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RAMÓN MARÍA DEL VALLE INCLÁN
(1869-1936)
Escritor español, nacido en Villanueva de Arosa (Pontevedra) y fallecido en Santiago de Compostela. Pasó su infancia y adolescencia en su comarca natal y cursó la carrera de abogado en la Universidad de Compostela. A los veinte años se trasladó a México, de donde regresó poco después. En 1895 inició en Madrid sus tareas literarias con cuentos y artículos, publicados en la prensa, que permitían vislumbrar al futuro maestro. Recorrió gran parte de América del Sur y de 1914-18 vivió en Francia.
Valle-Inclán representa, frente a la línea de la Generación del 98 propiamente dicha -Unamuno, Azorín, Antonio Machado...- una tendencia más esteticista y complacida en efectos de lenguaje y forma -es decir, lo que se ha llamado en literatura «modernismo»-. No se trata, sin embargo, de un vacío estilismo; en el trabajo de taracea de Valle-Inclán, e incluso en su curiosa y extravagante personalidad, rodeada por él mismo de fabulosos embustes, había un designio moral en la búsqueda de refinada perfección, siquiera en el arte.
Su obra es vasta y toda ella marcada por un sello inconfundible; en cuanto a la poesía, sus versos están hoy demasiado olvidados, porque su calidad pictórica y musical no responde a los gustos que han venido luego; pero no pierden su vigencia.
Mejor pervive su obra narrativa, cuya exquisitez expresiva parece contraponerse, aun con exageración, al descuido prosaico de los narradores españoles de la segunda mitad del siglo XIX. Quizá su obra más famosa sea la tetralogía de Sonatas (1902-05), cuyo protagonista, el marqués de Bradomín, «feo, católico y sentimental», tiene algo de Don Juan, pero trasladado a unas atmósferas inesperadas -la mexicana, que en realidad es imaginaria, o la gallega, en la de Otoño-. Aquí Valle-Inclán ha creado un género de escasa resonancia en lo sucesivo: la que podríamos llamar «novela artística», pintada con refinada morosidad, creando una densa neblina de irrealidad lírica.
Seguramente contiene mayor virtuosidad su genial novela seudo-americana Tirano Banderas (1926), que, sin verdadera experiencia de la tierra de ultramar, se pone a la cabeza de las narraciones revolucionarias y paisajistas que luego han sido predilectas de los novelistas de Hispanoamérica. Ya es característico el hecho de que en su estilo, aun pretendiendo ser un relato de ambiente mexicano, se mezclen las expresiones típicamente mexicanas con las argentinas; todo ello, desde luego, sin perder los giros propios, madrileños y regionales, tan explotados y personalizados siempre por Valle-Inclán. Pero, una vez que el oído acepta tal polifonía, es preciso rendirse a la evidencia de que esta novela del «generalito» es una pieza maestra, aun dentro de toda su irrealidad de segunda mano.
Con todo, el gran legado de Valle-Inclán hubiera podido ser el ciclo, apenas comenzado, El ruedo ibérico (iniciado en 1920), que quiso renovar el género galdosiano de los Episodios nacionales, tratándolo con todo lujo de estilismo. Sin embargo, La corte de los milagros (1927) y Viva mi dueño (1928), llegan a quedarse demasiado enredadas en las volutas de la expresión recargada, aunque son una sabrosísima estampa imaginada de la España de Isabel II, figura ésta que tanto obsesionó a Valle-Inclán -también en el teatro, en Farsa y licencia de la Reina Castiza-. Tal vez para el lector medio, el Valle-Inclán novelista puede tener su más grato acceso en Los cruzados de la causa (1908), trilogía de novelas de la Guerra Carlista.
Cuestión aparte es la del teatro de Valle-Inclán, algunas de cuyas piezas siguen representándose en escenarios de minoría. Por un lado, hallamos en él una sección de obras líricas, a veces demasiado ornamentadas y convencionales (Cuentos de abril), pero a veces sugestivas en su calidad lírica (Romance de lobos), y, sobre todo, las obras que Juan Ramón Jiménez admiraba como su «teatro gallego».
Pero lo más característico del teatro valleinclanesco es su línea de «esperpentos», piezas de agrio colorido y acción violenta, donde las figuras son caretas grotescas o figurones de un solo trazo. Este singular mundo teatral va desde la brutalidad de Ligazón al falsete guiñolesco de Los cuernos de Don Friolera (o en otro corte, desde la pasión intensa de La cabeza del Bautista a la caricatura fúnebre de El terno del difunto). Aquí está probablemente la más fecunda sugestión dejada por Valle-Inclán para lectores y creadores sucesivos, aunque las costumbres del público teatral no hayan dado hasta ahora plena vigencia a este legado escénico; su talento tuvo su mejor logro en las tablas, donde todo personaje debe estar reducido a unos pocos trazos y a unos pocos modos de expresión, más bien que en la novelística, cuya obligación de narrar queda interferida por el explayamiento de Valle-Inclán en la ornamentación del estilo.
Los años siguientes están marcados por la alternancia entre períodos de reconocimiento y cargos públicos con otros de penurias económicas. Se divorcia de su esposa y ve rechazada definitivamente su candidatura a la Academia.
Muere en Santiago el 4 de Enero de 1936.
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