granada, de cintura cimbradora y de pie breve, que aman como gacelas y
que odian como leonas.?
El nacimiento de la poesía sudamericana ha sido un verdadero
Génesis, y no la reproducción del arte antiguo implantado en el Nuevo Mundo.
La libertad la hizo germinar en un suelo virgen, la fecundó el sol de los trópicos
y la guerra la arrulló en su cuna con sus estrépito terribles y con sus
himnos de gloria. Es fiera y original esa poesía sudamericana, y para estimarla
en su justo valor es preciso considerarla como poesía primitiva, por más que
su forma tenga algo de común con la poesía moderna. Así, aunque Andrés Bello
haya cantado en lengua castellana la Agricultura De La Zona Tórrida, y haya
manejado como un antiguo el plectro griego, en su lira no vibran los acentos de
ningún poeta europeo; las Geórgicas mismas palidecen ante las mágicas
bellezas de la Oda sublime, Horacio es tibio y raquítico, Lucrecio parece
incompleto y las fantasmagorías de Píndaro bajan a ocultarse en el polvo de
Olimpia. Bello no tiene ascendientes ni maestros en la poesía europea, y en
cuanto a la lengua poética que usa, puede decirse de él también que ha dorado
el oro y perfumado la rosa. Apenas si lo tiene en Hornero el cantor de Junín ;
pero si en la voz del Hornero colombiano se escucha a veces una armonía
semejante a la armonía antigua, esa semejanza debe buscarse solamente en la Ilíada
y no en ningún poema épico de otra edad. Olmedo también es un patriarca. ¿Y
Juan Carlos Gómez? Pues qué, ¿los alejandrinos del bardo oriental a La
Libertad, o los cantos de dolor que resuenan en su arpa templada en la soledad
melancólica de las pampas uruguayas, tienen algo de parecido en la poesía
antigua o moderna? ¿Y José Mármol? El apostrofe a Rosas no se expresa
con acentos conocidos en ninguna lengua. El poeta argentino los ha arrancado del
huracán que agita las selvas de los Andes, del aliento destructor del Pampero,
del ronco estruendo del Tequendama, de los tumbos del mar embravecido, del
mugido pavoroso del Chimborazo y de la catarata de truenos de las tormentas
americanas. Buscad la explosión de cólera fulminante de Mármol en la poesía
antigua, y no la encontraréis. Los Rosas no han faltado en ninguna parte, pero
la lira de ese gran poeta honrado no había sido dada por el numen a ningún
mortal, ni aun a los profetas iracundos de Israel. Juvenal agitaba el látigo,
pero no lanzó rayos jamás. Los poetas no se habían sentado nunca en el trono
de Júpiter. Después de Mármol en América, Víctor Hugo ha lanzado en Europa
apostrofes parecidos; pero antes que él, en vano sería escuchar el eco de las
cóleras antiguas. ¿Y los cantores de amor? Los cantores de amor son también
hijos de la virgen naturaleza americana, abrasada por el sol. Sus idilios tienen
el aroma salvaje de las grandes florestas, el color del cielo inundado por la
luz y el sabor de las frutas que destilan miel. Esos poetas no son plásticos
solamente como los griegos, ni sensuales como los latinos, ni místicos como los
trovadores, ni hiperbólicos como los árabes, ni libertinos como los franceses,
ni sombríos como los alemanes. Son castos aunque ardientes, dulces aunque bravíos
y conceptuosos, a pesar de su graciosa sencillez. La poesía amorosa
sudamericana, es una poesía sui generis,
mezcla singular de la fiereza galante española y de la dulzura melancólica del
indio.
Abigaíl Lozano, tiene por alma una sensitiva; sus elegías
son quejas de paloma enamorada y escondida entre los bosques; Esteban Echeverría,
el cantor de La Cautiva, es el soñador de las llanuras del desierto y del océano;
Adolfo Berro, es el cantor de los dolores americanos; Acuña de Figueroa,
traduce en sus cantos las armonías del pueblo oriental; Luis Domínguez, canta
la majestad del Ombú, Ricardo Palma, las penas del pueblo de los Incas, y Jorge
Isaacs, el dulce y triste historiador de María, así como ha encontrado a la
Fatalidad antigua oculta entre las selvas del Cauca, ha encontrado también en
ellas nuevos acentos de amor para Saúl. Pues bien; estos son, y otros muchos,
los creadores de la poesía americana del Sur. Ellos han sabido ser originales,
porque en vez de imitar palida y fríamente la manera poética europea, han
buscado en su país de América y en su propio corazón, la fuente de sus
inspiraciones.
Los hablistas, los castizos, los gramáticos empeñados a
toda costa en emparentar a los poetas sudamericanos con los poetas españoles,
como se empeñaban a todo trance los frailes del siglo XVI en emparentar a los
indios autóctonos con los judíos, encuentran sendos defectos de lenguaje en
estos cantos de una poesía virgen y exuberante de juventud. Si meditaran un
poco, comprenderían que los poetas sudamericanos han roto adrede las ligaduras
de las reglas para crearse una lengua propia en que expresar sus pensamientos,
en que dar nombre y cabida a los objetos de su país; la lengua debe reflejar la
naturaleza, el espíritu y las costumbres de un pueblo, y la lengua española
castiza era ya pequeña para reflejar la naturaleza, el espíritu y las
costumbres de los pueblos americanos. Desde temprano la mezcla de las razas, el
contagio de las lenguas y la necesidad o el hábito, dieron un caracter peculiar
al idioma de estas naciones mezcladas, y en materia de lenguaje, ya se sabe que
los pueblos no aguardan nunca el fallo de las Academias. Ellos son sus propios
legisladores y oráculos. Los pueblos americanos tuvieron su lengua, después
tuvieron sus libertades y sus instituciones políticas, luego tuvieron su
literatura. Asumieron su derecho en materia de nacionalidad y pudieron asumirla
en materia de idioma. No ha procedido de otro modo España, después de que se
ha ido emancipando de la dominación de los cartagineses, de los romanos, de los
barbaros y de los árabes. No seguirá procediendo de otro modo al aceptar la
invasión de los modismos científicos de la lengua alemana o de la lengua
griega, de los modismos artísticos y literarios de la lengua francesa y de los
modismos industriales de la lengua inglesa. Las lenguas castizas son estatuas
modeladas en diferentes barros: ¿por qué no ha de formarse una en cada nación
de la América latina? Los poetas
sudamericanos la han levantado ya y la adoran. Por eso han sido y seguirán
siendo originales. ¿Sabéis ahora por qué lo es también la obra de Manuel
Flores? Porque el vate mexicano no es hijo de la vieja literatura europea. Desde
su edad temprana, sintiéndose poeta, ensayando todavía sus primeros cantos, se
encontró con los poetas que acabamos de mencionar y que eran nuestra lectura
favorita en el círculo juvenil de Letrán. Allí pudo admirar a esta virgen que
no se presentaba con los atavíos de cien civilizaciones muertas o decadentes,
sino con los encantos nuevos de nuestra robusta naturaleza. Y entonces
Flores que, siguiendo las inclinaciones de la juventud casi siempre propensa a
imitar, pudo seguir las huellas de Espronceda o de Bermúdez de Castro (que a su
vez seguían las de Goethe o de Byron), o las de Arolas o de Zorrilla, como lo
hacían muchos jóvenes de su tiempo y como lo hacen hoy los del nuestro,
imitando a Víctor Hugo, a Heine o a Becquer, se detuvo a pensar y pensó bien.
Pensó que procediendo como procedían los poetas sudamericanos, esto es,
buscando el quid divinum, no en
escuela ninguna, sino en la inspiración libre del alma americana, en medio de
los deseos, de las tristezas o de las aspiraciones de nuestro mundo social,
encontraría la fuente de la originalidad que necesitaba para desencadenar su
numen, se dejó arrebatar por él y fue poeta, como los poetas de la América
del Sur, osado, extraño, original. Eso ha hecho pensar que su estilo poético
participa de todas las escuelas, sin reproducir ninguna con su caracter
peculiar. En efecto, la originalidad en literatura tiene algunas semejanzas con
todo lo conocido. Pero justamente la vaguedad de estas semejanzas y la variedad
infinita de ellas, prueba que no ha habido molde en la creación y que ella es
hija de un caracter propio y fuertemente individual. Tales son los cantos
amorosos de Flores y tales son también sus odas patrióticas, sus elegías
desesperadas, sus sátiras pesimistas y hasta sus ligeros epigramas, que como
una suave sonrisa alegran de cuando en cuando la fisonomía de sus versos, o
encendidos por la pasión o nublados por una inmensa tristeza: ¡las sombras del
ocaso del alma! Alguna vez el bardo mexicano va a tomar el pétalo de una rosa,
pero sólo un pétalo de la ardiente copa del amor antiguo, para ponerlo en el
borde de la suya; pero ya a tomarlo en la poesía primitiva, en la Pastoral De
Sulem, entre los suspiros impacientes de la pasión virgen. Bésame con
el beso de tu boca. Esa es una gota de esencia que se confunde en la esencia
embriagadora del Cantar americano.
Cuando Flores imita o traduce, lo expresa. Horacio, Dante,
Shakespeare, Lessing, Víctor Hugo, Quinet, Alfredo de Musset, son extranjeros
para nuestra lengua, pero Campoamor no; y cuando. Flores quiere, por descanso o
por capricho, imitar una manera extraña y aplaudida como la Dolora, lo dice.
Por lo demas, como traductor, es fiel, elegante, y en sus manos, lo piedra
preciosa de que hablamos antes, adquiere mayor brillo. Las traducciones solas
bastarían para darle un nombre, si el título primero para conquistarlo no
consistiera en su propio talento. Como sus hermanos los americanos del Sur,
también ha hecho su manera de hablar. Le reprochan dulcemente unos críticos, y
son los más autorizados, y magistralmente otros, y son los menos literatos,
algunos defectos de prosodia. Enhorabuena. Manuel Flores los comete también de
propósito, porque consistiendo en la manera de computar los diptongos, no se
necesita de mucha ciencia prosódica para conocerlos y para evitarlos. Pero el
poeta quiere hablar la lengua de México, y lo singular del caso es que los
mexicanos leen sus versos como él quiere, y el ritmo y la cadencia suenan bien.
Yo no justifico estos defectos, y siento que Flores se obstine en ellos. ¡Líbreme
el cielo, además, de incurrir en la cólera de los puristas! Pero no me indigno
ante pequeñeces pueriles, y sobre todo, me agrada más la grandeza virgen de
las selvas y de las montañas, que la simetría recortada de los jardincillos
ingleses y que la figura grotesca de los montículos artificiales. La belleza poética
hace olvidar el defecto prosódico. ¡Quién sabe si fue puro el hebreo del
Cantar De Los Cantares! El exegeta Kuenen ha probado que las profecías de
Daniel estaban inficionadas de caldaico; el Dante corrompió el italiano para
crear la lengua poética, como Lutero el alemán para traducir la Biblia; la
aljamía endulzó los primeros versos castellanos, como el dialecto bajo hizo enérgicas
las expresiones de Shakespeare y armoniosas las frases de Cervantes. Los cantos
de Netzahualcóyotl tenían seguramente las inflexiones tetzcocanas, que eran
impurezas en la lengua de los méxicas. ¿Quién pide ortografía a los Eddas,
la medida italiana a las baladas del Norte y el ritmo latino a las coplas de
Jorge Manrique?
Pero no es necesario decir tanto. La armonía de los versos de Flores desaparece
ante la magia de su ardiente poesía, pero encanta por sí sola. Los tropiezos
prosódicos son pocos y en los labios mexicanos son ningunos. Cuando un gramático
habla de ellos a una dama o a un joven, éstos sonríen graciosamente y recitan
con delicia las coplas. ¡He aquí la poesía!...
Ella sola, ella es la aureola que rodea esa frente, hoy pálida, abatida y
enferma de pesar y de amor; ella es el consuelo único de ese espíritu en que
se han apagado uno a uno los luceros de la esperanza, como se van apagando ante
los ojos del poeta los astros del cielo; ella hará su nombre inmortal y
querido en la patria mexicana y donde quiera que palpite un corazón sensible.
Ignacio M. Altamirano.
México, noviembre 25 de 1882.