Los éxtasis de la montaña
de Julio Herrra y Reissig
WEBMASTER: Justo S. Alarcón
ÍNDICE
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LOS ÉXTASIS DE LA MONTAÑA
Eglogánimas
El despertar
Alisia y Cloris abren de par en par la puerta
y torpes, con el dorso de la mano haragana,
restréganse los húmedos ojos de lumbre incierta,
por donde huyen los últimos sueños de la mañana
La inocencia del día se lava en la fontana,
el arado en el surco vagaroso despierta
y en torno de la casa rectoral, la sotana
del cura se pasea gravemente en la huerta...
Todo suspira y ríe. La placidez remota
de la montaña sueña celestiales rutinas.
El esquilón repite siempre su misma nota
de grillo de las cándidas églogas matutinas.
Y hacia la aurora sesgan agudas golondrinas
como flechas perdidas de la noche en derrota.
El regreso
La tierra ofrece el ósculo de un saludo paterno
Pasta un mulo la hierba mísera del camino
y la montaña luce, al tardo sol de invierno,
como una vieja aldeana, su delantal de lino.
Un cielo bondadoso y un céfiro tierno...
La zagala descansa de codos bajo el pino,
y densos los ganados, con paso paulatino,
acuden a la música sacerdotal del cuerno.
Trayendo sobre el hombro leña para la cena,
el pastor, cuya ausencia no dura más de un día,
camina lentamente rumbo de la alquería.
Al verlo la familia le da la enhorabuena...
Mientras el perro, en ímpetus de lealtad amena,
describe coleando círculos de alegría.
El almuerzo
Llovió. Trisca a lo lejos un sol convaleciente,
haciendo entre las piedras brotar una alimaña
y al son de los compactos resuellos del torrente,
con áspera sonrisa palpita la campaña...
Rumia en el precipicio una cabra pendiente;
una ternera rubia salta entre la maraña,
y el cielo campesino contempla ingenuamente
la arruga pensativa que tiene la montaña.
Sobre el tronco enastado de un abeto de nieve,
ha rato que se aman Damócaris y Hebe;
uno con su cayado reanima las pavesas,
otro distrae el ocio con pláticas sencillas...
Y de la misma hortera comen higos y fresas,
manjares que la Dicha sazona en sus rodillas.
La siesta
No late más un único reloj: el campanario,
que cuenta los dichosos hastíos de la aldea,
el cual, al sol de enero, agriamente chispea,
con su aspecto remoto de viejo refractario...
A la puerta, sentado se duerme el boticario...
En la plaza yacente la gallina cloquea
y un tronco de ojaranzo arde en la chimenea,
junto a la cual el cura medita su breviario.
Todo es paz en la casa. Un cielo sin rigores,
bendice las faenas, reparte los sudores...
Madres, hermanas, tías, cantan lavando en rueda
las ropas que el domingo sufren los campesinos...
Y el asno vagabundo que ha entrado en la vereda
huye, soltando coces, de los perros vecinos.
La velada
La cena ha terminado: legumbres, pan moreno
y uvas aún lujosas de virginal rocío...
Rezaron ya. La Luna nieva un candor sereno
y el lago se recoge con lácteo escalofrío.
El anciano ha concluido un episodio ameno
y el grupo desanúdase con un placer cabrío...
Entre tanto, allá fuera, en un silencio bueno,
los campos demacrados encanecen de frío.
Lux canta. Lidé corre. Palemón anda en zancos.
Todos ríen... La abuela demándales sosiego.
Anfión, el perro, inclina, junto al anciano ciego,
ojos de lazarillo, familiares y francos...
Y al son de las castañas que saltan en el fuego
palpitan al unísono sus corazones blancos.
El alba
Humean en la vieja cocina hospitalaria
los rústicos candiles... Madrugadora leña
infunde una sabrosa fragancia lugareña;
y el desayuno mima la vocación agraria...
Rebota en los collados la grita rutinaria
del boyero que a ratos deja la yunta y sueña...
Filis prepara el huso. Tetis, mientras ordeña,
ofrece a Dios la leche blanca de su plegaria.
Acongojando el valle con sus beatos nocturnos,
salen de los establos, lentos y taciturnos,
los ganados. La joven brisa se despereza...
Y como una pastora, en piadoso desvelo,
con sus ojos de bruma, de una dulce pereza,
el Alba mira en éxtasis las estrellas del cielo.
La vuelta de los campos
La tarde paga en oro divino las faenas...
Se ven limpias mujeres vestidas de percales,
trenzando sus cabellos con tilos y azucenas
o haciendo sus labores de aguja en los umbrales.
Zapatos claveteados y báculos y chales...
Dos mozas con sus cántaros se deslizan apenas.
Huye el vuelo sonámbulo de las horas serenas.
Un suspiro de Arcadia peina los matorrales...
Cae un silencio austero... Del charco que se nimba
estalla una gangosa balada de marimba.
Los lagos se amortiguan con espectrales lampos,
las cumbres, ya quiméricas, corónanse de rosas...
Y humean a lo lejos las rutas polvorosas
por donde los labriegos regresan de los campos.
La huerta
Por la teja inclinada de las rosas techumbres
descienden en silencio las horas... El bochorno
sahúma con bucólicas fragancias el contorno
ufano como nunca de vistosas legumbres.
Hécuba diligente da en reparar las lumbres...
Llegan por el camino cánticos de retorno.
Iris, que no ve casi, abandona su torno,
y suspira a la tarde, libre de pesadumbres.
Oscurece. Una mística Majestad unge el dedo
pensativo en los labios de la noche sin miedo...
No llega un solo eco, de lo que al mundo asombra,
a la almohada de rosas en que sueña la huerta...
Y en la sana vivienda se adivina la sombra
de un orgullo que gruñe como un perro a la puerta.
Claroscuro
En el dintel del cielo llamó por fin la esquila.
Tumban las carrasqueñas voces de los arrieros
que el eco multiplica por cien riscos y oteros,
donde laten bandadas de pañuelos en fila...
El humo de las chozas sube en el aire lila;
las vacas maternales ganan por los senderos;
y al hombro sus alforjas, leñadores austeros,
tornan su gesto opaco a la tarde tranquila...
Cerca del Cementerio -más allá de las granjas-,
el crepúsculo ha puesto largos toques naranjas.
Almizclan una abuela paz de las Escrituras
los vahos que trascienden a vacunos y cerdos...
Y palomas violetas salen como recuerdos
de las viejas paredes arrugadas y oscuras.
La iglesia
En un beato silencio el recinto vegeta.
Las vírgenes de cera duermen en su decoro
de terciopelo lívido y de esmalte incoloro;
y San Gabriel se hastía de soplar la trompeta...
Sedienta, abre su boca de mármol la pileta.
Una vieja estornuda desde el altar al coro...
Y una legión de átomos sube un camino de oro
aéreo, que una escala de Jacob interpreta.
Inicia sus labores el ama reverente.
Para saber si anda de buenas San Vicente
con tímidos arrobos repica la alcancía...
Acá y allá maniobra después con un plumero,
mientras, por una puerta que da a la sacristía,
irrumpe la gloriosa turba del gallinero.
El cura
Es el cura... Lo han visto las crestas silenciarías,
luchando de rodillas con todos los reveses,
salvar en pleno invierno los riesgos montañeses
o trasponer de noche las rutas solitarias.
De su mano propicia, que hace crecer las mieses,
saltan como sortijas gracias involuntarias;
y en su asno taumaturgo de indulgencias plenarias,
hasta el umbral del cielo lleva a sus feligreses...
El pase del hisopo al zueco y la guadaña;
él ordeña la pródiga ubre de su montaña
para encender con oros el pobre altar de pino;
de sus sermones fluyen suspiros de albahaca;
el único pecado que tiene es un sobrino...
Y su piedad humilde lame como una vaca.
La llavera
Viste el hábito rancio y habla ronco en voz densa;
sigue un perro la angustia de su sombra benigna;
mascullando sus votos, reverente, consigna
un espectro achacoso de rutina suspensa...
Al repique doméstico de sus llaves, se piensa
en las brujas de Rembrandt... sin embargo, es tan digna
que Luzbel la chamusca, por lo cual se persigna
y con aguas benditas neutraliza su ofensa...
Ella sabe la historia de los Santos Patrones,
de Syllabus, de ritos y de Kirieleysones...
Ella sufre nostalgias sordas del Santo Oficio.
En la gloria del Padre será libre de expurgo.
Y se tiene por cierto que en la Noche del Juicio
dará fe de los buenos moradores del burgo...
El consejo
El astrónomo, el vate y el mentor se han reunido...
La montaña recoge la polémica agreste;
y en el aire sonoro de campana celeste,
las tres voces retumban como un solo latido.
Conjeturan fiebrosos del principio escondido...
Luego el mago predice la miseria y la peste;
el poeta improvisa, mientras, vuelto al Oeste,
el astrónomo anuncia que en Hispania ha llovido.
Ebrios de la divina majestad del tramonto,
los discursos se agravan.,. Es ya noche. De pronto,
arde en fuga una estrella... interrogan sus rastros
cual mil ojos abiertos al Enigma Infinito:
se hace triple el silencio del consejo erudito...
Dedos entre la sombra se alzan hacia los astros.
La noche
La noche en la montaña mira con ojos viudos
de cierva sin amparo que vela ante su cría;
y como si asumieran un don de profecía,
en un sueño inspirado hablan los campos rudos.
Rayan el panorama, como espectros agudos,
tres álamos en éxtasis... Un gallo desvaría,
reloj de medianoche. La grave luna amplía
las cosas, que se llenan de encantamientos mudos.
El lago azul de sueño, que ni una sombra empaña,
es como la conciencia pura de la montaña...
A ras del agua tersa, que riza con su aliento,
Albino, el pastor loco, quiere besar la luna.
En la huerta sonámbula vibra un canto de cuna...
Aúllan a los diablos los perros del convento.
El ángelus
Salpica, se abre, humea, como la carne herida,
bajo el fecundo tajo, la palpitante gleba;
al ritmo de la yunta tiembla la corva esteva,
y el vientre del terruño se despedaza en vida.
Ímproba y larga ha sido como nunca la prueba...
La mujer, que afanosa preparó la comida,
en procura del amo viene como abstraída,
dando al pequeño el tibio, dulce licor que nieva.
De pronto, a la campana, todo el valle responde:
la madre de rodillas su casto seno esconde;
detiénese el labriego y se descubre, y arde
su mirada en la súplica de piadosos consejos...
Tórnanse al campanario los bueyes. A lo lejos
el estruendo del río emociona la tarde.
Las horas graves
Sahúmase el villaje de olores a guisados;
el párroco en su mula pasa entre reverencias;
laten en todas partes monótonas urgencias,
al par que una gran calma inunda los sembrados.
Niñas en las veredas cantan... En los porfiados
cascotes de la vía gritan las diligencias,
mientras en los contornos zumba hacia las querencias,
el cuerno de los viejos pastores rezagados.
Lilas, violadas, lóbregas, mudables como ojeras,
las rutas, poco a poco, aparecen distintas;
cuaja un silencio oscuro, allá por las praderas
donde cantando el día se adormeció en sus tintas...
Y adioses familiares de gritas lastimeras
se cambian al cerrarse las puertas de las quintas.
La flauta
Tirita entre algodones húmedos la arboleda...
La cumbre está en un blanco éxtasis idealista;
y en brutos sobresaltos, como ante una imprevista
emboscada, el torrente relinchando rueda.
Todo es grave... En las cañas sopla el viento flautista.
Mas súbito, rompiendo la invernal humareda,
el sol, tras de los montes, abre un telón de seda,
y ríe la mañana de mirada amatista.
Cien iluminaciones, en fluidos estambres,
perlan de rama en rama, lloran de los alambres...
Descuidando el rebaño, junto al cauce parlero,
Upilio se confía dulcemente a su flauta,
sin saber que de amores, tras un álamo, incauta,
contemplándole Filida muere como un cordero.
Los perros
El olivo y el pozo... Dormida una aldeana
en el brocal... A un lado la senda viajadora,
y un hombre paso a paso: todo lo que a la hora
suspira una evangélica gracia samaritana...
El sol es, miel, la brisa pluma y el cielo pana...
Y el monte, que una eterna candidez atesora,
ríe como un abuelo a la joven mañana,
con los mil pliegues rústicos de su cara pastora.
Pan y frutas: ingenuos desayunos frugales.
Mientras que los pastores huelgan de sus pradiales
fatigas o se lavan en los remansos tersos,
maniobran hacia el valle de tímpanos agudos
los celosos instintos de los perros lanudos,
de voz ancha, que integran los ganados dispersos.
Idilio
La sombra de una nube sobre el césped recula...
Aclara entre montañas rosas la carretera
por donde un coche antiguo, de tintinante mula,
llena de ritornelos la tarde placentera.
Hundidos en la hierba gorda de la ribera,
los vacunos solemnes satisfacen su gula;
y en lácteas vibraciones de ópalo, gesticula
allá, bajo una encina, la mancha de una hoguera.
Edipo y Diana, jóvenes libres de la campiña,
hacen testigo al fuego de sus amores sabios;
con gestos y pellizcos recélanse de agravios;
mientras él finge un largo mordisco, ella le guiña:
y así las horas pasan en su inocente riña,
como una suave pluma por unos bellos labios.
Ebriedad
Apurando la cena de aceitunas y nueces,
Luth y Cloe se cambian una tersa caricia;
beben luego en el hoyo de la mano, tres veces,
el agua azul que el cielo dio a la estación propicia.
Del corpiño indiscreto, con ingenua malicia,
ella deja que alumbren púberas redondeces.
Y mientras Luth en éxtasis gusta sus embriagueces,
Cloe los bucles pálidos del amante acaricia.
Anochece. Una bruma violeta hace vagos
el aprisco y la torre, la montaña y los lagos...
Sofocados de dicha, de fragancias y trinos,
ella calla y apenas él suspírala: ¡Oh Cloe!
¡Mas de pronto se abrazan al sentir que un oboe
interpreta fielmente sus silencios divinos!
Las madres
Verde luz y heliotropo en los amplios confines...
El cielo, paso a paso, deviénese incoloro;
en la fuente decrépita iza un iris canoro
la escultura musgosa de los cuatro delfines.
Suena, de roca en roca, sus cándidos trintrines
la vagabunda esquila del rebaño, y en coro,
ante Dios que retumba en la tarde, urna de oro,
los charcos panteístas entonan sus maitines.
Y a grave paso acuden, por los senderos todos,
gentes que rememoran los antiguos éxodos:
mujeres matronales de perfiles oscuros,
cuyas carnes a trébol y a tomillo trascienden,
ostentando el pletórico seno de donde penden
sonrosados infantes, como frutos maduros.
Los carros
Mucho antes que el agrio gallinero, acostumbra
a cantar el oficio de la negra herrería,
husmea el boticario, abre la barbería...
En la plaza hay tan sólo un farol (que no alumbra).
A través de la sórdida nieve que apesadumbra,
los bueyes del cortijo aran la cercanía,
y en gesto de implacable mala estación, el guía
salpica de improperios rurales la penumbra.
Mientras, duerme la villa señorial... Los amores
de la fuente se lavan en su mármol antiguo;
y bajo el candoroso astro de los pastores,
ungiendo de añoranzas el sendero contiguo,
pasan silbidos lentos y aires de tiempo ambiguo,
en tintinambulantes carros madrugadores.
La dicha
Todas -blancas ovejas fieles a su pastora-
recogidas en torno del modesto santuario,
agrúpanse las pobres casas del vecindario,
en medio de una dulce paz embelesadora.
La buena grey asiste a la misa de aurora...
Entran gentes oscuras, en la mano el rosario;
bendiciendo a los niños, pasa el pulcro vicario
y detrás la llavera, siempre murmuradora...
Se come el santuario musgoso la borrica
del doctor, que indignado un sochantre aporrea.
Transparente, en la calle principal, la botica
sugestiona a las moscas la última panacea.
Y a «ras» de su cuchillo cirujano, platica
el barbero intrigante: folletín de la aldea.
Buen día
«Do re mi fa» de un piano de vidrio en el follaje...
Regálase la brisa de un sacro olor a hinojos;
y protegiendo el dulce descanso del villaje
vela el paterno cielo con un billón de ojos...
Lumbres en la montaña vuelcan sobre el paisaje
claroscuros cromáticos y vagos infra-rojos;
pulula en monosílabos crescendos un salvaje
rumor de insectos; ladran perros en los rastrojos.
De súbito, el sereno, en trasnochado canto,
pregona: «¡Son las cinco!» Tal como por encanto,
de gárrulas comadres y vírgenes curiosas
reviven los umbrales; y noche todavía,
cruzan de boca en boca los ingenuos «buen día»
como hilos de alegre rocío entre las rosas.
El secreto
Se adoran. Timo atiende solícita al gobierno
de su casuca blanca. Bion, a sus pocas reses.
Y bajo la tutela de días sin reveses,
Amor retoza y medra como un cabrito tierno.
Con casta dicha, Timo, en el claustro materno,
siente latir un nuevo corazón de tres meses...
Y sueña, en sus oscuros arrobos montañeses,
que la penetra un rayo del Dinamismo Eterno.
Ante el amante, presa de ardores purpurinos,
se turba y el secreto tiembla en sus labios rojos:
huye, torna, sonríe, se oculta entre los pinos...
Bion calla, pero apenas descifra sus sonrojos
la estrecha, y en un beso pone el alma en sus ojos
donde laten los últimos ópalos vespertinos.
El domingo
Te anuncia un ecuménico amasijo de hogaza,
que el instinto del gato incuba antes que el horno.
La grey que se empavesa de sacrílego adorno
te sustancia en un módico pavo real de zaraza...
Un rezongo de abejas beatifica y solaza
tu sopor, que no turban ni la rueca ni el torno...
Tú irritas a los sapos líricos del contorno;
y plebeyo te insulta doble sol en la plaza...
¡Oh domingo! La infancia de espíritu te sueña,
y el pobre mendicante que es el que más te ordeña...
Tu genio bueno a todos cura de los ayunos,
la Misa te prestigia con insignes vocablos,
¡ y te bendice el beato rumiar de los vacunos
que sueñan en el tímido Bethlem de los establos!...
Panteo
Sobre el césped mullido que prodiga su alfombra,
Job, el Mago de acento bronco y de ciencia grave,
vincula a las eternas maravillas su clave,
interroga a los astros y en voz alta les nombra...
Él discurre sus signos... Él exulta y se asombra
al sentir en la frente como el beso de un ave,
pues los astros le inspiran con su aliento suave,
y en perplejas quietudes se hipnotiza de sombra.
Todo lo insufla. Todo lo desvanece: el hondo
silencio azul, el bosque, la Inmensidad sin fondo...
Transubstanciado él siente como que no es el mismo,
y se abraza a la tierra con arrobo profundo...
Cuando un grito, de pronto, estremece el abismo:
¡y es que Job ha escuchado el latido del mundo!
La misa cándida
Jardín de rosa angélico, la tierra guipuzcoanal
Edén que un Fra Doménico soñara en acuarelas...
Los hombres tienen rostros vírgenes de manzana,
y son las frescas mozas óleos de antiguas telas.
Fingen en la apretura de la calleja aldeana,
secretearse las casas con chismosas cautelas,
y estimula el buen ocio un trin-trin de campana,
un pum-pum de timbales y un fron-fron de vihuelas.
¡Oh campo siempre niño! ¡Oh patria de alma proba!
Como una virgen, mística de tramonto, se arroba...
Aves, mar, bosques: todo ruge, solloza y trina
las Bienaventuranzas sin código y sin reyes...
Y en medio a ese sonámbulo coro de Palestrina,
oficia la apostólica dignidad de los bueyes!
La zampoña
Lux no alisa el corpiño, ni presume en la moña;
duda y calla cruelmente, y en adustos hastíos
sus encantos se apagan con dolientes rocíos,
y su alma en precoces desalientos, otoña.
Job también hace tiempo receloso emponzoña
sus ariscos afectos con presuntos desvíos.
Y a la luna y durante los ocasos tardíos,
da en contar sus dolencias a la buena zampoña.
En casa, las amigas de Lux le hacen el santo,
la obsequian y la adulan... Bulle la danza, en tanto
Lux ríe. Su hermosura esa noche destella...
¡Mas de pronto se vuelve con nervioso desvelo,
la cabeza inclinada y los ojos al cielo,
pues ha oído que llora la zampona por ella!
La escuela
Bajo su banderola pertinente, la escuela
bate con aleluyas de gorrión lugareño;
y chatos de modorra, endosados a un leño,
unos tristes jamelgos dicen de la clientela...
Desde el pupitre, rígido el preceptor recela
por el decoro unánime... mas, estéril empeño,
amasando el «morrongo» cabecea su sueño,
lo que escurre conatos sordos de francachela.
Entona su didáctica de espesas digestiones,
a cada rato un riego enorme de oraciones...
Aunque, a decir lo justo, su ciencia es harto exigua;
la palmeta y la barba le hacen expeditivo...
Y entre la grey atónita, dómine equitativo,
rebaña su mirada llena de luz antigua.
Galantería ingenua
A través de la bruma invernal y del limo,
tras el hato, Fonoe cabra la senda terca;
mas de pronto, un latido dícele que él se acerca...
Y, en efecto, oye el silbo de Melampo su primo.
A la llama, el coloquio busca sabroso arrimo;
luego inundan sus fiebres en la miel de la alberca;
hasta que la incitante fruta de ajena cerca
les brinda la luz verde dulce de su racimo.
Después ríen... ¡de nada! ¿para qué tendrán boca?
Y por fin -Dios lo quiso- él, de espaldas la choca
y la estriega y la burla, ya que Amor bien maltrata...
Y ella en púdicas grimas, con dignidades tiernas
de doncellez, se frunce el percal que recata
la primicia insinuante de sus prósperas piernas...
El guardabosque
La mesnada que aúlle o la sierpe se enrosque,
vela impávido, y sólo que un mal sueño lo exija,
suspicaz corno un gato, duérmese el guardabosque
con su brazo de almohada y el buen sol por cobija...
Él se mira en su selva como un padre en su hija.
Y aunque cruja la nieve y aunque el cielo se enfosque
la primera instantánea del oriente lo fija
como a un genio hierático, Sacerdote del bosque.
Los domingos visita la cocina del noble,
y al entrar, en la puerta deja el palo de roble.
De jamón y pan duro y de lástimas toscas,
cuelga al hombro un surtido y echa a andar taciturno;
del cual comen, durante la semana, por turno
él, los gatos y el perro, la consorte y las moscas...
El baño
Entre sauces que velan una anciana casuca,
donde se desvistieran devorando la risa,
hacia el lago, Foloe, Safo y Ceres, de prisa
se adelantan en medio de la tarde caduca.
Atreve un pie Foloe, bautizase la nuca,
y ante el espejo de ámbar arróbase indecisa;
meneando el talle, Safo respinga su camisa
y corre, mientras Ceres gatea y se acurruca...
Después de agrias posturas y esperezos felinos,
gimiendo un ¡ay! glorioso se abrazan a las ondas,
que críspanse con lúbricos espasmos masculinos...
Mientras, ante el misterio de sus gracias redondas,
Loth, Febo y David, púdicos tanto como ladinos,
las contemplan y pálidos huyen entre las frondas.
El labrador
Cual si pluguiese al Diablo -vaya un decir- engorda
el granero vecino con la triple cosecha...
Y aunque él jura y zuequea, esta arcilla maltrecha
sigue siendo madrastra o que realmente es sorda...
Mas con todo: ¡«Aires rubios!» -tesonero barbecha-,
y bien que el medro esquivo no es una vaca gorda,
a Dios gracias la era patrimonial desborda...
cuanto para ir capeando la estación contrahecha.
Y mientras el probable rendimiento calcula,
con un pan de la víspera entretiene su gula...
Sabe un gusto a consorte en la masa harto linda,
por lo cual en domésticas bendiciones se arroba...
Y con ojos de humilde Lázaro, el terranova
atisba las migajas que a intervalos le brinda.
La granja
Monjas blancas y lilas de su largo convento,
las palomas ofician vísperas en concilio,
y ante el Sol que, custodia regia, bruñe el idilio,
arrullan el milagro vivo del Sacramento...
Una vil pesadumbre, solemne en su aspaviento
suntuoso, ubica el pavo: Gran Sultán en exilio.
El disco de los cisnes sueña Renacimiento,
mármoles y serenos éxtasis de Virgilio.
Con pulida elegancia de Tenorio en desplante,
un Aramís erótico, fanfarrón y galante,
el gallo erige... ¡Oh, huerto de la dicha sin fiebre!
No faltan más que el agua bendita y el hisopo,
para mugir las cándidas consejas del pesebre
y cacarear en ronda las fábulas de Esopo.
Otoño
La druídica pompa de la selva se cubre
de una gótica herrumbre de silencio y estragos;
y Cibeles esquiva su balsámica ubre,
con un hilo de lágrimas en los párpados vagos...
Sus cabellos de místico azafrán llora Octubre
en los lívidos ojos de muaré de los lagos.
Las cigüeñas exodan. Y los búhos aciagos
ululúan la mofa de un presagio insalubre...
Tras de la cabalgata de metal, las traíllas
ladran a las casacas rojas y a las hebillas...
El cuerno muge. Todo ríe de austera corte.
El abuelo Silencio trémulo se solaza...
Y zumba la leyenda ecuestre de la caza
en medio de un hierático crepúsculo del Norte.
El monasterio
A una menesterosa disciplina sujeto,
él no es nadie, él no luce, él no vive, él no medra.
Descalzo en dura arcilla, con el sayal escueto,
la cintura humillada por borlones de hiedra...
Abatido en sus muros de rigor y respeto,
ni el alud, ni la peste, sólo el Diablo le arredra;
y como un perro huraño, él muerde su secreto
debajo su capucha centenaria de piedra.
Entre sus claustros húmedos, se inmola día y noche
por ese mundo ingrato que le asesta un reproche...
Inmóvil ermitaño sin gesto y sin palabras,
en su cabeza anidan cuervos y golondrinas;
le arrancan el cabello de musgo algunas cabras
y misericordiosas le cubren las glicinas.
La cátedra
De pie, entre sus discípulos y las torvas montañas,
el Astrónomo enuncia todo un óleo erudito.
Él explica el pentagrama del Arcano Infinito,
el amor de los mundos y las fuerzas extrañas...
Con preguntas que inspiran las nocturnas campañas,
lo sumerge en hipótesis el pastor favorito.
El misterio, y de nuevo, en un gesto inaudito,
lo Absoluto discurre por sus barbas hurañas.
De pronto, suda y tiembla, pálido ante el Enigma...
El eco que traduce una burla de estigma,
le sugiere la estéril vanidad de su ciencia.
Su voz, como una piedra, tumba en la inmensa hora..
Arrodíllase, y sobre su contrita insolencia
guiña la eterna y muda comba interrogadora.
Éxtasis
Bion y Lucina, émulos en fervoroso alarde,
permútanse fragantes uvas, de boca a boca;
y cuando Bion ladino la ebria fruta emboca
finge para que el juego lánguido se retarde...
Luego, ante el oportuno carrillón de la tarde,
que en sus almas perdidas inocencias evoca,
como una corza tímida tiembla el amor cobarde,
y una paz de los cielos el instinto sofoca...
Después de un tiempo inerte de silencioso arrimo,
en que los dos ensayan la insinuación de un mimo,
ella lo invade todo con un suspiro blando;
¡y él, que como una esencia gusta el sabroso fuego,
raya un beso delgado sobre su nuca, y ciego
en divinos transportes la disfruta soñando!
Iluminación campesina
Alternando a capricho el candor de sus prosas,
Ruth sugiere a la cítara tan augustos momentos!
y Fanor en su oboe de aterciopelamientos
plañe bajo el ocaso de oro y de mariposas...
Ante el genio enigmático de la hora, sedientos
de imposible y quimera, en el aire de rosas,
ponen largo silencio sobre los instrumentos,
para soñar la eterna música de las cosas.
Largas horas, en trance de eucarísticos miedos,
amortiguan los ojos y se enlazan los dedos...
«¡Dulce amigo!» ella gime. Y Fanor: «¡Oh mi amada!»
Y la noche inminente lame sus mansedumbres...
De pronto, como bajo la varilla de un hado,
fuegos, por todas partes, brotan sobre las cumbres.