Biografía de:
Jaime Torres Bodet
(1902-1974) Nació en la ciudad de México. Estudió en la Universidad Nacional de México la carrera de filosofía y letras. Fue secretario del rector José Vasconcelos (1921). Dirigió la revista Falange (1922-1923). Fue secretario de educación pública varios períodos. Promovió la Campaña Nacional de Alfabetización. Desempeñó también una carrera diplomática importante. Compartió la dirección de la revista Contemporáneos (1928-1931). Miembro de la Academia Mexicana de la Lengua, El Colegio Nacional, el Instituto de Francia y la Academia del Mundo Latino. Doctor Honoris Causa de varias universidades. Es un poeta fino, elegante, pero también de gran fuerza expresiva. Debido a una larga enfermedad, cometió suicidio en 1974. Torres Bodet entró muy joven en la literatura con un libro de versos: Fervor, (1918), prologado por González Martínez. Sus gustos eran todavía convencionales, respetuosos del simbolismo francés y del modernismo hispánico. Poco a poco, en diálogo con los *contemporáneos+, y hojeando la Revista de Occidente y La Nouvelle Revue Française, fue entendiendo la algarabía de su tiempo: Gide, Proust, Joyce, Antonio Machado, Dostoiewsky, Couteau, Juan Ramón Jiménez, Giraudoux, Ortega y Gasset, Morand, Soupault, Girard, Lacretelle, Jouhandeau, James... De 1922 a 1925 había publicado siete volúmenes de versos: de ellos seleccionó los mejores en Poesías (1926). De pronto, sin abandonar el verso, se entusiasmó por la prosa. Escribió ensayos (Contemporáneos, 1928), pero a sus pasajes de empeño los encontramos en forma de narración: Margarita de Niebla (1927), en la que un mínimo de argumento sostenía juegos de sensibilidad y fantasía entre dos muchachas y un joven profesor, que es quien cuenta; Proserpina rescatada (1931), también Aarte deshumanizado@, donde los personajes andan como bengalas y arden en frases chisporroteantes; y Nacimiento de Venus y otros relatos (entre 1928 y 1931, pero publicados en 1941), cuyas primeras páginas sobre la náufraga Lidia, tienen la fría y bella luz de una vidriera en una elegante tienda, en la avenida más lujosa de la ciudad. Después, Torres Bodet ha viajado por todo el mundo, con importantes cargos oficiales y ha seguido escribiendo libros de versos (Sin tregua, 1957), de ensayos (Tres inventores de realidad, 1955), de memorias (Tiempo de arena, 1955). Pero sus mejores momentos fueron aquellos humorísticamente frívolos, irónicamente líricos, referidos a estados muy agudos del espíritu. Era una literatura de tono menor, más europea que mexicana, sin contaminaciones de la política o la moral. La escena del naufragio de Lidia, en el cuento que va a leerse, está inmovilizada: no es acción humana lo que ha de encontrarse, sino un despliegue, en abanico, de frases muy cultas e imaginativas que hay que saber gustar, una por una. ********* Ensayo de Salvador Diego. --- JAIME TORRES BODET: TIEMPO Y FIGURA. Adentrarse en la lectura de Jaime Torres Bodet, es adentrarse en su vida y, sobre todo, en un mundo sin pararelo de emociones llevadas de la mano por la inteligencia al esplendor de un nuevo día: su elegancia para cerrar con la más sobria precisión un soneto; la facilidad con que parece erguir “sobre sillares permanentes” los tercetos magistrales de Trébol de cuatro hojas (1958); su habilidad rítmica y, sobre todo, el eco de los cauces de su conciencia meditabunda donde hallan profundidad de oceáno los enigmas del ser y del estar. Todo esto, hace de él no solamente un poeta, sino uno de los grandes; pues, aunque Gabriel Zaid permita entrever un dejo de reproche hacia sus discursos edificantes y morales, y hasta el propio Neruda proyecte su nefasto resentimiento político contra él, tildándolo de “pobre poeta” en alguna parte del Canto General, ninguna de estas críticas le resta presencia a una obra de meritoria calidad y ratificado liricismo trascendental, como es la de un escritor que a la vez humanista, intelectual y docente, también decidió volcar su encomiable lucidez al servicio de la nación, siendo uno de los funcionarios públicos más ilustres que haya tenido México. En su desempeño como Secretario de Educación Pública pocos se le comparan; tuvo una actuación díficilmente olvidable: no solamente le debemos la invención de los libros de Texto Gratuitos que la SEP reparte en las primarias públicas a lo largo del país; por otro lado se halla, a la par, la campaña que emprendió contra el analfabetismo en el año de 1944. Cifras publicadas indican que en tan sólo dos años consiguió que un millón doscientos mil mexicanos aprendieran a leer y a escribir. Esta determinación que tanto lo caracterizaba para llevar a cabo lo que se proponía, sólo es equiparable, como educador que fue, a la de Bassols y a la de Saénz, y como diplomático, a la actuación de Alfonso Reyes (Zedillo y Castañeda sólo merecen una mirada indulgente: el primero, en la Secretaria de Educación, no hizo nada digno de mencionarse; y sobre el segundo, mejor que yo, Carballo expresó tiempo atrás: “Torres Bodet realizó como canciller lo que Castañeda no ha hecho en dos años: resolver magistralmente y sin que se note las relaciones internacionales de México”). De este modo, declarando “la fe que puse en el fervor humano/ y en la eficacia del esfuerzo puro”, aunque no excento de un matiz pesimista, llegó al mediodía de su carrera al convertirse en el único mexicano en ser nombrado Director General de la UNESCO (1948-1952). Iniciado en la literatura con la publicación de Fervor (1918), su primer libro, cuando apenas contaba con deiciséis años de edad, haría de ella una de las más destacadas vocaciones en la historia de las letras mexicanas del siglo XX, al lado de los Contemporáneos; renovando las fronteras del lenguaje de la poesía, anteponiendo el rigor programático en el quehacer del escritor e iniciando la crítica de las artes: pintura, cine y teatro. Traduciendo libros o implementando revistas, a él le tocó vivir, ser parte de una transición cultural del país: el momento en que México se pone “en circulación con lo universal” –a pesar de uno que otro estólido demagogo aferrado a la idea equívoca del nacionalismo-. Luego de esa primera tentativa redactada dentro de una estética aceptable para la época -nada más hay que recordar la cita que hace de Mallarmé en las primeras páginas del libro- vinieron otras en las que la atmósfera poética dudaba aún entre demorarse en esas mismas trincheras rubendariacas de los modernistas y en los vericuetos del simbolismo verleniano –lo cual es decir casi una tautología: el modernismo imperante fue una adaptación de éste último movimiento, así como del parnasianismo fránces a la lengua castellana, rejuveneciéndola de los lastres romanticistas- o aspirar a una retórica más personal. A lo largo de esas muchas y muy variadas páginas que escribió durante los veintes, encontramos versos de una tonalidad que emprende vuelo con avidez magnánima (No nos diremos nada. Cerraremos las puertas./ Deshojaremos rosas sobre el lecho vacío/ y besaré, en el hueco de tus manos abiertas/ la dulzura del mundo que se va, como un río…”); pero, a media altura, se detiene: vuelve a descender para arroparse en el nido de una predilección de gusto ya vetusta (“¡Oh, qué sueño el de mi frente dulcemente desmayada/sobre el ritmo de tu seno fatigado de gemir, entre el férvido perfume de tu carne acariciada,/ mientras la hora como lúbrica amapola deshojada/ desfallece en las guirnaldas opulentas del vivir!... ). Por ello, su producción juvenil, aunque amplia, la más amplia entre todos sus compañeros, nos suele dar la impresión de ser el ensayo de su real y definitiva obra que vendría después, a partir de los años treinta, luego de Destierro (1930), tomo publicado en Madrid y que tuvo una buena acogida entre los círculos intelectuales españoles. Este poemario es una región que, transparente al oniricismo y sinuosa a la realidad, obtuvo el calificativo por el propio autor -al hacer el ajuste de cuentas con la posteridad de la obra- de "evasión frustrada". De él, contraposición deliberada a la estricta métrica de su desarollo anterior, y no obstante, que términa con un soneto, nacen frases tan memorablemente bellas como ésta: "Un sólo sueño basta a quien espera la fe...". Los libros más redondos que haya escrito, como la crítica ha mencionado, son aquéllos en donde la vivacidad de su expresión se explaya, danzante, por medio de las formas clásicas: Cripta (1937) y Sonetos (1949). Opiniones divergentes son las que he leído. Para algunas, siempre ha prevalecido en estimado valor el primero sobre el segundo. Temo no estar de acuerdo con esta idea. El mejor Torres Bodet se lee en Sonetos. Cripta lo anticipa, pero no lo concreta enteramente. Dédalo, Isla y Fidelidad, entre algunos títulos más que no menciono, es donde la armonía anacreóntica del verso asonantado –a la tradición de Meléndez Valdés- se hace patente de manera inmediata en su condición huidiza y esencial de arte menor. En su conjunto, Cripta, no sólo pugna por dejar atrás el panorama de acentuado carácter ultraísta hacia el que guían todos los caminos y apuntan todas las imágenes andadas y desandadas, una y otra vez de Destierro; además, se esmera en ganarle a su progenitor un estilo propio que guarde distancia con respecto a las vanguardias en boga, como el garcía-lorquismo o el nerudismo de aquellos años que supo ver atinadamente en su reseña, Tablada. Así, siguiendo la línea de un refinamiento artístico, el funcionario eficaz, el escritor eminente, el intelectual brillante, llega a la cumbre de éste en Sonetos: libro en el que nada es visceral o se percibe farragoso. Creaciones ante las cuáles la sensibilidad del lector sucumbe, tan rotunda e inexorablemente, en un extásis. Torres Bodet se logra a sí mismo y a su poética con todos los matices reflexivos de un saber literario que articula a la perfección con lujo de geómetra a la vez que pintor renacentista de las sensaciones a detalle: el Durero de la poesía. Pero esto no es todo. La idealización próscrita del Yo torresbodetiano que vuelve entonces sin él, en Regreso, se encuentra, asimismo, de frente con las huellas de un sentimiento universal que marcaría, repetidamente, textos de sus obras futuras: el amor filial. Continuidad, serie de nueve sonetos escritos en 1943 (año en que muere su madre), y que da casi por finalizado el libro –el que lo cierra tiene por nombre Epitafio-, es una obra maestra: supone un lugar aíslado, un archipiélago que perdura con vida propia, más allá del conjunto al que decidió adherirlo su autor -bien podría considerarse a la altura del poema de Manrique, Coplas por la muerte de su padre-. Continuidad, es todo un hito en la historia de la literatura mexicana e hispanoámericana, digno de las mejores antologías. No es un poema que haya resentido el desgaste de la tradición oral, y que las masas hayan popularizado como ha sucedido con tantos otros. Es un tórrido viñedo que, frente a los años procelosos se resguarda, indemne, en la reserva de su añejamiento para el que sepa degustar, como todo buen catador de arte, a la hora de la elección, la altiva exquisitez velada de un Côte de nuits, por encima del renombre de un Veuve de clicquot. Es sublime en el sentido que Kant otorga la significación al término, porque su naturaleza melancólica, que al final se halla disipada frente a la aurora de una “muerte pura” con la que recobra la existencia, conmueve. En dos de sus tres libros ulteriores, que serían los últimos (Nudo ciego lo dejó en preparación y el otro se halla especificado al comienzo de estas líneas) es decir, Fronteras (1954) y Sin Tregua (1957), vuelve a anclar, una vez más, en la bahía de esa temática con El Doble Exilio, Estela y Presencia; empero, igualmente, proyecta desde una serena fraternidad con el dolor del mundo, un grandilocuente humanismo que le dió pauta para trazar algunas de las mejores composiciones nacidas de su pluma. En 1964, se retira de la vida política definitivamente; pero no de la cultural, puesto que se consagra a escribir los volúmenes de sus memorias y es acreedor a dos reconocimientos por su obra: el Premio Nacional de Letras (1966) y el Premio Mazatlán de Literatura (1968). Diez años después de su jubilación, la tarde del 13 de mayo de 1974, y nueve desde que le diagnosticaron cáncer de colon, al sentir sus facultades menguarse con el paso del tiempo, decide dar por concluida la existencia disparándose un tiro en la garganta, rodeado del silencio de los libros de su biblioteca particular, en su domicilio de Lomas de los Virreyes de la capital mexicana. Voluntad postrera que no ensombrece ni ensombrecerá jamás, su legado: un espacio luminoso de pertinacia sin armisticio y de disciplina que raya en lo estoico. Porque, con toda justicia, hoy, a más de treinta años de aquel suceso, Jaime Torres Bodet, puede hacerse indudablemente merecedor de esa frase que escribiera Hemingway en un capítulo excluido de su novela más aclamada Por quién tañen las campanas: “Uno no es como acaba, sino como fue en el mejor momento de su vida…”. Y el mejor momento de su vida, perdurará para siempre -y no con tinta invisible-, en las páginas más dantescas de la historia de nuestro México moderno. Salvador Diego.
|